Los marchantes del régimen

Última entrega de la investigación de Connectas* sobre el tráfico de obras de arte promovido por el régimen de Hitler y que incluyó en Colombia al comerciante alemán Karl Buchholz.

Especial para El Espectador
21 de marzo de 2016 - 08:33 p. m.

Uno de los cuatro comerciantes de arte autorizados por los nazis se radicó y murió en Colombia. Cuando falleció, su imagen era la de un próspero librero y sólo luego trascendieron los interrogantes sobre su pasado.

Hubo tres países europeos neutrales durante la Segunda Guerra Mundial por los que se movieron casi todas las obras saqueadas y robadas por los nazis que luego cruzaron el Atlántico, para quedarse en Estados Unidos y América Latina: Suiza, España y Portugal. Y con los tres países tuvo relación el librero y comerciante de arte alemán Karl Buchholz.

Nacido en 1904 en Gotinga, Buchholz murió tranquilo y lleno de prestigio y buena reputación en 1992 en Bogotá, donde fundó una de las librerías más importantes que Colombia tuvo en la segunda mitad del siglo XX.

En América Latina, hasta entonces, nadie nunca había cuestionado su trayectoria. Esto sólo sucedió en 2013, cuando el mundo descubrió asombrado que más de 1.500 obras de arte robadas durante la guerra permanecían escondidas en Múnich (Alemania), en el apartamento de Cornelius Gürlitt, hijo de Hildebrand Gürlitt, uno de los cuatro marchantes de arte que, se ha comprobado, fueron autorizados en 1939 por el régimen nazi para comprar y vender obras, en su mayoría del llamado “arte degenerado”. Los otros tres marchantes eran Ferdinand Möller, Bernard Böhmer y Karl Buchholz. Este último, muy cercano a Gürlitt.

Los reportes desclasificados que hoy reposan en los Archivos Nacionales de Estados Unidos, a los que esta investigación tuvo acceso, describen a Buchholz como un próspero comerciante alemán, alto y simpático, que antes de ser marchante de arte fue librero.

La información sobre Buchholz, aclaran los documentos, “es conflictiva y ambigua” y nunca pudieron comprobarse muchas de las sospechas que sobre él se cernían, pues, mientras en su primer período en Berlín fue descrito como un “antinazi” que se arriesgaba exhibiendo pinturas condenadas por el régimen, razón por la cual fue multado hasta con 5.000 marcos de la época, años más adelante se le acusó de ser agente de los mismísimos jerarcas nazis Joseph Goebbels (ministro de Propaganda) y Joachim von Ribbentrop (ministro de Asuntos Exteriores), para abrir con su nombre cuentas bancarias en lugares considerados “seguros” para ellos, como Argentina, donde algunas fuentes dijeron que hacia finales de los años 40 también habría comercializado arte robado tras huir de Portugal.

Entre los testimonios que lo defienden están los de algunos de sus empleados en Berlín y el de su hija Godula, que hace dos años le contó a la revista colombiana Semana que, en 1941, la Gestapo le cerró la galería en Berlín por una sola litografía y luego lo interrogó una noche, “porque existía una galería con su nombre en Estados Unidos, un país enemigo”. Sin embargo, está demostrado con documentos que fue uno de los cuatro marchantes autorizados en 1939 por el Tercer Reich para negociar arte y eso lo ha dejado mal parado o, al menos, en una zona donde reinan los interrogantes.

De acuerdo con la historiadora estadounidense Susan Ronald, autora del libro Hitler’s Art Thief: Hildebrand Gürlitt, the Nazis and the Looting of Europe’s Treasures, que acaba de ser publicado en su país, cada uno de esos cuatro marchantes tenía algo distinto que aportarle al régimen nazi y por eso fueron los elegidos para tener permisos especiales, aunque existieran decenas de marchantes regados por Alemania y otros países que también hayan colaborado, sin saber o sabiéndolo, con la política sistemática de saqueo. “Fueron muchísimos los marchantes involucrados con la compra y venta de arte robado, pero estos cuatro tenían unos roles especiales y muy bien definidos”, explicó Ronald a esta investigación desde su casa en Londres.

