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Tierra abonada para empresarios

Desde hace 16 años el sector agropecuario registra un pobre desempeño. Hoy está sometido al poder del dinero.

Norbey Quevedo H.
03 de octubre de 2009 - 09:00 p. m.

Vuelve y juega el debate sobre el problema agrícola en Colombia. Esta vez por cuenta del Programa Agro Ingreso Seguro (AIS), una iniciativa destinada a proteger los ingresos de los productores del campo ante las distorsiones derivadas de los mercados externos y la internacionalización de la economía, que terminó cuestionado por la misma razón que los detractores del Gobierno le atribuyen a su política agraria: privilegiar a los empresarios del sector por encima de los campesinos que trabajan la tierra.

El modelo no era tan evidente en 2002, cuando el entonces candidato presidencial Álvaro Uribe Vélez expuso su manifiesto democrático de 100 puntos. En dicho documento quedó escrito que, en oposición a las “importaciones desbocadas” debía imponerse una protección razonable de regulaciones sociales. Y que debía implantarse “una fraternidad en la tenencia de tierras, sin feudalismo ni lucha de clases”. Tierra adquirida a precios de mercado y “entregada a grupos asociativos”.

Una vez en la Casa de Nariño, la primera iniciativa del Gobierno Uribe fue cambiar las reglas de juego en el manejo agrario, por lo cual, en mayo de 2003, en desarrollo de facultades extraordinarias para promover una reforma administrativa, le dio vida al Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder), que además de asumir las funciones del Incora, el Inat, el DRI y el Inpa, planteó una nueva visión basada en los procesos de liberalización comercial e internacionalización de la economía.

No obstante, en pocos meses, el Incoder ya era objeto de diversos cuestionamientos, al punto que la Procuraduría General de la Nación, entonces en cabeza de Edgardo Maya Villazón, calificó de inoperante su gestión, advirtiendo que, en la práctica, el dilema agrario pasaba por resolver una situación coyuntural específica, derivada de la lucha contra el narcotráfico, el conflicto armado y los procesos de desmovilización y reinserción. En otras palabras, un problema social asociado con la seguridad en el campo.

A los obstáculos del momento se sumó la eterna crisis del sector agropecuario, con un paupérrimo desempeño a lo largo de la última década. Una realidad agravada por un diagnóstico demoledor. La posesión de la tierra en Colombia siempre ha estado asociada con episodios de violencia, el desempeño mediocre ha sido la característica de los entes creados para desarrollar políticas rurales, nunca ha existido un mercado regulador de tierras y ha sido bajo el esfuerzo para la compra de las mismas.

Aún así, a través de diferentes documentos del Consejo Nacional de Política Económica y Social (Conpes), el Gobierno Uribe fue desarrollando su política agraria, con emisión de bonos, empréstitos para capitalizar microempresas rurales y dos objetivos claros: el desarrollo competitivo de la siembra de palma africana y caña para fortalecer la producción de biocombustibles. De alguna manera, este doble objetivo pasaba por otra necesidad: crear un estatuto de desarrollo rural que se adecuara al nuevo modelo para el campo.

En medio de intensos debates públicos, así nació la Ley 1152 de 2007, que además de darle su primer retoque al Incoder, le dio luz al Estatuto de Desarrollo Rural, basado en la urgencia de potenciar la capacidad productiva y decisión empresarial de los propietarios ubicados en las zonas rurales. Un extenso articulado que reguló el manejo de subsidios para compra de tierras, creando de paso una intensa polémica por lo que sus opositores denominaron el intento de legalizar ocupaciones para el latifundismo.

Lo cierto es que a pesar de que las mayorías uribistas aprobaron la norma en el Congreso y el Estatuto de Desarrollo Rural dio pie a nuevas estrategias para financiar proyectos productivos a través de convocatorias públicas, en el contexto de la nueva política agraria, basada en la demanda de proyectos previamente identificados, por un craso error se cayó en la Corte Constitucional. No se consultó a las comunidades indígenas y afrodescendientes, y por eso fracasó la ley.

Hoy el ex ministro de Agricultura Andrés Felipe Arias sostiene que ese fallo destruyó la más completa colección de herramientas para proteger a los desplazados. En contraste, el senador Jorge Robledo manifiesta que afortunadamente ese fallo neutralizó el modelo plutocrático de concentración del poder que actualmente caracteriza al sistema agrario. De cualquier modo, este revés jurídico dejó en ceros la política gubernamental en materia agraria y al mismo tiempo activó los argumentos de los contradictores del Gobierno.

