El cuerpo mutilado de Bojayá

La historia detrás de una de las imágenes más emblemáticas del conflicto armado, el Cristo mutilado de Bojayá, cuenta la historia misma de pueblo que es capaz de reconstruirse después de que la guerra arrasó sus vidas hace 14 años.

Maria Paula Rubiano Atehortúa
03 de mayo de 2016 - 08:17 a. m.
César Romero para el CNMH. / César Romero para el CNMH.
César Romero para el CNMH. / César Romero para el CNMH.

El país entero vio sus piernas mutiladas, su nariz destrozada, los brazos arrancados de un tajo de su torso. El país entero vio su rostro ensangrentado, su expresión de profundo dolor. Colombia recuerda su cuerpo atado a un madero quemado, la ceniza sobre su pecho huesudo, restos de la explosión que ese 2 de mayo de 2002 destruyó su morada, la capilla San Pablo Apóstol de Bojayá (Chocó) y que se llevó 97 cuerpos más. Todo el país recuerda al Cristo de Bojayá, el día en que Dios abandonó ese pueblo a orillas del Atrato.

La historia es conocida: a las once de la mañana de ese 2 de mayo explotó un enfrentamiento anunciado once días atrás, desde el 21 de abril, cuando 250 paramilitares del Bloque Elmer Cárdenas de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), bajo el mando Freddy Rendón Herrera, alias el “Alemán”, entraron en pangas y aviones a la región que estaba bajo la ley y orden de las Farc. Desde el año 2000 ejercían un control total. El bloque noroccidental de la guerrilla, comandado por "Iván Márquez", hizo el primer disparo en la madrugada del primero de mayo. Por estos hechos, el Tribunal Administrativo de Chocó ratificó la condena al Estado colombiano que en 2014 el Juzgado Sexto Administrativo de Quibdó le impuso.

Los paramilitares huyeron del poblado de Vigía del Fuerte hacia Bellavista, cabecera municipal de Bojayá. Las ráfagas de metralla los siguieron y no se detuvieron a pesar de que las trincheras de los ‘paras’ eran las casas de los civiles. Ante la balacera, 300 pobladores de Bojayá se refugiaron en la iglesia color rosa, una de las pocas construcciones de material de aquel pueblo que ni teléfono tenía. Luego, los cilindros bomba de las Farc: primero al lado de la iglesia, luego detrás del hospital y el último, sobre el techo de eternit de la iglesia, que treinta años antes José de la Cruz Valencia trajo en su panga desde Quibdó.

En ese entonces, a finales de los años sesenta, la guerra aún no había entrado con su fuerza demoledora en la región de Medio Atrato. Por esas épocas, cuenta José de la Cruz Valencia, apenas iba llegando el primer párroco formal a la localidad de Bellavista, Efraín Gaitán Orzuela. El cura pensó que la pequeña iglesia del pueblo, construida en 1948, ya no era suficiente. Junto con los miembros de la acción comunal –cuyo presidente era José de la Cruz–, decidió, entre otros proyectos, construir un nuevo templo. Pidió además una nueva estatua del Cristo Redentor para coronar el altar. Nadie sabe a ciencia cierta quién la hizo ni de dónde la trajeron.

La gente aportó para el templo lo que pudo: arena, clavos, su propia fuerza de trabajo. José de la Cruz, constructor desde los 16, ayudó a poner el techo y la madera. Un empresario del vecino pueblo de Vigía del Fuerte donó materiales. Después de cerca de dos años de construcción, la capilla San Pablo Apóstol estaba lista. Solo faltaba el Cristo, que recorrió los 188 kilómetros que separan a Bojayá de Quibdó en una panga, arropado con telas de los golpes. Su bienvenida la hicieron el 16 de julio de 1966 —otros dicen que fue un año después—, en la Fiesta Patronal de la Virgen del Carmen. Después de la misa, como siempre en Chocó, se bailaron chirimías hasta el amanecer.

