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Uzbekistán: el ocaso de un dictador

Karímov lleva en el poder desde antes de que Uzbekistán se independizara de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en 1989; desde entonces ha impuesto un gobierno, calificado por varias organizaciones internacionales como una dictadura.

Juan Sebastián Jiménez Herrera
29 de agosto de 2016 - 11:18 p. m.
El dirigente uzbeko, Islam Karímov, se encuentra en el poder desde 1989.  / AFP
El dirigente uzbeko, Islam Karímov, se encuentra en el poder desde 1989. / AFP

Cuando Uzbekistán se hizo independendiente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Islam Karímov ya estaba en el poder. En 1989 fue elegido secretario del Partido Comunista de Uzbekistán y el 24 de marzo de 1990 se convirtió en el primer presidente de Uzbekistán, cargo que no ha soltado en 27 años y al que se ha aferrado, según reportes, mediante fraudes y violaciones a los derechos humanos. Pero ahora Karimov se encuentra en cuidados intensivos. Fue su hija, Lola Karímova-Tilláeva, quien dio la noticia: "Debido a un derrame cerebral que sufrió el sábado por la mañana, fue hospitalizado y se encuentra en una unidad de cuidados intensivo".

"Me dirijo a la toda la gente para pedirle que no caiga en especulaciones y respete el derecho de la familia a la privacidad", sostuvo. Pero las especulaciones son inevitables, sobre todo, por el hermetismo que hay alrededor de la figura de Karímov y su gobierno de hierro. "Islam Karímov lidera el país desde 1989 sin que nada le impida reforzar su implacable autoridad para reducir las críticas, medidas que incluyen encarcelamientos arbitrarios, detenciones en centro psiquiátricos, desapariciones y torturas. Los periodistas han pegado un alto precio por querer ejercer su profesión. La menos nueve de ellos están privados de libertad actualmente", sostiene un informe de Reporteros Sin Fronteras de 2015.

Algo similar ha ocurrido con los defensores de derechos humanos. Como es el caso de Elena Urlaeva, presidenta de la Alianza de Defensores de los Derechos Humanos de Uzbekistán, que fue detenida en mayo del año pasado y sometida a vejámenes. Los abusos infligidos a Elena Urlaeva, sostuvo Amnistía Internacional en un comunicado del año pasado, "no son sino el ejemplo más reciente del uso endémico y generalizado de la tortura para intimidar y humillar a los escasos defensores y defensoras de los derechos humanos que quedan en Uzbekistán, y para obligar  a presuntos autores de delitos a 'confesar'". Y todo esto lo ha justificado asegurando que sus opositores hacen parte de organizaciones yihadistas.

Con este argumento Karímov justificó el asesinato de, por lo menos, 187 personas, en Andiján, en marzo de 2005. Por lo menos porque esa fue la cifra que el mismo gobierno uzbeko dio a conocer; sin embargo, algunos organismos multilaterales cifran en 500 los muertos en esa población. Igualmente ha sido acusado de adelantar una gran campaña de esterilizaciones forzadas en contra de las mujeres uzbekas. Pero casi siempre ha salido bien librado, incluso se ha negado a visitas por parte de las Naciones Unidas, sin que se le haya amonestado. Y todo esto porque ha entendido la importancia de su país para los intereses de dos aliados poderosos: Estados Unidos y Rusia.

Y es que Uzbekistán es clave por varias razones, entre ellas, por posición geográfica, en medio de Asia: entre Irán, China, Rusia, Afganistán y el mar Caspio. Y, por ende, entre los yacimientos de gas y petróleo del golfo Pérsico y de Asia Central. Tras el 11 de septiembre de 2001, Uzbekistán se convirtió en un aliado clave para los Estados Unidos en su guerra contra el terrorismo. Ese año, Uzbekistán abrió sus cielos a Estados Unidos y le permitió establecer una base militar en su territorio, para atacar, desde allí, a Afganistán. Uzbekistán se convirtió, de esta forma, en el principal aliado de los Estados Unidos en la región. Pero la luna de miel duró hasta 2005, cuando los excesos de Karímov llevaron a Washington a replantearse sus relaciones con Tashkent.

A las críticas en Estados Unidos, Karímov respondió desalojando la base militar estadounidense en su territorio. Y entonces otra potencia, Rusia, empezó a coquetear con Uzbekistán, que durante años fue suya y que le es de interés por las mismas razones por las que Estados Unidos, sabiendo los excesos de Karímov, apenas le ha hecho algunos cuestionamientos. Pero el dirigente uzbeko ha sabido jugar cartas y, en 2012, junto con Kirguistán, decidió ponerle fin a varios tratados internacionales y declarse neutral en la, digamos, guerra fría que se vive en la región. Esto, al final, no ha hecho sino fortalecer a Karímov. Al punto de que el secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry, y el presidente ruso Vladimir Putin se han ido hasta Uzbekistán a reunirse con él, literalmente, para que se ponga de su lado.

Con esos amigos, es hasta comprensible que ni el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, haya podido cantarle la tabla por sus excesos. Si al caso, algunos llamados de atención para que no incumpla la ley; el problema es que, en Uzbekistán, Karímov es la ley. La pregunta es por cuánto tiempo. Que su hija haya tenido que salir a hablar de su salud, un tema casi que prohibido, en ese país, da indicios de que Karímov, de 78 años de edad, quizás se encuentre peor de lo que su familia dice. Otros dirigentes de Asia Central en condiciones similares ya han dejado claro quién los va a suceder en el poder. Casi siempre, un familiar suyo; Karímov, en cambio, no lo ha hecho. Y hay dudas sobre quién seguirá con su régimen. Es el ocaso de un dictador y, quizás, el inicio de una nueva era para un país que nunca ha conocido otro líder. 

 

 

Por Juan Sebastián Jiménez Herrera

 

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