Cuando Andrés Felipe Arias oficiaba como ministro, a través del escándalo de la entrega de un predio de 17.000 hectáreas en Puerto Gaitán (Meta) a un grupo selecto de empresarios, en vez de otorgárselo a 80 familias víctimas de la violencia, quedó en evidencia cuál era la pelea de fondo. Este episodio, conocido como el caso Carimagua, le permitió a la oposición afilar sus argumentos para demostrar que el Gobierno, en materia agraria, evidenciaba su inclinación por favorecer los intereses de los empresarios.

En su momento, la senadora Cecilia López resaltó que de acuerdo con el Banco Mundial y de conformidad con el índice de Gini, Colombia está ubicado como uno de los países más desiguales del mundo, precisamente porque la concentración de la tierra alcanza niveles alarmantes. El debate en el Congreso y en la opinión pública dejó en evidencia que los pequeños agricultores no eran la prioridad del Gobierno. La política sigue apuntando por estimular los grandes capitales para crear empleo para los campesinos y sectores afines.

Un poderoso empresario y dirigente gremial, quien pidió reserva de su nombre, lo definió en estos términos: “A uno le toca quedarse callado, pero se está haciendo populismo con el tema agrario. En el fondo se favorece a quienes ostentan capital, mientras los campesinos siguen en su pobreza”. Una opinión que no se contradice con el criterio expuesto por el consultor agrario Eduardo Noriega, quien recogiendo opiniones de los campesinos, concluye que la desintegración social en el campo es producto del modelo que se está aplicando.

“El tema de la siembra de palma africana, muy rentable para los empresarios, a mediano plazo está resultando socialmente peor que la siembra de coca. Empobrece a los campesinos, los condena a trabajar como asalariados, los expulsa de su actividad natural y no se generan obras de infraestructura para las regiones”, agregó Noriega. Una opinión no muy distante al análisis que ha venido haciendo el Centro de Estudios Económicos de la Universidad de los Andes (Cede), al advertir que los apoyos estatales están concentrados.

En este contexto de una política agraria a flote, con dudosas cifras de desarrollo y un galopante crecimiento de las importaciones de productos de consumo, se genera el actual debate sobre los reales beneficiarios del programa Agro Ingreso Seguro (AIS), reglamentado en abril de 2007. Como en episodios tales como el abusivo aprovechamiento de algunos palmicultores en la región de Urabá para quedarse con las tierras de las comunidades negras de Curvaradó y Jiguamindó, el asunto es el mismo: la entrega de la tierra para quienes tienen el poder para usufructuarla.

El Gobierno sigue creyendo que el desarrollo rural se hace a través de incentivos, apoyos y subsidios con mecanismos por demanda, mediante convocatorias públicas. Sin embargo, el pasado diciembre de 2008, en el documento Conpes 3558, también reconoció que los campesinos no entienden ni conocen cómo son esos procedimientos. “Son tan complejos”, observó el senador Jorge Robledo, que en el fondo se convierten en un impedimento para que los campesinos sepan cómo acceder a los beneficios para trabajar la tierra.

“Son tan técnicos y rigurosos los procedimientos, que se han creado carteles de tramitadores y abogados que, a altísimos costos, saben cómo reunir esos requisitos en detrimento de los pobladores rurales”, agregó Robledo. En su defensa, el ministro de Agricultura, Andrés Darío Fernández, sostiene que gracias a esos programas se han beneficiado 316.000 familias que viven del campo, pero que se trata de proyectos para mejorar la competitividad y la productividad del sector agropecuario.

Lo cierto es que atando cabos de sucesivos episodios, salta a la vista que el modelo agrario que en el Manifiesto Democrático del presidente Uribe se hablaba en 2002 de seguridad alimentaria y empleo como las bases del desarrollo agrícola, hoy acumula un rosario de puntos negros. Créditos de Finagro a narcotraficantes o paramilitares, funcionarios destituidos por enredos en la adquisición de tierras o entrega de beneficios a empresarios del sector privado a costa de muchos colombianos que quieren un pedazo de tierra para vivir en paz.

El ministro Andrés Fernández le salió al paso al escándalo de Agro Ingreso Seguro referenciando a algunos notables como beneficiarios. Estos mismos personajes lo desmintieron recordándole que una cosa es asumir créditos con bajos intereses a ser beneficiario de dineros no reembolsables. Aún no está claro por qué algunas reinas de belleza, políticos y empresarios regionales sí fueron amparados por Agro Ingreso Seguro. La Fiscalía ya se metió en el tema, la pelotera apenas comienza. La política agraria amerita debate, porque a toda vista sigue en veremos.

Por Norbey Quevedo H.

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