En Bojayá la Iglesia ha cumplido el papel que el Estado, no se sabe si por desidia o por incapacidad, no ha cumplido. El padre Efraín Gaitán construyó una veintena de viviendas para las personas más humildes del pueblo. En 1986 llegaron las hermanas agustinas misioneras que trajeron consigo proyectos agrícolas productivos. Cuando Efraín Gaitán se fue para Quibdó, llegaron los sacerdotes Janeiro Jiménez Atencio, Antonio Mena y Antún Ramos Cuesta. Este último se llevó al Cristo para que lo retocaran, pues el monte y su lluvia y sus bichos estaba destrozando, de a pocos, la monumental figura de cerámica.

Fueron estos tres curas los que vieron cómo el templo cayó sobre quienes lo habían levantado y sus familias. Fueron estos tres curas, sobre todo el padre Antún Ramos, quienes regresaron por los cadáveres, recogieron los pedazos de cuerpos humanos y trataron de rearmarlos. No se sabe, sin embargo, quién tomó lo que quedaba del cuerpo en cerámica del hijo del dios cristiano. Sin saberlo, ese alguien rescató una de las imágenes más simbólicas de la guerra en Colombia.

Cuenta Delis Palacios, una de las sobrevivientes y miembro de la Organización Étnica “Los Palenkes”, que el Cristo es importante porque representa la destrucción que vivieron en sus cuerpos los habitantes de Bellavista el día de la tragedia. “Él vivió lo mismo que nosotros, es la memoria viva de ese día que no puede repetirse”, dice. Por eso lo guardaron en una caja de madera después de que la creciente de los armados bajó su intensidad. Pero, como antes, la selva y sus lluvias, y los bichos y la violencia, empezaron a desmoronar lo que quedaba de la figura.

Por eso las hermanas agustinas misioneras junto a la comunidad decidieron que para el aniversario número 14 de la masacre, el Cristo redentor debía ser restaurado, más no completado. Pero ni las tiendas repletas de santos y vírgenes en la carrera novena de Bogotá, ni dos prestigiosas universidades creyeron posible restaurarlo. Solo un hombre, de nombre Fernando Cuellar, quiso hacerlo después de que la hermana Auria Saavedra entrara por casualidad a su taller en Chapinero y le contara la historia de Bojayá.

Unos días más tarde el celular de Fernando Cuellar vibró mientras oraba tras la muerte de su madre. “Fue como si el mismo Dios me llamara”, dice. Ese día, la hermana Saavedra había partido de la nueva Bellavista en Bojayá con el Cristo envuelto en cobijas de niño y plástico de burbujas. Todo el viaje, recuerda Auria Saavedra, lo llevó cargado entre sus brazos como si fuera un bebé. Al verlo, lo que más le impactó a Cuellar fue su expresión dolorida. Como si sus escultores supieran el destino que sufriría.

Cuellar trabajó en la escultura durante todo el mes de abril, de ocho de la mañana a siete de la noche. Le quitó la pintura con pinzas, luego rellenó las grietas que más tarde cubrió de yeso blanco. Reconstruyó la nariz y, después de un estudio de color para pintarlo de nuevo, se dio cuenta de que antes del paso del tiempo, este era un Cristo moreno. Con un marrón amarilloso cubrió su piel, que luego barnizó en dos capas distintas. Al mismo tiempo, iba moldeando dos réplicas que las monjas le pidieron para sacar en procesiones y otros actos religiosos.

El pasado 30 de abril, el Cristo redentor regresó a Bojayá. El 2 de mayo, 14 años después de la masacre, los habitantes de Bojayá conocieron la escultura restaurada. Tal como la nueva iglesia —una réplica exacta de la anterior—, el Cristo era el mismo de antes de la tragedia, pero más fuerte. En la carta que llegó con él, Cuellar les aseguró que a pesar del monte y la lluvia y los bichos, si lo mantenían en su urna de cristal, el original restaurado duraría más de 100 años. Solo la guerra, advirtió, podría acabarlo de nuevo.  


mrubiano@elespectador.com

Por Maria Paula Rubiano Atehortúa

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