Gürlitt —cuya abuela paterna era judía— era el art dealer mejor conectado y más importante de los poderosos industriales y empresarios de Alemania que en el período de entreguerras comenzaron a crear sendas colecciones de arte. Böhmer era escultor —vivía en el este de Alemania— y aunque Hitler decía que le gustaba su trabajo, terminó luego calificándolo de “degenerado”, por lo cual creyó que, al ser experto en ese tipo de arte, era el indicado para vaciar los museos alemanes de todas las obras modernas. Möller era un poderoso comerciante de arte de Berlín y, a pesar de que Buchholz también tenía un negocio en esa ciudad, la fortaleza de este último no radicaba en eso, sino en que era el hombre que tenía todos los contactos internacionales para comerciar arte, algo de lo que los demás carecían. Para la historiadora Ronald, de hecho, los viajes de Gürlitt a América Latina en los años 50 no habrían sido posibles sin la ayuda y los contactos de Buchholz.

“Para hacerse una idea de su enorme poder, basta saber que, solamente en 1940, estos cuatro marchantes autorizados vendieron unas 8.800 obras de arte y solamente en Suiza”, aseguró Ronald.

Prósperos años 30

En 1936, de acuerdo con los informes desclasificados, Buchholz llegó a tener casi 200 obras de artistas prohibidos por los nazis, como Max Beckmann, Paul Klee, Oskar Kokoschka, Pablo Picasso y Henri Matisse, que compró a precios irrisorios a museos alemanes, tras ser confiscadas y luego descartadas por pertenecer a la categoría de “arte degenerado”.

Con la orden oficial de Hitler de saquear las colecciones pertenecientes a judíos (y luego a otros enemigos), que en 1938 hizo de esa política algo sistemático, Buchholz pudo salir a vender esos cuadros por fuera de Alemania sin ningún obstáculo, casi siempre por valores mucho menores a los que tenían en el mercado.

En 1938, por ejemplo, el MoMA de Nueva York le compró varias piezas a través de su socio en Berlín, quien después se quedaría con la galería Buchholz en la Gran Manzana: Kurt Valentin. Las que no llegaron a Estados Unidos fueron vendidas en 1939 en una famosa subasta de arte moderno llevada a cabo en la galería Fischer de Lucerna (Suiza), que más adelante entró en la lista negra porque se comprobó que participó en la compra y venta de arte robado durante y después de la guerra, aún sabiendo el origen de las pinturas y cómo habían llegado a sus manos. De ahí que uno de los informes redactados por los aliados en 1945 califique a Buchholz como un “agente del gobierno nazi en 1938”.

En 1943, alegando ser un refugiado y con el argumento de que su abuela era judía, Buchholz huyó a Portugal, donde fundó la galería y librería New German Bookshop, en sociedad con el portugués Henrique Lehrfeld, que también terminó en la lista negra. En ese local se vendían libros, pinturas y esculturas traídas de Alemania a precios muy altos. Según los reportes desclasificados, en Portugal el arte robado por los nazis se escondía principalmente en dos lugares: la embajada alemana en Lisboa, donde se construyó una enorme caja fuerte para ello, y la librería y galería de Buchholz y Lehrfeld, ubicada en el número 50 de la Avenida da Liberdade.

Poco después, Buchholz abrió otras tres galerías: una en Madrid, otra en Bucarest y una última en Nueva York, en compañía de un hermano que tenía la nacionalidad estadounidense. El problema es que, como lo explica Susan Ronald, el hermano de Buchholz siempre fue sospechoso de comerciar arte robado, pero el FBI estaba confundido porque quien realmente administraba la galería y era, de facto, el dueño del negocio era Kurt Valentin, viejo socio de Buchholz en Berlín y un hombre muy popular en ese momento entre los grandes museos, galerías y coleccionistas de Estados Unidos.

