Publicidad

Heroína que resistió 14 crímenes

A sus 78 años, Carmen Tulia Ortega pasa sus días en audiencias de Justicia y Paz exigiendo saber qué pasó con sus familiares.

María Camila Rincón Ortega
12 de octubre de 2014 - 02:00 a. m.
Carmen Tulia Ortega llegó desplazada de La Dorada (Caldas) a Bogotá hace 12 años. / Pamela Aristizábal
Carmen Tulia Ortega llegó desplazada de La Dorada (Caldas) a Bogotá hace 12 años. / Pamela Aristizábal

A cuentagotas, la guerra enquistada en este país masacró a la familia de Carmen Tulia Ortega. Y la condenó a ser valiente. Entre 1997 y 2007 sus cuentas ascendieron a 14 parientes asesinados o desaparecidos por los paramilitares. Un baño de sangre que ella se niega a olvidar, aunque algunas fechas y lugares, a sus 78 años, le resulten borrosos. Hace tres semanas, el exjefe paramilitar Arnubio Triana Mahecha, alias Botalón, le pidió perdón en una audiencia de Justicia y Paz por haber asesinado a uno de sus sobrinos. Su respuesta fue un no rotundo que se explica en todas las muertes que ha llorado. (Vea el testimonio de la heroína que soportó 14 crímenes).

“Mientras yo viva no los perdono. Hay cosas que se perdonan… muchas, pero lo que nos hicieron, no. A mí nadie me puede obligar a perdonar, prefiero morirme, que me peguen un tiro. ¿Ahora los tengo que premiar por destruirme la vida? La mierda que yo he comido y que he visto a mis nietos comer, no tiene nombre. El que dice que perdona es porque no ha vivido lo que a mí me ha tocado”, suelta Carmen Tulia con rabia.

Este conflicto de más de medio siglo, se le llevó a dos de sus tres hijos varones. Durante ocho años, esperó detrás de la ventana que Luis Ángel, sargento de la Policía, y Luis Fernando, odontólogo, regresaran a La Dorada (Caldas). Los desaparecieron en 2001. De sus muertes se enteró por boca de su victimario, Alejandro Manzano, alias Chaqui, el hombre que los torturó tres días, les echó gasolina, les prendió fuego, los desmembró y botó los pedazos al río Guarinocito (Caldas). A través de una pantalla, el exparamilitar le dijo a Carmen Tulia que era imposible encontrar los restos.

“A mis hijos los mataron como unos animales y me piden que los perdone. Yo no tengo una tumba para ir a llorar, para llevarles flores a mis hijos, para recordarlos. No puedo perdonar eso. ¿A mí quién me responde por todo este sufrimiento? Uno puede superar la muerte de los papás, de un hermano, pero de un hijo, eso es imposible. Y eso que soy muy católica”, reitera. De hecho, nadie le saca de la cabeza que Santa Marta le hizo el “milagrito” de saber lo que había pasado con sus hijos. Luego de rezarle sin falta la novena a la virgen, la llamaron de la Fiscalía para darle esa terrible información.

“Yo pensé que me iban a decir dónde estaban, porque para mí seguían vivos. Ahí es cuando ese Chaqui me cuenta todas las atrocidades que les hizo. Le grité de todo, lo más horrible que se imagine. Y entonces me dicen lo del perdón, como si eso les fuera a devolver la vida a mis pobres muchachos”. Pero a Carmen Tulia el conflicto se le había aparecido muchísimos años antes, cuando la guerrilla mató a su papá. Un hecho que resume de un tajo, porque le parece que es muy atrás, que lo importante es lo reciente.

La violencia tocó a su familia el 24 de agosto de 1997 con el asesinato de su único hermano hombre, José Alberto Ortega. Le pegaron tres tiros al frente de la Iglesia de Norcasia (Caldas). 17 años después, nadie le ha respondido por este crimen ni por casi todos los demás. “Todo quedó en silencio, esta es la hora en que no se sabe quién fue, porque de los desmovilizados nadie se hace cargo”. Al año siguiente caería asesinado en Marquetalia (Caldas) Rubelio Zea, un familiar político.

Pero fue el jueves 22 de agosto de 2001 que empezó el calvario para Carmen Tulia. Ese día desaparecieron sus hijos, Luis Ángel y Luis Fernando. Este último administraba el balneario Los Barrancos, ubicado a 20 minutos de La Dorada (Caldas). Hasta allá llegaron seis hombres “armados hasta los dientes” para llevárselo. No lo encontraron. Empezaron a preguntar “y entonces un señor, un sapo, dijo que él no estaba pero que estaba el hermano, Luis Ángel, y pues le botaron el desayuno, lo levantaron a golpes y se lo llevaron amarrado”. Eso fue a las nueve de la mañana.

Una hora después, Luis Fernando ya sabía lo que había pasado. Llegó a la casa de su mamá, en La Dorada, para que le prestara una plata que ella se había ganado en una lotería. Luego de pedirle varias veces la bendición, salió sin dar muchas explicaciones. Iba camino a donde los paramilitares del frente Omar Isaza, que por esos días eran los señores del terror en seis municipios de Caldas y Tolima y cumplían las órdenes de Wálter Ochoa Guisao, alias El Gurre. Nada más y nada menos que una de las manos derechas del excomandante de las autodefensas del Magdalena Medio Ramón Isaza. Este último le diría años después a Carmen Tulia que el crimen de sus hijos se perpetró a sus espaldas.

