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Sudán del Sur llega a sus cinco años de independencia con una guerra de 50.000 muertos

Desde finales de 2013, los rebeldes se enfrentan a las fuerzas de gobierno. Pese a un acuerdo de paz firmado en agosto, los asesinatos y desplazamientos persisten.

Juan David Torres Duarte
09 de julio de 2016 - 03:41 p. m.
Dos sursudaneses mientras celebraban la independencia de su país el 9 de julio de 2011. / Flickr - Daniel X. O'Neil
Dos sursudaneses mientras celebraban la independencia de su país el 9 de julio de 2011. / Flickr - Daniel X. O'Neil

Sudán del Sur se independizó de Sudán el 9 de julio de 2011 y desde entonces ha sido un desastre empedernido. Las fuerzas que obedecen a Salva Kiir, presidente, y a Riek Machar, vicepresidente, persisten en su guerra a pesar de que sus dos líderes se han reconciliado y de que en agosto firmaron un tratado de paz. El acuerdo prevé una repartición más equilibrada del poder entre dinkas y nueres, las etnias que representan ambos políticos. Pero ninguna orden de reconciliación ha surtido el efecto necesario para terminar un conflicto que, en cuentas todavía inseguras, suma entre 50.000 y 100.000 muertos.

Cinco soldados fueron asesinados este viernes en la capital, Juba. En Wau, una ciudad al noroeste del país, se escucharon tiros de metralla y lanzamiento de morteros el jueves. Nada está en calma. El país rural, que ocupa el 80%, pervive en el miedo: 2,6 millones de personas se han desplazado de sus hogares, un cuarto de sus habitantes. 860.000 de ellos se encuentran en países vecinos como Sudán —que vive su propia guerra en el sur del Kordofán—, la República Democrático del Congo y la República Centroafricana.

Las consecuencias de la guerra se han separado de sus causas. Meses atrás, este diario habló con analistas sursudaneses, quienes aseguraron que los líderes políticos ya no tenían ningún control sobre sus tropas. Es decir, que ya no interesaba si existía un tratado para reconciliar a Kiir y Machar, porque igual la guerra seguiría su camino. Acertaron: desde agosto del año pasado, cuando se firmó el tratado de paz, 240.000 personas se han desplazado de sus hogares y las milicias, según entidades como la ONU, siguen reclutando menores y perpetrando crímenes de lesa humanidad como la violación masiva de niñas.

Sudán del Sur celebrará este sábado su independencia sin pompa ni color, porque además de la guerra, el país tiene una economía en caída, 98% dependiente del petróleo. La inflación está por el 300% —es decir, el dinero no sirve para mucho en un país que, de entrada, tiene un 50% de su población analfabeta y sin la educación esencial para acceder a un trabajo.

El conflicto comenzó cuando el presidente Kiir acusó a Machar y a su etnia —los nuer— de planear un golpe de Estado en su contra. La guerra se extendió en pocos días por todo el país y principiaron los reportes de masacres. Una de ellas ocurrió en Bentiu, un pueblo al norte. Murieron, según datos de Naciones Unidas, más de 400 personas. Las fuerzas de Machar culparon a las de Kiir y las de Kiir a Machar. La masacre fue olvidada tiempo después y no existió un registro explícito de las víctimas de ese 15 de abril, como tampoco una suma específica de las víctimas de todo el conflicto: hay fuentes que hablan de 10.000, otras sugieren 50.000 y otras más se arriesgan por los 300.000. Ninguna fuente oficial ha dado un reporte definitivo.

Antes de firmar el acuerdo de agosto, las tropas de Kiir y Machar habían incumplido por lo menos ocho acuerdos adicionales, algunos de ellos firmados después de una negociación de cuatro días. Es decir, tratados sin fundamento ni proyección. El de agosto contaba, sobre todo, como una garantía política para que Machar y su equipo político volvieran al ruedo político, luego de que Machar fuera expulsado del poder en 2013. En abril de este año, Machar retomó su puesto como vicepresidente con la esperanza, como afirmó en su discurso, de que Sudán del Sur se uniera de nuevo.

Pero nunca estuvo unido. Más allá de los conflictos étnicos, que sirven como combustible para el conflicto, Sudán del Sur nació como un país sin futuro. Las proyecciones de sus políticos, envueltos en numerosos casos de corrupción, fueron espurias. Un análisis publicado hace algunos meses en la revista Foreign Policy apuntaba que Sudán del Sur aún no ha sabido dividir el poder militar del político y que la carencia de un plan político ha jugado en contra de las ambiciones de forjar un país. Sus políticos, según opiniones recogidas por este diario en el transcurso de la guerra, han preferido forjarse un poder preciso que meterse en la difícil tarea de formar un país. “La actitud cleptocrática (poder basado en el robo de capital) de la élite sursudanesa está en el corazón del conflicto”, dijo a este diario Silvio Deng, líder juvenil de Sudán del Sur en el Instituto de Paz de Estados Unidos.

Cuando se firmó el acuerdo en agosto, Deng nos dijo: “Los últimos acuerdos han fallado a causa de la falta de voluntad política de nuestros líderes en el proceso de implementación. Además, los líderes locales de los rebeldes y de las tropas gobiernistas no han estado completamente comprometidos con el cese de hostilidades. Había comités de verificación en campo, pero nunca fueron efectivos, y además no tenían acceso a ciertas áreas donde continuaban las peleas entre fuerzas rebeldes y fuerzas oficiales”.

Puesto que no ha existido la preparación necesaria para blindar a las instituciones locales, la corrupción es rampante y la presencia del Estado es débil y fragmentaria. El partido que hoy lidera Sudán del Sur proviene de una guerrilla que ansiaba el poder desde los años 80. Sin embargo, la ambición fue insuficiente: el sistema de salud nacional es pobre y dependiente en muy buen parte de las ONG extranjeras que entran al país —y a las que les faltan cerca de US$500 millones para completar sus tareas—, la economía está por el suelo y a lo largo del país hay cerca de 200.000 personas en campos de refugio de las Naciones Unidas. Está claro que las promesas han sido incumplidas y que buena parte de la bonanza petrolera, ahora en pique, nunca se reinvirtió en la infraestructura institucional del país.

De acuerdo con Acnur, el índice de desplazamiento es una señal justa del nivel del conflicto. “Desde Acnur hemos observado que la violencia y el hambre continúa en el país y que la gente se sigue viendo obligada a huir de sus casas”. Y por encima de los conflictos políticos y las desavenencias étnicas, otra señal es el hambre: la población en riesgo de hambruna es de 4,3 millones (de 11 millones de habitantes en total) y podría subir a 4,8 el próximo año. Los niños, antes de ser educados, resultan reclutados por algunas de las fuerzas, obligados a sobrevivir entre soldados. Cerca de 12.000, según la Unicef, han terminado en las filas. Un niño, al ser interrogado sobre qué pensaba de su situación, dijo: “Mire mi tamaño y el tamaño de este fusil. No es bueno”.

Por Juan David Torres Duarte

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