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La justicia llegó a Trujillo

El comandante de la estación de Policía del municipio entre 1989 y 1991 fue sentenciado a 28 años de prisión por no evitar la oleada criminal que dejó 342 víctimas.

María Camila Rincón Ortega
11 de septiembre de 2014 - 11:30 a. m.
Marcha en memoria de las víctimas que dejó la masacre de Trujillo .  / Archivo
Marcha en memoria de las víctimas que dejó la masacre de Trujillo . / Archivo

El nombre de Trujillo, municipio de Valle del Cauca, es hoy sinónimo de dolor e impunidad por la barbarie que durante seis años padecieron sus habitantes. Una oleada de violencia que, entre 1988 y 1994, segó la vida de 342 personas. Hoy, tras 25 años, la justicia sigue hallando a los responsables: el pasado 29 de agosto fue condenado el teniente (r) que comandó la estación de Policía de Trujillo desde agosto de 1989 a mayo de 1991.

Se trata de José Fernando Berrío, a quien el Juzgado Tercero Especializado de Buga halló culpable de no haber evitado que se cometieran siete asesinatos, seis secuestros y una tentativa de homicidio. Debe pagar 28 años y medio de prisión, pero está prófugo desde octubre de 2010, cuando la Fiscalía le dictó medida de aseguramiento. En marzo de 2009 había recuperado su libertad provisional, luego de que un juez lo absolviera en enero de ese año del delito de homicidio con fines terroristas.

Sin embargo, el ente acusador mantuvo su tesis de que Berrío se hizo el de la vista gorda cuando la organización criminal de los grandes narcos del Norte del Valle, Henry Loaiza Ceballos, alias Alacrán; Diego León Montoya, alias Don Diego, e Iván Urdinola, arremetió a sangre y fuego contra los habitantes de Trujillo en una cruzada sangrienta que buscaba erradicar a la guerrilla del Eln de la zona. Hace cuatro años la Fiscalía sostuvo que Berrío “no hizo nada para evitar que la ciudadanía fuese víctima de delitos atroces como el homicidio y la desaparición de civiles”, permitiéndoles actuar “sin dios ni ley”.

Precisamente, el juez que acaba de condenar a Berrío confirmó la acusación de la Fiscalía de que, al quedarse cruzado de brazos, el teniente (r) “de manera consciente permitió la ejecución de aquellos dolorosos actos”, es decir, los 15 crímenes que ocurrieron mientras estuvo al frente de la estación de Policía de Trujillo. De hecho, la Fiscalía pudo comprobar que en los diez meses que fue comandante, siete campesinos fueron vistos por última vez en compañía de personas que vestían prendas distintivas de la Policía y todos desaparecieron.

Además, en la sentencia está el testimonio de Fernando Londoño Montoya, quien en mayo de 1990, un mes después de recibir dos disparos mientras estaba en el parque principal de Trujillo, les contó a las autoridades que cuando fue atacado a 50 metros “se encontraban varios policías que ante el hecho no asumieron ninguna actitud”. La justicia lleva varios años tratando de comprobar que la organización criminal de los narcotraficantes pudo operar a sus anchas gracias a la alianza fraguada con la Fuerza Pública.

Sobre todo después de que el mayor Alirio Urueña, perteneciente al batallón Palace, con sede Buga, decidiera aunar esfuerzos para combatir a la guerrilla del Eln que el 29 de marzo de 1990 emboscó a una patrulla del Ejército y acribilló a siete militares. En abril de ese año la violencia alcanzó su punto más álgido. Veinte años después, el 7 de octubre de 2010, Urueña fue condenado a 44 años de prisión por haber colaborado con una estructura ilegal que descuartizó, mató, torturó y lanzó los cadáveres de las víctimas al río Cauca. Una lógica que funcionó “con la coadyuvancia y participación tanto del Ejército Nacional como de la Policía”.

Ante la indiferencia de la Fuerza Pública, que debía proteger a la población, los integrantes de la organización criminal bajo el mando del Alacrán —condenado a 30 años de prisión por 43 homicidios, 22 secuestros y una desaparición— perpetraron actos tan atroces como el homicidio de once personas que tras ser retenidas y torturadas, al parecer por el mayor Urueña, fueron ultimadas con la técnica “torniquete”, que consiste en rodear el cuello de la víctima con un alambre e ir enrollándolo con un palo hasta asfixiarla. Algunas de las muertes tuvieron como escenario la finca Las Violetas que pertenecía a Don Diego.

En 1995, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado por la acción y omisión de sus agentes en la masacre de Trujillo. El presidente Ernesto Samper pidió excusas públicas entonces. Sin embargo, los expedientes judiciales, que debían ser reabiertos, se fueron enredando, hasta hace varios años, cuando se decidió combatir la impunidad que rodeaba el caso. Según el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica, en Trujillo “el alto grado de involucramiento de los militares” en la masacre permite inferir que “la licencia estatal les brindó a las estructuras criminales más libertad de la habitual para su accionar”.

Sobre esta oleada de violencia que duró más de media década aún quedan muchas responsabilidades por esclarecer. De acuerdo con Eduardo Carreño, miembro del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo y quien ha seguido el caso de cerca, todavía falta establecer gran parte de los oficiales que cumplieron las órdenes del mayor Urueña y que le colaboraron a la organización del Alacrán, “oficiales que podían estar en la línea de mando de la estación de Trujillo o que se hacían parte de la patrulla que llegó a reforzar la zona después del ataque del Eln”. Y, claro, para las víctimas siempre quedará el sinsabor de saber que existe una condena únicamente en el papel, porque quienes fueron sentenciados están prófugos.

 

 

mrincon@elespectador.com

@macamilarincon

Por María Camila Rincón Ortega

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