El grupo criminal le había pedido a Luis Fernando $25 millones para liberar a su hermano. Era una trampa y una retaliación porque se negaba a pagar vacuna. Carmen Tulia insiste en que sus hijos nunca estuvieron amenazados. “Lo único que Luis Fernando me decía era que estaba mamado de que esos paramilitares llegaran allá al balneario a tomársele el trago, no le pagaran y después se le pusieran bravos cuando les cobraba”, comenta. Durante tres días, sus dos hijos agonizaron a punta de torturas en las 600 hectáreas de la hacienda caldense El Japón, propiedad del narcotraficante Jairo Correa Alzate, primo del entonces alcalde de La Dorada, César Alzate.

Precisamente, fue a este último a quien Carmen Tulia acudió cuando sus hijos cumplieron más de 72 horas desaparecidos. “Me fui a donde el alcalde y me pidió 12 horas para saber qué había pasado. Cuando volví a buscarlo, me dijo que me prestaba una lancha Johnson, me regalaba 40 galones de gasolina y 15 de aceite para buscarlos río abajo. Él ya sabía que estaban muertos”. La búsqueda, que se rehusó a acompañar, duró 16 horas y no tuvo resultados. No había rastro de sus hijos y le renació la esperanza de que estuvieran vivos. Pero la amenazaron.

“Me llamaban y no hablaba nadie. Sólo sentía que quebraban como chamizas, como que andaban por dentro de los rastrojos. Y yo decía: ‘Ay, si son mis hijos, mi Dios me los bendiga, papitos aquí los estoy esperando’, y me colgaban”. Después de una diligencia en la Fiscalía, tres hombres la abordaron y le dijeron que si seguía “chismoseando, vieja hijueputa”, le iba a pasar lo mismo que a sus hijos. Carmen Tulia denunció y le pusieron protección. Pero ya el riesgo era inminente y debía dejar La Dorada. Así que cogió a sus dos nietos, al único hijo que le quedaba, empacó la esperanza de encontrar a los dos desaparecidos y con un par de cositas arrancó camino hasta Manizales.

Ahí estuvo un tiempo, pero el 5 de febrero de 2002 terminó en Bogotá. “Me tocó reciclar, no me da pena decirlo, yo salía de noche con otras desplazadas a reciclar. Eso es trabajo. Fue lo que me llenó de canas y me envejeció”, cuenta Carmen Tulia. Tratando de sobrevivir en la capital, su rosario de muertos empezó a crecer. Primero se enteró de que a un familiar político, Faber Zea Quintero, “lo levantaron de la cama a las 6 de la mañana en agosto de 2002 y un tipo se lo llevó. No ha aparecido”. El 9 de diciembre de ese año asesinaron a uno de sus sobrinos.

La orden la dio Ovidio Isaza, alias Roque, el hijo de Ramón Isaza, porque supuestamente la víctima le arreglaba los carros a la guerrilla. Días antes del asesinato, Roque le prohibió al sobrino de Carmen Tulia bajar a Norcasia. Una advertencia que ignoró y terminaron matándolo frente a su esposa. A los dos meses cayó su otro sobrino, John Ortega. El 17 de febrero de 2003 se lo llevaron los paramilitares. Fue por este crimen que alias Botalón le pidió perdón hace tres semanas.

“Botalón dijo que sí, que él lo mató y que lo echó al río porque le dijeron que era de la guerrilla. También me contó que John los enfrentó y ellos lo aporrearon. Y como estaba muy golpeado, lo mataron y lo echaron al río”, dijo Carmen Tulia. Ese mismo año murieron Nevardo y Nicolás, dos familiares políticos . “Luego vino otro tío de mis nietos que era carnicero y lo mataron en La Dorada. En 2006 desaparecieron a Jorge Santamaría, un familiar lejano, cuando visitaba a sus hijos, y hoy no aparece”. Así fueron cayendo uno tras otro.

Carmen Tulia pelea con su memoria porque le deja escapar detalles y hechos. Incluso, ha olvidado parte de las historias de los 14 muertos. Pero eso no le impide sentenciar que la muerte no la abandona, “por todos lados me persigue”. Hoy, su mayor preocupación son sus nietos, los únicos capaces de espolvorearle un poquito de alegría a su vida. Teme infinitamente que les pase algo. “En la última audiencia, Botalón me preguntó si mis nietos estaban grandes. Yo le dije que sí, y que no vivían acá. ¿Qué tal ese bandido? Como si fuera a decirle dónde están para que los mate. Descarado”.

De los 12 nietos que tiene, no quiere enterrar a ninguno, pero teme que esta violencia cíclica también se ensañe con ellos. Sus días los pasa en audiencias de Justicia y Paz enfrentando a exparamilitares. Cuando puede, hace cursos de lo que sea, porque “si no me ocupo, termino loca… todo el tiempo pienso en mis hijos”. Eso sí, la altivez de su cuerpo no la ha podido doblegar el dolor y por eso se enorgullece en decir que la llaman Tulia, la valiente. Cómo no, si sobrevivió a las balas y aprendió a reclamar a sus muertos, a no callar.

 

mrincon@elespectador.com

@macamilarincon

Por María Camila Rincón Ortega

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar