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Consumo de drogas subió en el campo

Los esfuerzos por frenar el tráfico de drogas en el país han traído un efecto indeseado: el aumento de los consumidores en las zonas rurales productoras y de tránsito de estas sustancias.

María Paula Rubiano
14 de febrero de 2016 - 02:00 a. m.

Ahogado por el humo que liberan los tallos y las hojas de las plantas de marihuana quemándose alrededor de la escuela, un profesor de la vereda Sesteadero, en el municipio de Toribío (Cauca), suspende las clases. Los estudiantes salen del centro educativo. Unos cuantos se dirigen a casa, y otros directo a los lugares en donde prepararán la hierba para venderla, al día siguiente, a sus compañeros.

El problema del consumo de drogas ilegales en este municipio del norte del Cauca es reciente. Pero su caso no está aislado. Según el Estudio Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas, publicado por el Observatorio de Drogas del Ministerio de Justicia, entre 2008 y 2013, en las poblaciones de no más de 200 mil habitantes, aumentó dos veces el número de personas que comenzaron a usar sustancias ilícitas. El viceministro de Política Criminal y Justicia Restaurativa, Carlos Medina, explicó que poco a poco se está reseñando la situación, pero hace falta sistematizar la información para medir la magnitud del problema.

Pero, ¿qué ha cambiado en regiones que históricamente han estado ligadas a la producción de drogas y que hoy están un aumento en el número de consumidores? El Espectador recogió cinco testimonios que pueden explicar este naciente fenómeno. Uno de ellos es el de Sigifredo Paví, comunero del resguardo del municipio de Toribío (Cauca).

De acuerdo con Paví, fue en 2013 cuando aparecieron sembradas las primeras plantas de marihuana en la vereda La Esperanza, en el resguardo de Tacoyó, habitado principalmente por indígenas nasas. “En 2014 hicimos una encuesta y encontramos que la mayoría de estos cultivos están financiados por personas externas a la comunidad, quienes convencen a la gente para que siembre la hierba a cambio de un buen pago. Aquí no hay otras fuentes de empleo”, explicó Sigifredo Paví.

Los datos del Observatorio de Drogas de Colombia muestran que entre el 60 y el 80% de las necesidades básicas en Toribío están insatisfechas. La pobreza extrema es el principal factor de riesgo para que un campesino cultive sustancias ilegales, según Silverio Espinal, jefe de la división técnica de la Corporación Surgir, que ha estudiado el fenómeno de consumo y cultivo de drogas en Antioquia y el sur del país.

Allí, desde hace dos años, cuando salen hacia la escuela, algunos niños llevan marihuana de tipo cripy -una variedad de la hierba que es más potente que el producto original- en sus bolsillos. Sus padres, cultivadores de coca, asegura Sigifredo Paví, son quienes les han dado la sustancia. Una vez llegan al colegio, los indígenas se la venderán a sus compañeros, niños que como ellos no superan los 13 años de edad.

Cuenta Paví que los cultivadores empiezan a comercializar la cripy en la comunidad cuando “el comercio se estanca porque los grandes compradores no alcanzan a llegar a la región”. Los últimos datos estadísticos que se recogieron en el municipio son del año pasado. “Vimos que entre 8.000 estudiantes, hay un total de 80 casos de consumidores. Encontramos cosas que nunca habíamos visto, como el uso de bazuco, cocaína y hasta pegante”, dijo Paví.

“En todas partes hay heroína”

Aunque en Santander de Quilichao (Cauca) se cultiva amapola desde hace más de 30 años, la heroína apareció cuando llegó la guerra contra las drogas, dice William Pineda, quien hasta el año pasado fue el director del Centro de Escucha y Afectamiento a personas de alta vulnerabilidad.

“Los grandes carteles del Valle tenían en las montañas a las personas que procesaban la droga para su exportación. Cuando el control estatal impidió que estas sustancias siguieran saliendo, en el municipio quedaron muchas personas que sabían cómo producir y que, además, tenían la tecnología para hacerlo”, relata Pineda. Fueron ellos quienes crearon las primeras redes de microtráfico.

Estas redes tienen una estructura para su distribución montada en el casco urbano. La proximidad con la sustancia es, según el viceministro Medina, uno de los factores de mayor riesgo para que una población se vuelva consumidora. Es el caso de Santander de Quilichao, donde, según cuenta Pineda, “la heroína es parte de la cotidianidad. Basta una llamadita para conseguirla”. La oferta elevada hace que un gramo de heroína, que hace 17 años valía $60 mil, hoy cueste $10 mil.

Raúl Tovar, director de la Corporación Viviendo, que trabaja en la prevención del consumo de drogas, explica que lo que pasa con los precios en Santander de Quilichao puede ser “en un sentido perverso, una estrategia de mercadeo. La ganancia no se produce por el alto costo, sino por los grandes volúmenes que se manejan. El abuso de estas sustancias ya no es exclusiva de las élites”.

Por lo grave de la problemática, en este municipio se estableció el plan piloto de tratamiento con metadona en el hospital Francisco de Paula Santander, y uno de los 39 Centros de Escucha (CE) que el Ministerio de Salud habilitó en 2013. Sin embargo, dice William Pineda, “el problema es que hay muchas herramientas y programas que están desarticulados entre ellos y por eso son completamente inefectivos”.

Entre la guerra y la coca

Tumaco (Nariño) es el municipio con más hectáreas de coca cultivada en el país, según cifras del último Monitorio de Cultivos de Coca: 8.963 a 2014. Según el Observatorio de Drogas de Colombia, los arbustos de esta planta jamás han abandonado la esquina inferior del litoral Pacífico. Para Silverio Espinal, “el consumo no sólo tiene que ver con la mayor disponibilidad de la sustancia, sino con el cambio social que genera a largo plazo el narcotráfico”.

En Tumaco, por ejemplo, la presencia prolongada de cultivos ha generado que todas las esferas de la comunidad estén conectadas al negocio de la droga. De acuerdo con Uberley Ramírez, terapeuta de la Fundación Hogares Buen Samaritano, dedicada a prevenir el consumo de droga en jóvenes de la región, “en cada barrio hay cuatro o cinco familias que se dedican a la producción de cocaína. Esto hace parte de nuestra economía”. Cuando por fin se vieron los resultados de la restitución de cultivos en el campo, se frenó el número de personas involucradas con la producción de droga y las hectáreas destinadas a esta producción ilegal. Pero el alivio no duró mucho.

Primero fueron el arroz y la palma aceitera, cuyos brotes se pudrieron infectados por un hongo que la comunidad llamó “peste blanca”. Después vino el cacao, pero dice Uberley Ramírez que era “muy demorado y menos rentable”. Cuando ninguno de estos cultivos dio resultado, hubo lugares donde se siguió sembrando coca, cerca de la frontera con Ecuador. “Pero como eran tan pocos, los viajes para sacar la droga ya no se justificaban. La droga se empezó a quedar acá para consumir”, cuenta Ramírez.

A esto se le suman los cambios de las dinámicas de la guerra en Tumaco. Cuenta Ramírez que cuando los paramilitares se desmovilizaron, muchos de sus miembros, que se habían convertido en adictos en la guerra, regresaron a sus humildes barrios, donde los niños y jóvenes “los veían como héroes”. A este referente negativo, explica, “hay que sumarle que los grupos al margen de la ley invitan a los jóvenes a fiestas donde siempre hay licor y drogas, y ellos, tratando de emular a sus ídolos, van cayendo en el círculo”.

Por esta mezcla de factores es que, según él, “estamos llegando a cerca de 20 mil jóvenes y adolescentes que pueden estar consumiendo, cuando hace cinco años eran alrededor de ocho mil”. Dice que debido a lo acelerado del incremento, el municipio no ha podido reaccionar como es debido: “a la fecha, Tumaco no cuenta con un plan de reducción de consumo de drogas”.

La coca que cae al río llega al pueblo

En 2014 la Armada Nacional lanzó una estrategia llamada Fuerza de Tarea Conjunta Neptuno, encargada de reducir la salida de cocaína por el Caribe. Ese mismo año, en el municipio de Juradó (Chocó), comenzó a venderse, por primera vez en su historia, clorhidrato de cocaína. José, un habitante del pequeño municipio que prefiere guardar su nombre real por cuestiones de seguridad, le explicó a El Espectador la relación entre ambos fenómenos.

“La Armada busca a las embarcaciones que pasan en la noche con la droga, y las bombardean. Quien va conduciendo la embarcación se comunica con su jefe y le dicen dónde se quedó la mercancía. Al otro día, los nativos que viven en los barrios a la orilla del río Juradó salen en sus lanchas a buscar la droga. Si la encuentran, negocian la reventa con los dueños, quienes les pagan $60 millones por recuperar una ‘paca’ (entre 25 y 30 kilogramos de cocaína)”, indicó José.

Usualmente, los “buscadores” se quedan con dos o tres kilogramos de la droga, que luego venden en el casco urbano. José le aseguró a este diario que el microtráfico se ha tomado el barrio La 20 y algunos colegios de la cabecera municipal. Añadió que “quienes consumen son los jóvenes del pueblo”.

Sin embargo, el problema no se limita a esta zona del municipio. Antes de los bombardeos, los indígenas emberas del resguardo de Santa Marta de Curiche estaban aislados del tránsito de sustancias que el río llevaba hasta Panamá. Pero con el aumento de las presiones militares sobre la vía fluvial, José cuenta que los traficantes comenzaron a pagarles a los indígenas $3 millones para que recorran los caminos del resguardo con las “pacas” llenas de droga a cuestas y que así, a pie, las lleven hasta Panamá.

* * *

Las consecuencias del consumo son palpables. A finales de 2015, en Juradó, dos jóvenes entraron a la finca de un hombre que recogía fruta para vender al otro día y según los testigos, bajo efectos de la coca, lo asesinaron. En Tumaco, contó Uberley Ramírez, “hay un aumento en los accidentes de tránsito porque los jóvenes, en medio de su traba, salen en su moto a toda velocidad”. Los habitantes de Santander de Quilichao ahora cierran con candado sus ventanas en la noche. En Toribío, varios estudiantes han sido expulsados de la escuela por venderles cripy a sus compañeros.

El comunero de este municipio, Sigifredo Paví, espera que las medias que se implementen para frenar esta situación lleguen a tiempo, pues cree que el problema aún puede detenerse. Sin embargo, es consciente de que se trata de una bomba de tiempo que, en cualquier momento, puede estallar.

La estrategia para frenar el consumo de drogas

En menos de diez años, la cantidad de personas que han consumido o consumen sustancias ilícitas se triplicó en Colombia: de un 1,6% de población consumidora en 1996, el país pasó a un 3,6% en 2013, de los cuales, 484.109 son adictos. Por esto, el Gobierno presentó en 2014 el Plan Nacional de Promoción de la Salud, Prevención y Atención del Consumo de Sustancias Psicoactivas.

El plan se articula con la política para la reducción del consumo de sustancias psicoactivas y su impacto, que cuenta con diversas estrategias para prevenir y reducir el consumo. Según el Ministerio de Justicia, “nunca antes en la historia nacional se contó con un plan como este”.

La estrategia cuenta con cinco componentes y pretende que el 100% de los municipios y departamentos del país desarrollen planes territoriales de reducción del consumo para 2021. Además, busca subir la edad del primer consumo de alcohol a los 14 años pues hoy está en los 13.

Menores de 13 años también consumen drogas

La Encuesta Nacional de Salud Mental de 2014 reveló que el 3,1% de los niños colombianos, entre los 11 y los 12 años de edad, han consumido alguna sustancia ilícita.

De éstas, la sustancia ilegal que más consumieron los menores fueron los pegantes o solventes (1,3%), seguido por la marihuana (1,2%). Lo que menos usaron fueron tranquilizantes (0,1%).

El documento, realizado por el Ministerio de Salud, demostró que la entrada a las drogas ilegales no necesariamente es gradual. Las sustancias que primero estarían consumiendo los niños son los pegantes y solventes, a los 12,2 años de edad. Luego seguirían con el ‘dick’ y el bazuco, iniciando los 13. Más tarde probarían la marihuana (13,65) y, finalmente, la cocaína a los 14.

Por María Paula Rubiano

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