Aunque Godula afirmó que ambos terminaron peleados después de la guerra, aceptó que tenían una comunicación muy fluida durante el conflicto y que era Valentin el que le decía a su padre qué tipo de obras necesitaba y se podían poner en el mercado estadounidense, con el fin de que Buchholz se las enviara. Diciente es una carta escrita a un coleccionista judío que escapó a California, en la que Valentin asegura: “Los tiempos nunca habían sido tan buenos; soy rico, puedo conseguirle pinturas donde sea y de quien sea, sólo déjeme saber cuál quiere y yo se la consigo”.

En el libro de Susan Ronald sobre Hildebrand Gürlitt, que fue lanzado a finales de 2015, se narra un episodio que vuelve a posar un manto de duda sobre el comerciante alemán. El 5 de mayo de 1945, sólo tres días antes de la rendición alemana, Buchholz voló a Madrid en el avión privado de Hermann Goering, número dos del régimen nazi, después de Hitler, con una colección de arte. Nadie nunca supo cuántos cuadros iban ahí ni cuáles eran, pero un espía francés vio aterrizar a Buchholz en la capital española y luego se lo contó a los Aliados.

En Madrid, según Ronald, y como lo confirman los documentos desclasificados, el negocio de Buchholz nunca fue registrado y éste operaba de manera ilegal, pero no podían interrogarlo por ser España un país neutral. Ya para agosto de 1945, un nuevo informe del FBI vuelve a advertir sobre el comerciante alemán, pues fueron encontradas varias comunicaciones con su secretaria, quien les enviaba directamente información a Goebbels y a Von Ribbentrop sobre las posibilidades de vender arte robado en países neutrales.

La tranquila Suramérica

Buchholz comenzó a viajar a Argentina y a Brasil en los años 40 y varias de esas visitas las hizo en compañía de Gürlitt, cuando los nazis dieron la orden de recuperar la mayor cantidad posible de arte robado y ya la derrota alemana en la guerra era inminente. Pero fue sólo a comienzos de los 50, con el argumento de que debía huir del comunismo, cuando Buchholz decidió instalarse en Bogotá y comenzar a construir lo que luego se convirtió en un prestigioso imperio de varias galerías y librerías. Durante las décadas siguientes, todo el que tuviera que ver con el mundo del arte y la literatura en Colombia debía pasar por el negocio de Buchholz. Era imprescindible.

¿Cómo logró pasar de agache y ocultar su pasado lleno de bemoles al instalarse en Colombia? Para Ronald, la respuesta es simple: “El dinero. Cuando tienes mucho dinero todo es posible. Además, Buchholz era un tipo muy simpático, buen mozo, encantador, que hablaba un hermoso español. En esa época América Latina aparecía como el mejor lugar para los que tenían que huir de Europa, tanto víctimas como victimarios. La gente no hacía muchas preguntas en Suramérica cuando llegaba algún extranjero. Si hubiera sido hoy, con todos los controles, regulaciones bancarias y demás, sería imposible que Buchholz entrara a Colombia. Pero nada de eso existía en los años 50. Con su simpatía y todo el dinero que tenía, le resultaba mucho más fácil, no había que dar muchas explicaciones. Yo no creo que Buchholz fuera nazi, creo más bien que supo sacarle todo el provecho financiero a la situación, a la llegada del nazismo al poder y a la guerra”. (Vea el especial completo aquí)

* Investigación realizada con colaboración de AM, de México; El Mercurio, de Chile; Estadão, de Brasil, y ArmandoInfo, de Venezuela. Connectas es una plataforma de periodismo de investigación para las Américas, aliada de El Espectador.

CONNECTAS

Por Especial para El Espectador

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