Ejecución extrajudicial: el hijo pródigo que regresó en un ataúd

La familia de Camilo Azuero lo internó en Guarne (Antioquia) con la esperanza de que abandonara las drogas, pero él terminó reportado como muerto en combate en Segovia. Su caso, y 16 más, frenaron el ascenso a general del coronel Nelson Velásquez.

Diana Durán Núñez
27 de noviembre de 2016 - 02:00 a. m.
El odontólogo y la antropóloga forense resolvieron las dudas que expuso la familia Azuero Suárez. / Fotos: Gustavo Torrijos
El odontólogo y la antropóloga forense resolvieron las dudas que expuso la familia Azuero Suárez. / Fotos: Gustavo Torrijos
Foto: GUSTAVO TORRIJOS

“De nosotros, sólo mi hijo Andrés quiere ver los restos”, le dijo con voz quebrada Teresa Suárez al fiscal 57 de derechos humanos de Medellín. Él, escoltado por una antropóloga forense de rizos rojos y un odontólogo moreno, alto y de acento caribe, expresó que quizá era mejor recordar la imagen viva de la gente que uno ha amado y empezó a sumergirse en las palabras tiesas de las investigaciones penales. Pero en esa sala de velación de la funeraria Gaviria, sobre la avenida Suba, en Bogotá, los ojos apagados de Teresa solo veían en dirección del pequeño féretro café que tenía enfrente.

A su derecha le tomaba la mano su hija Catalina; a su izquierda, su hija Natalia. Mientras el fiscal hablaba, las tres mujeres, vestidas de negro, miraban el ataúd con incredulidad, con dolor, con impotencia. Era el 23 de noviembre de 2016 y a unos 15 kilómetros, a esa misma hora, el presidente Juan Manuel Santos exclamaba con fervor que la paz merecía una oportunidad. Demasiado tarde: la guerra ya había entrado en su casa. En ese ataúd yacía Camilo Azuero Suárez, el hijo al que dejó en un centro de rehabilitación para drogadictos en febrero de 2006, con 28 años, y que una década después recibió en una caja de madera.

Camilo Azuero Suárez es una de las 17 razones por las cuales el coronel Nelson Velásquez Parrado no pudo comenzar en enero de este año el curso de altos estudios militares que lo llevarían a ser general. Las otras son 13 hombres identificados y tres aún sin nombre que, al igual que Camilo, murieron en 2007 en misiones tácticas diseñadas para, supuestamente, “ubicar, neutralizar y someter narcoterroristas”. Así lo indican los documentos del Ejército que tienen la firma del coronel Velásquez y que, en teoría, eran los soportes de sus unidades para hacer las operaciones.

Un oficial destacado

El 31 de octubre del año pasado, el Comando General de las Fuerzas Militares anunció quiénes eran los 19 oficiales escogidos para unirse al curso de altos estudios. Cada candidato, dejaba saber el comunicado, había sido aprobado por el Gobierno Nacional, en una junta presidida por el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas. El coronel Velásquez llevaba más de 26 años al servicio del Ejército y tenía una hoja de vida llena de “múltiples condecoraciones”, como la medalla de servicios distinguidos de orden público. Su ascenso parecía ser apenas lógico.

Cuarenta días más tarde, el alto oficial se encontraba en un juzgado penal municipal de Medellín oyendo al fiscal 57 de derechos humanos, Luis Fernando Zapata Martínez, imputarle cargos. Fue entonces cuando arrancó la investigación formal en contra de este futuro general de la República. La Fiscalía tenía múltiples indicios de que él, como comandante del Batallón Especial Energético Vial Nº 8, había promovido el asesinato de personas civiles en Segovia y sus alrededores y los había reportado como integrantes de grupos ilegales muertos en enfrentamientos.

Luego de la misión táctica (llamada “Joel”) que les costó la vida a Camilo Azuero Suárez y a otros dos hombres el 2 de julio de 2007, y de seis misiones tácticas en ese mismo año que dejaron 14 muertos más, se redactó siempre una “lección aprendida”. En el informe de cuatro páginas que corresponde al caso de Camilo, el coronel Velásquez Parrado resaltó el profesionalismo de los soldados, “los principios de la guerra puestos en práctica” y hasta la ayuda de la población civil: los militares de la misión táctica “Joel” declararon que las tres “bajas” eran ladrones denunciados por habitantes de Segovia.

Caro Mesa, el delator

En la funeraria Gaviria, el fiscal Luis Fernando Zapata le explicó a la familia Azuero Suárez que la muerte de Camilo, de Cristian Jaramillo y de Carlos Javier Vásquez había sido un expediente anquilosado en la Justicia Penal Militar durante varios años. Allí, por ejemplo, se había logrado identificar a Camilo por sus huellas dactilares desde 2008 y, sin embargo, el dato nunca se reportó en el sistema de información de Medicina Legal para personas desaparecidas. Por eso, aunque uno de sus hermanos lo reportó como desaparecido en 2010, de la suerte que corrió solo se vino a saber cinco años después.

El golpe de suerte para la investigación —si es que esa expresión cabe aquí— fue, paradójicamente, otra ejecución extrajudicial: la del estudiante de undécimo grado Samir Díaz, reportado por el batallón Pedro Nel Ospina como “baja” en Bello, Antioquia, en 2005. En julio de 2010, siete militares fueron condenados a 31 años de prisión por este crimen; uno de ellos era el cabo Elvin Caro Mesa. Con otras investigaciones a cuestas, en 2015 el cabo Caro Mesa decidió cooperar con la Fiscalía y empezó sus delaciones con nombre y apellido: coronel Nelson Velásquez Parrado.

