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Todo contra Rousseff

En las primeras 14 semanas de su segundo gobierno, la presidenta brasileña ha visto su popularidad caer al vacío (13%). Las protestas y la caída en la economía nublan su panorama.

Antonio Jiménez Barca, Especial de “El País”, São Paulo
14 de abril de 2015 - 01:52 a. m.
Un grupo de manifestantes pide la salida de Dilma Rousseff del gobierno durante una protestas en São Paulo.  / AFP
Un grupo de manifestantes pide la salida de Dilma Rousseff del gobierno durante una protestas en São Paulo. / AFP

No hay jornada sin sobresalto en este segundo mandato de Dilma Rousseff, del que se acaban de cumplir 100 días. Últimos ejemplos: el miércoles, el día 98, Pepe Vargas, un diputado del Partido de los Trabajadores (PT), anunciaba satisfecho ante la prensa y la televisión su nombramiento como nuevo ministro de Derechos Humanos, cuando sonó su teléfono móvil. Interrumpió la rueda de prensa para responder. Y al volver a hablar, con el rostro repentinamente serio, ya no tenía tan claro lo de ser ministro. La llamada —procedente del entorno de Rousseff, tal vez de la misma Rousseff, que veía la televisión en ese momento— lo hizo recular en directo. En el día 99, en una sesión de la comisión parlamentaria del caso Petrobras, por motivos algo confusos, un empleado del Congreso que se encontraba en la sala liberó a cinco ratones (en realidad hámsters y conejillos de Indias) que corretearon entre las patas de las mesas de los diputados y los zapatos de los periodistas hasta que fueron atrapados. El empleado fue despedido; un diputado, acusado de urdir la maniobra, y los ratones, adoptados por dos congresistas amigos de los animales. Un parlamentario sentenció: “Esto da una idea de nuestro nivel”. Y en el día 103 una nueva multitud salió a las calles de São Paulo a pedir la salida de Rousseff del Gobierno y una encuesta publicaba que el 63% de los brasileños estarían dispuestos a apoyar una iniciativa que acaba prematuramente con su mandato.

Nadie sabe lo que ocurrirá mañana o dentro de un mes, pero estos primeros días del segundo mandato de Rousseff, que tomó posesión de su cargo como presidenta de la República de Brasil el 1º de enero, están resultando particularmente convulsos y decididamente nefastos para su capital político. En estas 14 semanas ha pasado de todo, y todo malo: se han sucedido los malos números económicos (inflación trepando hasta el 7,7%, crecimiento del 0,01% del PIB), las amenazas de las agencias de rating para rebajar la nota al país, las derrotas (cuando no humillaciones políticas) de Rousseff en el Congreso, las protestas en la calle de cientos de miles de personas y las caceroladas multitudinarias cuando la presidenta habla en televisión, entre otras cosas. Todo esto ha repercutido en su popularidad. La última encuesta de Folha de São Paulo muestra que sólo el 13% de los entrevistados considera que la gestión de Rousseff es buena. Es el índice más bajo jamás registrado por la actual presidenta y el segundo más bajo de la historia democrática de Brasil, sólo por debajo del que tuvo, en septiembre de 1992, el presidente Fernando Collor de Mello poco antes de dimitir.

Rousseff no va a dimitir. Pero se enfrenta a dos grandes problemas que la maniatan y que se retroalimentan. El primero es la crisis económica que atraviesa un país que se había acostumbrado desde hace varios años a navegar a favor de la corriente. El segundo es la debilidad política de Rousseff frente a un Parlamento fuerte y hostil. Rousseff cuenta con dos pesos fuertes de su Gobierno que actúan, de facto, como primeros ministros, para tratar de desenredar la madeja: Joaquim Levy, el ministro de Economía, y Michel Temer, el vicepresidente. Ninguno de los dos pertenece al partido de Rousseff. Ninguno de los dos es enteramente fiable a los ojos de la presidenta. Sin embargo, cualquier paso en falso de cualquiera de ellos repercutirá en el ya delicado rumbo de la legislatura.

Un dato para la esperanza de Rousseff es que se mantiene la frágil sintonía entre ella, que practicó una política económica más expansiva e intervencionista en el anterior mandato, y Levy, partidario, por el contrario, de una política más liberal, dispuesto a llevar a cabo este año, a base de recortes de gastos y subidas de impuestos, un ahorro en las cuentas del Estado de 100 billones de reales (US$33.000 millones).

Michel Temer, del Partido do Movimento Democrático Brasileiro (PMDB), un especialista en maniobras tras los bastidores, es el encargado de mediar entre el Ejecutivo y sus aliados en el Congreso, donde el PT está en clara minoría. Esto es vital, ya que las medidas de ajuste de Levy pasan por aquí y necesitan ser aprobadas. En un principio Rousseff trató de que esa labor se encargara al ministro de Aviación Civil, Eliseu Padilha, también del PMDB, pero la reticencia de los parlamentarios, encarnada sobre todo en el presidente de la Cámara, Eduardo Cunha, también del PMDB, le hizo dar un paso atrás. Una prueba del poder de este partido pactista sin ideología clara.

Temer (y Rousseff) obtuvo hace pocos días una pequeña victoria: arrancó a los parlamentarios aliados una promesa por escrito por la que se comprometen a no impulsar (ni aprobar) medidas que acarreen más gasto público. Pero el acuerdo no va más allá y eso no implica que no puedan tumbar las propuestas económicas del Gobierno si entienden que no les conviene, como ya han hecho alguna vez.

De modo que el campo sigue minado para Rousseff, que además de los citados encara dos factores impredecibles: la protesta callejera de una clase media opuesta a su gestión y las revelaciones periódicas de la corrupción de Petrobras, que cada cierto tiempo sacuden los telediarios y al país entero.

Por Antonio Jiménez Barca, Especial de “El País”, São Paulo

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