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“Estudié derecho para salvar mi casa”

Durante diez años, una mujer libró una batalla jurídica con el banco Colpatria.

Jaime Flórez Suárez
27 de agosto de 2015 - 01:47 a. m.

El 28 de octubre de 2013, Alba recibió una carta que la dejó fría. Un juzgado le ordenaba, para saldar una hipoteca, el desalojo de su apartamento, por el que había empeñado hasta sus alhajas. Su abogado ya había asumido la derrota, le dijo que lo mejor era que abandonara su hogar. Pero ella, terca desde niña, se rehusó. En cambio se puso a leer la Constitución. Incluso, decidida a defenderse por sus propios medios, emprendió otro reto y se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad Santiago de Cali.

Con lo que aprendía interpuso acciones legales y después de sortear varios entuertos jurídicos, logró su objetivo: la Corte Suprema de Justicia ordenó al banco Colpatria que reestructure su crédito. De paso, reiteró un precedente para estos casos en los que están inmersos tantas familias: las entidades financieras sí tienen la obligación de renegociar un crédito antes de embargar el inmueble hipotecado.

En 1997, Alba consiguió al fin un apartamento propio, una vivienda de interés social en las torres de Comfandi, al norte de Cali. Allí se instalaron ella, su pequeña hija, su esposo y su suegra. Entre los ahorros de toda la vida y un subsidio estatal reunieron la cuota inicial. Los $13 millones restantes se los prestó el banco Colpatria en un crédito hipotecario pactado a 15 años y que, pasados casi 20, en vez de saldarse, se ha multiplicado.

Nunca se atrasó, hasta 2004, cuando las cuotas mensuales aumentaron desmedidamente. Dice que de los $300.000 que pagaba, le empezaron a exigir cerca de $1 millón, debido a los altos intereses promovidos por la UPAC (Unidad de Poder Adquisitivo Constante), cuya forma de determinar las deudas llevó a miles de colombianos a perder sus viviendas después de haber pagado varias veces el monto de sus créditos.

Las nuevas cuotas eran inalcanzables para Alba Arturo y su esposo, Wilson Saldarriaga, dedicados al negocio de la publicidad. Empeñaron pertenencias pero no había forma, el dinero no alcanzaba. “Nos habría tocado dejar de comer”, dice Alba, quien por ese entonces había pagado $20 millones por un préstamo de $13 millones. Después de interponer recursos legales, todos fallidos, el 18 de octubre de 2011 un juzgado de Cali ordenó la venta del inmueble en una subasta. El 4 de junio de 2013 el apartamento fue rematado y el mismo banco Colpatria, el mejor postor, lo compró.

Pasaron cuatro meses y llegó la carta de desalojo del juzgado. Alba quedó pasmada al imaginarse en la calle. Su abogado les dijo que abandonaran el apartamento. La zozobra comenzó. Desde ese día estaban siempre a la espera de la llamada de sus vecinos para avisarles que habían llegado a sacarlos. Fue tanta la angustia que Wilson sufrió un infarto, casi se muere.

En el juzgado le dijeron que su abogado no había sabido llevar el caso y que ya no había nada que hacer. Eso no la desanimó. “Si el tipo ese no pudo pues yo sí”, pensó. Y sin tener idea de derecho, comenzó a estudiar la Constitución Política y los códigos y se los devoró como si fueran obras maestras de la literatura. Se desvelaba revisando jurisprudencia. Estaba tan decidida que se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad Santiago de Cali. Allá llegaba después de la pesada jornada de trabajo. No se distraía de lo que decía el profesor y a cada cosa que aprendía le daba vueltas para ver cómo podría usarla para salvar su apartamento.

No era la primera vez que hacía algo así. Antes, cansada de los problemas que su esposo tenía con la persona que hacía los logos que estampaba en su trabajo, se puso a estudiar diseño gráfico, se graduó y se volvió la diseñadora del negocio. Después se tituló en sistemas para resolver los problemas de los equipos. Alba intentó una nueva negociación: le propuso al banco que le pagaría $72 millones diferidos a 15 años. Colpatria respondió que la oferta de recompra del inmueble “no cumple las expectativas económicas esperadas por el banco”.

Así que con lo que había aprendido en la universidad, redactó una tutela en la que reclamaba la protección de sus derechos al debido proceso, la vivienda digna, la equidad y la justicia. El Juzgado 19 Civil de Cali falló en su contra en primera instancia y además catalogó las acciones de Alba como temerarias ya que “desgastan el aparato judicial”. A pesar de ese reproche, ella siguió. Pero de nuevo, en segunda instancia, el Tribunal Superior de Cali se pronunció en su contra.

Mientras eso pasaba, a Alba intentaban desalojarla. Entraba la llamada. Cualquier vecino le avisaba que la Policía estaba ahí, que el cerrajero bregaba a abrir la puerta. Y Alba arrancaba apurada para su casa, subía las 120 escaleras en dos saltos y, con la copia de las tutelas y las querellas en curso, desbarataba la diligencia. Mandaba al inspector para la estación de Policía y al cerrajero a hacer llaves.

Con la angustia de que en cualquier momento la dejaran en la calle, Alba se jugó la última carta que le quedaba: apeló el fallo ante la Corte Suprema. La alegría fue desbordante y el alivio profundo, cuando se conoció la decisión, en la que se revocaron los dos fallos previos y se le ordenó al banco la reestructuración del crédito. La Corte, además, reprochó que fuera el banco el que había comprado la casa en el remate, señalando que no era un comprador de buena fe.

La Corte recordó en su sentencia que “la reestructuración es obligación de las entidades crediticias, a efectos de ajustar la deuda a las reales capacidades económicas de los obligados”. Un pronunciamiento que servirá de precedente para personas que estén al borde de perder sus viviendas, y para quienes, sin duda, la persistencia de Alba también es un precedente. “Uno dice banco y es como si dijera Dios, como si fuera invencible. Cuántos abogados tendrá ese banco. Pero nada es imposible. De tanto pelear con Goliat, lo derroté”, concluye la insistente estudiante de derecho.

Lea aquí el fallo de la Corte Suprema de Justicia.

Por Jaime Flórez Suárez

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