El cabo Elvin Caro Mesa fue subalterno del coronel en el Batallón Especial Energético Vial Nº 8 y, confesó en un interrogatorio, conocía los detalles del asesinato de Camilo Azuero Suárez, porque fue él mismo quien lo condujo a un sector conocido como El Cristo, junto con Cristian Jaramillo y Carlos Javier Vásquez, para que los tres fueran ejecutados por doce soldados que realizaron la misión táctica “Joel”. Sus delaciones tuvieron lugar el 29 de mayo de 2015: cinco meses antes de que se supiera que el coronel Velásquez Parrado haría el curso para ser general.

La versión del cabo Caro Mesa, quien fue expulsado del Ejército hace unos años, arrojó pistas fundamentales para la Fiscalía. Por ejemplo, ante el Juzgado 23 de Instrucción Penal Militar, todos los uniformados responsables de la misión táctica “Joel” afirmaron que en el enfrentamiento contra ese trío de “bandidos” un militar había recibido un disparo en una pierna. El cabo Caro Mesa explicó que al disparar una pistola calibre 38 plantada a uno de los muertos —para que la ciencia dijera después que ese muerto sí había disparado—, la bala cayó en el muslo del militar. Fue un interrogatorio corto pero estremecedor.

Reveló que con el aval del coronel Velásquez Parrado y del capitán Hanssen Gómez, cuadraba con un amigo suyo para trasladar víctimas de Medellín a Segovia. “Siempre se le pagaba de $600 mil a $700 mil por persona”, confesó. El capitán Hanssen Gómez fue condenado por tres ejecuciones extrajudiciales que el coronel Velásquez Parrado enfrenta ahora en juicio. En la funeraria Gaviria, el fiscal Luis Fernando Zapata apenas si dio algunos de estos detalles que figuran en el expediente, suficientes para que la familia Azuero Suárez entendiera cómo había funcionado la sentencia a muerte para Camilo.

Evidencia quemada

Camilo Azuero Suárez luchaba contra su dependencia de las drogas desde 1999, cuando terminó su servicio militar. Su familia asegura que fue en la base militar de San Cristóbal Sur, en Bogotá, donde se volvió adicto. Cristian Jaramillo, quien murió con Camilo, consumía bazuco, sacol y marihuana. No es coincidencia: la Fiscalía halló que la mayoría de las víctimas del Batallón Especial Energético Vial Nº 8 tenían adicción a las drogas o eran indigentes en Medellín. Todo, señala la Fiscalía, para “lograr resultados operacionales (...) y cumplir con la política de seguridad democrática” del presidente de la época: Álvaro Uribe.

Para su familia, su drogadicción se volvió un calvario, un infierno, un inri. “En mi casa se hacían todas las fiestas familiares y nadie volvió”, cuenta su madre. Camilo pasó de ser el que más ayudaba a sus padres, a robarse productos de su fábrica de confección. Circuló por centros de rehabilitación de Bogotá, La Calera, Tocaima, Villavicencio, Mariquita y La Mesa, pero las promesas de dejar las drogas y las aparentes mejorías pronto se evaporaban. Su familia fue espectadora de escenas tan inverosímiles como que la dueña de un centro se enamoró de él y le daba drogas para que no se fuera.

El último instituto de rehabilitación en el que estuvo se ubicaba en Guarne, Antioquia. A sus padres les habían asegurado que era el mejor, y en febrero de 2006, Teresa Suárez fue a internar al tercero de sus hijos en ese lugar, con la esperanza de que le devolvieran “al de siempre”. Camilo Azuero Suárez, como había hecho tantas veces antes, escapó y se fue a Medellín; con la diferencia de que esta vez cayó en manos de gente que, como si de un animal se tratara, lo entregó para que fuera cazado. El 2 de julio de 2007 le dispararon tres veces: dos por la espalda y una más, la que lo mató, le atravesó un pulmón.

El juicio contra el coronel Nelson Velásquez Parrado sigue adelante. Él, que no aceptó cargos, de acusado de delitos como homicidio en persona protegida y concierto para delinquir, y enfrenta una pena de hasta 60 años de prisión. Ante el juez del caso se discutirán pruebas como un documento que, para sorpresa de la familia Azuero, aportó la Justicia Penal Militar: es el acta que indica que el 24 de noviembre de 2015, dos días antes de que el coronel se entregara, el fiscal de Segovia, la personera y dos investigadores de la Sijín quemaron “evidencia embalada y rotulada (...) consistente con las tres bajas en el sector de Manipa y El Cristo”.

“Perdón, es que cambiamos de opinión: sí queremos ver los restos”, le dijo Natalia Azuero Suárez al fiscal tímidamente. Ella, sus hermanos Alejandro, Andrés y Catalina, y sus padres Luis y Teresa, lloraban al contemplar ese odioso féretro, que les enrostraba que su hijo y hermano ahora es una osamenta sin orden. Alejandro, el mayor, el diseñador gráfico, prefirió salir de la sala de velación cuando abrieron el cofre, que tenía encima un tejido con el rostro de Camilo. Catalina, su hermana, su mayor confidente, lo hizo la noche anterior a la entrega de los restos. “Nos reencontramos con mi hermano Camilo —fueron sus palabras—. No como lo esperábamos todos estos años”.

Por Diana Durán Núñez

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