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Venezuela no será la misma

El cronista de 'The New Yorker' relata los encuentros que sostuvo con Hugo Chávez, especialmente en La Habana, Cuba, en 1999.

Jon Lee Anderson* / Especial para El Espectador
06 de marzo de 2013 - 12:30 a. m.
Escenas de llanto y desesperación se vivieron en las calles de Caracas, tras el anuncio de Nicolás Maduro sobre la muerte del presidente Hugo Chávez,  líder indiscutible de los venezolanos.   / AFP
Escenas de llanto y desesperación se vivieron en las calles de Caracas, tras el anuncio de Nicolás Maduro sobre la muerte del presidente Hugo Chávez, líder indiscutible de los venezolanos. / AFP

El presidente venezolano Hugo Chávez Frías, quien murió ayer de cáncer, a los 58 años, era uno de los más extravagantes y provocativos líderes de la escena mundial en los últimos años. Su muerte llegó luego de meses en los que su salud se convirtió en un misterio nacional, objeto de ofuscación y rumores; pasó el día de su toma de posesión para cuarto término en una cama de hospital en Cuba. El vicepresidente, Nicolás Maduro, quien hizo el anuncio, es uno de los políticos que ahora maniobran para controlar Venezuela, donde se convocará a elecciones en el lapso de los próximos 30 días.

Un antiguo paracaidista que pagó dos años de prisión luego de que liderara un chapucero golpe de Estado contra el gobierno de Venezuela en 1992, Chávez emergió de detrás de las barras, luego de una amnistía, con una renovada determinación para conseguir el poder, y buscó el apoyo del veterano líder comunista de Cuba, Fidel Castro, para conseguirlo. En 1998, Chávez ganó las elecciones presidenciales, prometiendo cambiar para siempre las cosas en su país, de pies a cabeza.

Desde el día en que por primera vez prestó juramento como presidente, en febrero de 1999, se empeñó con devoción precisamente en ello. Lo que ha dejado es un país que, en algunas maneras, nunca volverá a ser el mismo. Y que, en otras maneras, es la misma Venezuela de siempre: una de las naciones más ricas por el petróleo, pero socialmente más desiguales del mundo, con una gran cantidad de sus ciudadanos viviendo en unos de los barrios más violentos de América Latina.

Para su crédito, Chávez se dedicó con devoción a tratar de cambiar las vidas de los pobres, quienes fueron sus mayores y más fervientes electores. Comenzó por martillar hasta conseguir una nueva Constitución y un nuevo nombre para el país. Simón Bolívar, quien había luchado para unir a América Latina bajo su mando, era el héroe de Chávez, de manera que cambió el nombre de su país a la República Bolivariana de Venezuela, y en adelante invirtió una cantidad ingente de tiempo y recursos tratando de forjar lo que llamaba su “Revolución Bolivariana”. No era, en un comienzo, una empresa socialista o incluso necesariamente antiestadounidense, pero en los años siguientes el mandato de Chávez, y el papel internacional que adoptó, se convirtió en ambas, al menos en la intención.

Me reuní con Chávez varias veces a lo largo de los años, pero la primera vez que lo vi fue en 1999, en un salón universitario en La Habana, Cuba, poco después de que se había convertido en presidente de Venezuela. Los dos hermanos Castro se encontraban en el público —algo que no se ve muchas veces—, así como varios miembros prominentes del Partido. Fidel Castro miraba y escuchaba con atención los 90 minutos que duró el discurso de Hugo Chávez, en el que desplegaba, esencialmente, la base retórica sobre la que se construiría la profunda relación entre los dos países, y los dos líderes, que se instalaría pronto.

Ese día, un buen número de observadores en el aula hicieron comentarios acerca de lo que parecía era un gran romance entre los dos. Tenían razón. Chávez, casi 30 años más joven que Fidel, pronto se volvió inseparable del líder cubano, quien claramente era una figura paternal y modelo a seguir. (La familia de Chávez era modesta y venía de una provincia del interior de Venezuela). Y para Castro, Chávez era una especie de heredero y algo así como un hijo querido.

Increíblemente, o muy adecuadamente, fue Fidel quien se dio cuenta del malestar de Chávez en una visita de 2011 a La Habana y le insistió que fuera al médico —quien prontamente descubrió el cáncer de Chávez, un tumor del tamaño de una bola de béisbol, ubicado en alguna parte de la ingle—. Desde entonces, y hasta su regreso a casa en febrero, ya enfermo terminalmente, Chávez recibió casi todo su tratamiento contra el cáncer en La Habana, bajo el escrutinio cercano de Fidel.

Un hombre cálido y un gran showman, con un extraordinario sentido de la ocasión y de la oportunidad estratégica, Chávez creció en ambiciones, y en estatura global, durante la era de George W. Bush, en la que Latinoamérica fue relegada a una segunda línea en los intereses de Washington. Chávez estaba alienado desde el principio por la retórica belicosa de la administración Bush en el período después del 9/11 y comenzó a ser muy ácido frente a las políticas y actitudes del “imperio” americano.

Con mucho gusto ridiculizaba al presidente de los Estados Unidos, al que llamaba “Señor Peligro” y “Asno” y del cual se burlaba periódicamente en su programa de televisión semanal Aló, presidente, en el que por momentos parecía que gobernara al estilo de los realities. (Una vez ordenó al ministro de la Defensa enviar fuerzas a la frontera con Colombia durante una transmisión en vivo de Aló, presidente).

Un intento de golpe de Estado, llevado a cabo por un grupo de políticos de derecha, empresarios y militares, llevó a Chávez, en 2002, a ser detenido y humillado brevemente antes de que fuera liberado y se le permitiera volver a su cargo. El golpe contra Chávez había fallado, pero no antes de que los responsables recibieran un aparente gesto de aprobación de la administración Bush. Chávez nunca perdonó a los norteamericanos. Después de esto, su retórica en contra ellos se hizo más violenta y, tanto como pudo, incomodó a Washington.

Chávez cerró las oficinas de los agregados militares en Venezuela y dio por terminada la cooperación con la DEA. Incluso antes, en 2000, Chávez había volado a Bagdad para una visita amistosa con Sadam Hussein. Después, en su ambición de debilitar el imperio de Estados Unidos y crear un “mundo multipolar”, continuó haciendo amistades con otros que tuvieran visiones similares contra Estados Unidos: el presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad, fue uno de éstos, y el mandatario de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko, fue otro. Invitó a Vladimir Putin a que hiciera sus ejercicios navales en aguas venezolanas y a que le vendiera armamento. Y también hubo una creciente relación de amistad y dependencia con Fidel Castro.

El petróleo venezolano estaba fluyendo hacia Cuba, con grandes problemas energéticos, y así finalizaba el penoso período de casi una década conocido como el “Período Especial” que siguió al colapso de la Unión Soviética y con éste el generoso subsidio de tres décadas hecho por Moscú. Los doctores cubanos, instructores de deportes y personal de seguridad pronto estaban volando en la otra dirección, ayudando a suplir de personal los varios programas que Chávez denominó “Misiones”, y que estaban diseñados para reducir la pobreza y la enfermedad en algunos de los lugares más deprimidos y rurales de Venezuela. Chávez y Castro viajaron juntos y frecuentemente se visitaron en los países de cada uno y era obvio el cariño que cada uno sentía por la compañía del otro.

En una visita a Caracas en 2005, poco después de que Chávez había anunciado que el socialismo era la vía del progreso para su revolución y para Venezuela, me entrevisté con él en el palacio presidencial. Estaba extasiado con un fervor revolucionario recién encontrado. En una entrevista con campesinos pobres anunció la expropiación de varios latifundios en el interior y les dio la instrucción, cargada de euforia, de que se organizaran en colectivos y cultivaran las tierras confiscadas. “¡RAS!”, gritaron felizmente, repitiendo el grito varias veces. “¡RAS!”, el acrónimo significa, dijo un consejero: “Rumbo al socialismo”. Pero el mensaje nunca salió de verdad. Los intentos de Chávez de reforma agraria parecían mal planeados y algo fuera de tiempo, un poco como él, cuando en otras épocas Latinoamérica estaba dominada por caudillos y había una Guerra Fría con un mundo claramente polarizado.

Algunos años después le pregunté por qué quiso adoptar el socialismo tan tarde. Él reconoció que había llegado a él mucho después de que la mayoría del mundo lo había abandonado, pero dijo que se había conectado con él después de haber leído la novela épica de Víctor Hugo, Los miserables. Eso y escuchar a Fidel.

Empujado por millones de dólares provenientes de la subida en los precios del petróleo, Chávez había ganado influencia significativa en años recientes a lo largo y ancho del hemisferio, dando cuerpo a relaciones estrechas con un buen número de regímenes emergentes de izquierda que, en algunos casos, subsidiaba y ayudaba a moldear en Bolivia, Argentina y Ecuador, y también en Nicaragua, de nuevo liderada por el viejo líder sandinista Daniel Ortega. Creó también un bloque de comercio, el ALBA, con el propósito de contrarrestar la hegemonía económica estadounidense en la región. Pronosticaba un desvanecimiento de la influencia de los Estados Unidos y una oportunidad, por fin, de revivir la gran visión de Bolívar.

De alguna manera, Chávez estaba en lo correcto. La influencia de los Estados Unidos se había desvanecido en la última década en América Latina; el momento era bueno. Pero en la región, no fue Venezuela sino Brasil, finalmente emergiendo de su sopor como motor económico y político regional, el que comenzó a llenar ese vacío. El último líder brasileño, Lula, también un populista de izquierda, de la misma manera hizo de “el pueblo” y el alivio de la pobreza una prioridad de su administración y, con un mejor equipo de gobierno y sin toda esa confrontación polarizante con el “imperio”, tuvo éxito en un nivel impresionante. En Venezuela, en contraste, la revolución de Chávez sufrió por la mediocridad de sus administradores, la ineptitud y la falta de seguimiento.

¿Qué queda, a cambio, luego de Chávez? Un vacío enorme para los millones de venezolanos y demás latinoamericanos, la mayoría pobres, que lo veían como un héroe y un patrón, alguien que se preocupaba por ellos de una manera que ningún líder político en América Latina en la memoria reciente lo había hecho. Para ellos, ahora, habrá desencanto y una ansiedad de que no vendrá nadie como él, no con un corazón tan grande y un espíritu tan radical, en el futuro próximo. Y probablemente están en lo correcto. Pero también lo está el chavismo, que no se ha entregado. El sucesor designado por Chávez, Nicolás Maduro, sin duda continuará con la revolución, pero los males económicos y sociales del país están creciendo y parece probable que, en un futuro no muy distante, cualquier desespero venezolano por la pérdida de su líder se extenderá sobre la incompleta revolución que dejó atrás.

En la cola final de un viaje que Fidel y Chávez hicieron juntos en 2006, Castro se enfermó de diverticulitis y por poco muere, lo que lo llevó a renunciar a la presidencia de Cuba un año y medio después, y a ceder el poder a su hermano menor, Raúl. Yo estaba en el avión de Chávez cuando voló a Cuba, a comienzos de 2008, a congratular a Raúl. En La Habana, Chávez desapareció, para ir a visitar a Fidel, quien aún se encontraba enfermo y recluido. En el vuelo de regreso, al siguiente día, Chávez reportó feliz a todos quienes íbamos a bordo de su avión: “Fidel está bien”. Y agregó: “¡Fidel me pidió que les diera su saludo a todos ustedes!”. Cinco años más tarde, los Castro, ambos octogenarios, siguen vivos, y es Chávez quien ha salido de la escena.

 

•Publicado en ‘The New Yorker’, horas después de conocida la muerte de Chávez, y reproducido bajo autorización del autor.

Por Jon Lee Anderson* / Especial para El Espectador

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