'Tenemos que poder reír e informar'

Philippe Lançon, periodista de ‘Libération’ y columnista de ‘Charlie Hebdo’, sobrevivió a la masacre del miércoles pasado. Fue herido en la mandíbula y se salvó por unos pocos centímetros y por hacerse el muerto.

Philippe Lançon
14 de enero de 2015 - 09:44 p. m.
Philippe Lançon, periodista de ‘Libération’ y columnista de ‘Charlie Hebdo’.
Philippe Lançon, periodista de ‘Libération’ y columnista de ‘Charlie Hebdo’.

Queridos de Charlie y de Libération:

Sólo me quedan, por el momento, tres dedos que apenas sobresalen de las gasas, una mandíbula debajo del vendaje y unos minutos de energía —más allá de los cuales no puedo garantizar nada— para manifestarles todo mi afecto y agradecerles por su apoyo y por su amistad. Quería decir simplemente esto: si algo me ha dejado este atentado es la convicción de que la razón por la cual trabajo en Libération y en Charlie Hebdo es la libertad, el gusto de expresar dicha libertad, en buena compañía, a través de textos o de caricaturas, de todas las maneras posibles, incluso torpes y sin que sea necesario juzgarlas.

Pensaba en eso durante el minuto de terrible silencio que siguió a la salida de los asesinos de pierna negras —fue lo único que vi de ellos, tirado en el piso, al lado de mis compañeros muertos, al fondo, casi debajo de la mesa de redacción—. Pensaba en eso mirando el cuerpo más cercano, el de mi amigo y vecino de mesa en aquel día, Bernard Maris, quien nunca dejó que sus responsabilidades limitaran su entusiasmo y su curiosidad. Con Bernard habíamos hablado ese día de la novela de Michel Houellebecq, que nos gusta mucho, y yo lo había insultado por lo que dijo sobre la manera como Libération trató el tema.

Nos reconciliamos casi de inmediato leyendo algunos pasajes de Soumission (el libro de Houellebecq) que nos hicieron reír. Bernard era un ser inteligente, de mente abierta y sonrisa maravillosa y refrescante. Cabu protestó cuando oyó decir a Houellebecq que la República había muerto; no estaba de acuerdo con eso. Él era el gruñón genial y juvenil que encarnaba los viejos valores de la izquierda. Y todos estábamos allí porque éramos libres, o queríamos ser lo más libres posible, porque queríamos reír y enfrentarnos a todo y acerca de todo; éramos un pequeño equipo homérico y carnívoro, y era precisamente eso lo que aquellos hombres de negro, esos siniestros ninjas, querían asesinar. Desde mi estrecho campo visual de recién abaleado, yo pensaba en Bernard, en Cabu, en los demás, todos muertos. ¿Qué es lo que mantiene la vida y la muerte?, me preguntaba yo sin conocer el verdadero estado de mis heridas.

En Charlie Hebdo, claro está, no pensamos en términos de milagro para algunos y destino para otros. La diferencia entre la vida y la muerte, habría dicho Manchette, un ex de Charlie, está en los centímetros de la trayectoria de las balas... en los lugares respectivos que ocupábamos cuando los hombres de piernas negras entraron. Me hice el muerto pensando que, a lo mejor, ya lo estaba, o que ya pronto lo estaría.

Soy periodista de Libération desde hace veinte años, y me siento orgulloso de serlo. Quiero a las personas que allí trabajan y que allí han trabajado. Me convertí en columnista de Charlie en 2003 porque Philippe Val me lo propuso un día con la siguientes palabras: “Haz lo que quieras, inténtalo todo, lo que sea, inventa, transgrede” (¡qué programa! —necesariamente nunca concluido—) y porque Serge July lo quiso. Nunca tuve nada de qué quejarme. En estos tiempos, ambos periódicos han sufrido, pero en Charlie, los comités de redacción de los miércoles por la mañana nunca fueron tan vibrantes, divertidos, agresivos y excitantes.

En Charlie Hebdo existe una extraordinaria tradición de bronca, que crece y de pronto decrece, a la manera de un chiste, por lo general hecho por Charb, por Luz o por Wolinski. Luego todos reíamos. Era el goce de decir todas las barbaridades posibles bajo el control amistoso de las barbaridades de los demás, todo ello por el placer de la disputa y por la certeza de que de allí saldría algo, una idea, una frase o una caricatura. Estos recuerdos me llevan al comité de redacción, donde encontraba más ingenio, más picante y más trifulca de la que normalmente tengo.

En Charlie nunca sabíamos, en medio de los panes y los pastelillos, qué tema iba a aparecer sobre la mesa. Resulta que durante aquel último comité de redacción hablamos justamente de los yihadistas franceses. Tignous no los justificaba de ninguna manera, pero, como chico de los suburbios, como sobreviviente de la pobreza, preguntó qué había hecho Francia para evitar la creación de estos monstruos furiosos y por eso lanzó una sensible protesta en defensa de estos nuevos miserables. Era como si su voz se hubiese remontado al pasado, a los tiempos de la Comuna de París.

Bernard Maris le respondió diciéndole que Francia había hecho mucho y gastado toneladas de dinero. Subió el tono del debate y no era para menos. El tema era muy delicado para todos y cada cual se horrorizaba de que lo pudieran calificar de racista o de cínico. Entonces alguien dijo: “¿Y por qué no, para relajarnos, hablamos del desastre ecológico?”. Wolinski y Cabu dibujaban, como siempre. Wolinski inventaba en su cuaderno de notas verdaderas historias falsas que daban sentido cómico, absurdo, a todo lo que veía y oía, para darle la forma de una fantasía hecha realidad. Creo que le gustaba el punzón como prueba de vida. También admiraba a los grandes artistas, a los grandes pintores. Yo quería irme con él a las 11:30. Me hablaba de mujeres, por supuesto, a las que amaba tanto.

Yo iba a salir de la sala cuando llegaron los asesinos. Poco antes le había mostrado a Cabu, amante y dibujante del jazz, el espléndido libro de fotos de Francis Wolf sobre músicos grabando para Blue Note, publicado por Flammarion y sobre el cual yo quería escribir algo en Libération. Por supuesto, él ya lo conocía.

Mientras los bomberos me cargaban en una silla de ruedas, pasé sobre los cuerpos de mis compañeros muertos: Bernard, Tignous, Cabu, George, sobre los cuales cruzaban, a zancadas, mis rescatistas; y de repente, Dios mío, ya no se reían. Todos tenemos que poder reír e informar, ahora más que nunca, por ellos, en Libération y en Charlie, lejos de los poderes y de sus excesos. Me tomará algo de tiempo y de rehabilitación volver a reír; la mandíbula es más frágil que el corazón; pero lo voy a lograr, y lo haré rodeado por ustedes, mis colegas, mis compañeros, mis lectores, mis críticos y mis amigos.

 

 

*Traducción de Mauricio García Villegas.

Por Philippe Lançon

 

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