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Las víctimas en otras guerras

Los derechos políticos son una de las necesidades que, sin importar el conflicto, siempre requiere esta población.

Víctor de Currea-Lugo *
10 de junio de 2014 - 02:49 a. m.
Refugiados ruandeses regresan a la ciudad de Gisenyi en 1996, dos años después del genocidio. / AFP
Refugiados ruandeses regresan a la ciudad de Gisenyi en 1996, dos años después del genocidio. / AFP
Foto: AFP - ABDELHAK SENNA

¿Qué diferencia hay entre una mujer violada por los miembros de Boko Haram en Nigeria o por los soldados de los Estados Unidos en Irak? ¿No es acaso esencialmente la misma desesperanza la que tiene un refugiado sirio y un refugiado maliense?

Tal vez sea riesgoso, pero podemos atrevernos a decir que el dolor de las víctimas sí constituye una experiencia universal. Las víctimas han sido, en general, las grandes sacrificadas de las guerras y las grandes olvidadas de la paz. Muchos procesos de paz las olvidaron por completo. No tenían derecho ni a voz ni al Derecho.

Ya sea de mano de la acción humanitaria y sus organizaciones o de tribunales internacionales, la noción de dignidad de la víctima ha ido ganando espacio. El holocausto de la Segunda Guerra Mundial dejó como legado (tal vez el único legado destacable de tan terrible guerra) el discurso de los Derechos Humanos en su versión actual, incluyendo el Derecho Humanitario y el Derecho de los Refugiados. Luego, con el advenimiento del Derecho Penal Internacional, las víctimas han ido ganando reconocimiento.

Hasta los años 90, los procesos de paz no estaban cruzados por la demanda de justicia de las víctimas. Los miles de civiles muertos en Vietnam o en Nicaragua simplemente pasaban al olvido. Ruanda revivió la famosa consigna del “Nunca Más”, proclamada cinco décadas después del holocausto nazi, con lo cual el mundo reconoció de nuevo el rostro de las víctimas. Así lo había hecho, parcialmente, en la masacre contra palestinos de Sabra y Shatila, el genocidio de Srebrenica, la hambruna producto de la guerra en Biafra, entre otros casos.

Son los tribunales especiales para la antigua Yugoslavia y para Ruanda los que reivindican, en el plano jurídico internacional, un puesto para las víctimas. Por eso, los conflictos actuales ya no pueden repetir el esquema de negociación entre las partes combatientes, que pactan mutuamente impunidad absoluta, olvido de los crímenes y archivo del dolor. Las mesas de negociación de hoy en día tienen un nuevo actor: las víctimas, y un nuevo punto de la agenda: el castigo de los crímenes en su contra. Eso hace más complejo el proceso pero, sin duda, más justo y por tanto más cercano a una paz real.

Las víctimas tienen voz propia, tienen derecho a tener y expresar sus opiniones políticas, no están obligadas a ser “buenas víctimas”, se les debe reconocer su capacidad de agencia y son libres de decidir qué perdonan. Las víctimas se pertenecen a sí mismas, las organizaciones tanto oficiales como de la sociedad civil pueden acompañarlas en sus luchas pero no reemplazarlas, ni mucho menos instrumentalizarlas.

Recuerdo que unos integrantes de la sociedad de Darfur fueron invitados por parte del gobierno de Sudán para participar de una conferencia internacional. El gobierno elaboró una agenda previa de lo que debería ser el papel de la sociedad civil frente al proceso de paz. A pesar de todas las argucias oficiales y con las pocas herramientas conceptuales que tenían los marginados habitantes de Darfur, estos presentaron una contrapropuesta que demostraba su capacidad de agencia.

Las demandas de las víctimas se pueden agrupar en múltiples categorías, ellas (para decirlo de manera simplista) corresponden al reclamo de ciertos derechos y a la exigencia de ciertos bienes (materiales e inmateriales). Estos reclamos están determinados, como es obvio, por el tipo y la intensidad de las crueldades en su nombre, conocidos como crímenes de guerra. Y la respuesta esperada frente a tales hechos no es homogénea, mientras la desaparición necesita de justicia y de acompañamiento en términos de salud mental como en Siria, la restricción al suministro de alimentos podría requerir de centros nutricionales, como en Somalia.

Las restricciones de acceso a las víctimas, y de éstas a las ayudas, modifica (así sea temporalmente) sus agendas. Darfur nos enseñó a priorizar la atención a víctimas de violencia sexual, Somalia las consecuencias de la hambruna, Birmania las enfermedades epidémicas, Siria los heridos de guerra.

El desespero por encontrar respuestas puede incluso aumentar el conflicto. En Indonesia, luego de una larga cadena de violaciones de Derechos Humanos en contra la población civil, en un marco de creciente impunidad, algunas de las víctimas terminaron uniéndose a la lucha armada. Hubiera bastado un modelo adecuado de acceso a la justicia para evitar que las víctimas se volvieran combatientes.

Una tendencia observada en muchos conflictos es el egoísmo de la victimización; es decir, la convicción dogmática de que son “más víctimas” aquellas con las que tengo mayor identidad política o ideológica. Para los combatientes de Hizbollah, las víctimas son los civiles que apoyan el régimen Bashar al Assad; para los combatientes del rebelde ELS, las víctimas son los civiles afectados por las acciones del Estado sirio. Esta manipulación instrumentaliza a la víctima, enquista el conflicto y cierra el dialogo social al desconocer el dolor de una parte de la sociedad.

Los reclamos de verdad, justicia y reparación deben ser atendidos reconociendo el peso vital y existencial de tales procesos en las víctimas. De la misma manera, los requerimientos de ayuda material deben ser oportunos y adecuados. En otras palabras, no puede negarse la ayuda material cuando esta se requiera so pretexto de evitar “el asistencialismo”. Igualmente, cuando una víctima solicita justicia no debe respondérsele con la entrega de alimentos.

La víctima tiene derecho, de manera imperativa, a ser reconocida en calidad de sujeto político. Esto echa por tierra todo tipo de manipulación que busque imponerle a éstas un supuesto discurso de “neutralidad”. La movilización social y política no es un privilegio para las personas que no han sido víctimas de un conflicto sino que es, precisamente, un espacio para que la víctima se supere como tal y ejerza su condición de ciudadano.

Lo anterior fue uno de los grandes debates cotidianos en el manejo de los campos de desplazados en Darfur, en donde las víctimas hacían manifestaciones, creaban organizaciones y generaban demandas de justicia. A todo esto, el gobierno respondía con una profunda criminalización de la protesta y la sistemática negación del carácter de víctima a todo desplazado que no se resignara a ser un sujeto pasivo.

Los poderosos, los sujetos armados, tienden a negar la naturaleza de víctima de los afectados por la guerra y a veces hasta su propia naturaleza humana. Los judíos se volvieron durante el Holocausto en “los piojos”; los tutsis en Ruanda fueron simplemente “cucarachas”. En Siria, Palestina y Chechenia, las víctimas que se oponen a sus opresores y que exigen respeto se les llama “terroristas”. La intolerancia social y política es uno de los ingredientes para negarles a las víctimas la condición de tal y hasta de seres humanos. Como solía decir un amigo, “una víctima es alguien como tú o como yo, pero que está en un mal momento”.

*Profesor Universidad Javeriana

Por Víctor de Currea-Lugo *

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