‘La marcha de los claveles rojos’: un desfile por la defensa de la vida

El 13 de agosto de 1987 alrededor de 3.000 personas se volcaron a las calles de Medellín para protestar por la ola de asesinatos contra estudiantes y profesores de la Universidad de Antioquia. Fue una demostración gigantesca de la bandera que defendió Héctor Abad Gómez: la lucha popular por la defensa de la vida.

Javier González Penagos (jgonzalez@elespectador.com) / @Currinche
13 de agosto de 2017 - 02:00 a. m.
Más de 3.000 personas participaron en la manifestación organizada por profesores y estudiantes de la institución, como protesta por la ola de crímenes contra la comunidad académica. /Foto: Reproducción del diario El Mundo
Más de 3.000 personas participaron en la manifestación organizada por profesores y estudiantes de la institución, como protesta por la ola de crímenes contra la comunidad académica. /Foto: Reproducción del diario El Mundo

Una tempestad de violencia comenzaba a apoderarse de Medellín. Hasta ese momento, 13 de agosto, ascendían a nueve los muertos entre estudiantes y profesores de la Universidad de Antioquia. Julio y agosto de ese fatídico 1987 se configuraban como el preámbulo de lo que sería una racha de crímenes y asesinatos contra todo lo que tuviera indicios de sindicalismo, renovación social e izquierda. Sin embargo, la embestida ideada por grupos paramilitares para sembrar zozobra se inició en uno de los sectores más sustanciales y solemnes de cualquier sociedad: el académico, al que “escuadrones de la muerte” o “manos negras” asociaban con la recién creada Unión Patriótica. (Consulte aquí el especial 1987: Antioquia bajo el yugo paramilitar) 

La respuesta y la consigna del movimiento estudiantil ante la sistematicidad y el exterminio no podía ser otra que la defensa de la vida. El repudio social se hizo protesta y la desolación reproche: al menos 3.000 personas, armadas apenas con flores, se unieron en una jornada de duelo para expresar –con rabia y coraje– que era momento de ponerle un alto al crimen y exigir de las autoridades acciones para evitar nuevas bajas, especialmente, cuando el común denominador era solo uno: estar vinculado a la Universidad de Antioquia.

Tal manifestación, de voces indignadas pero también atemorizadas, se conoció como ‘La marcha de los claveles rojos’: un desfile de estudiantes, profesores y empleados –aunque también de espontáneos– que sobre las 4:00 de la tarde de ese 13 de agosto se desplazaron hasta la Gobernación de Antioquia para reclamar por paz. “Fue una respuesta al genocidio y a la agresión”, recuerda hoy, pasadas tres décadas, Raquel Mejía, cofundadora de la Unión Patriótica en Antioquia y quien hizo parte de la protesta.

“Hicimos una marcha y regamos por todas las avenidas claveles y flores, dando un indicativo de que estábamos en contra de esos asesinatos y que estábamos a favor de la paz, y de que en Colombia se cambiaran las costumbres”, agrega Raquel, aún con el recuerdo vivo de lo que vino con la marcha: un recrudecimiento de la violencia que terminó por cegar las vidas de figuras políticas y sociales, pero sobre todo académicas, como Pedro Valencia Giraldo –asesinado menos de 24 horas después de la manifestación–, Héctor Abad Gómez, Luis Felipe Vélez Herrera y Leonardo Betancur Taborda, quienes fueron acribillados a la postre el 25 de agosto de 1987.

Eran precisamente ellos quienes estaban al frente de la marcha. Sin embargo, con antelación, el desprecio al crimen se sentía en las aulas de la universidad. Un grupo de estudiantes había emprendido una huelga de hambre para protestar por la cadena de asesinatos y un bus de transporte había sido incendiado en predios de la institución. Mientras, profesores y directivos –luego de agotar días de duelo en los que las clases estuvieron interrumpidas– acordaban canales para expresarle al presidente Virgilio Barco su preocupación por lo que ya tomaba ademanes de exterminio. 

Fue bajo ese ambiente que se gestó ‘La marcha de los claveles rojos’, viva expresión del rechazo a la violencia y al miedo que amenazaba no solo las aulas, sino cualquier calle de la ciudad. “El ambiente de Medellín de aquel agosto era muy fuerte. Había una zozobra muy grande. Uno salía a la calle y no sabía qué iba a pasar (…) Era una vida muy dura, de una tensión muy fuerte y en la que teníamos que estar alertas. Los que quedamos vivos fue un poco de milagro”, lamenta Raquel.

Con ese sentimiento, zozobra, coincide Elkin Jiménez –entonces profesor e integrante de la Asociación de Institutores de Antioquia (Adida), otra de las organizaciones a las que el paramilitarismo puso en la mira– para describir la atmosfera oscura que terminaría por posarse en Antioquia durante el desenlace de la década los 80. Entre los profesores, recuerda, se tuvo que recurrir a la clandestinidad como forma de defensa, mientras que el quehacer civilista y democrático de sus estudiantes se vio mermado por el temor.

“La ciudad vivía una zozobra total. Se vivía con temor. No había vida pública: los desplazamientos eran del trabajo a la casa y de la casa al trabajo. La gente estaba temerosa de estar en espacios abiertos y en la universidad hubo una serie de asesinatos casi con intervalos de días o semanas (…) Se vivía bajo el imperio del sicariato, bajo la sombra también de Pablo Escobar”, asegura Jiménez.

Juan Esteban Pérez –entonces estudiante de cuarto semestre de la facultad de medicina veterinaria y zootecnia (hoy facultad de ciencias agrarias)– lamenta no haber podido asistir a la marcha: dado su papel de líder estudiantil, había optado por permanecer escondido ante el miedo de ser alcanzado por el poder creciente del paramilitarismo. Sin embargo, evoca bien el ambiente de aquel agosto.

“En agosto de 1987 en Medellín había un verano intenso. No obstante, lo que se vivía era angustia, desazón y desprotección. El ambiente era de terror. Tenía 20 años y estaba en cuarto semestre de veterinaria. Entre el terror y el horror lidiábamos con las clases. Y a eso le combinamos humor: esa fue una de las formas de resistencia que tuvimos para poder soportar vivir aquí”, señala, hoy como integrante de la Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia (Asoproudea).

Durante la marcha, gritos, arengas, carteles y las gargantas de centenares de manifestantes retumbaron a lo largo de la Avenida Oriental hasta la Gobernación, donde fueron depositados en el piso los claveles. La comunidad académica marchó unida bajo la esperanza de no tener que enterrar a más colegas, amigos y compañeros. Ese 13 de agosto, menciona Raquel Mejía, se agotaron las flores en Medellín, “porque todo el mundo compró ramos, claveles y rosas. Pero era algo multicolor, porque no solamente eran rojas, sino que había de muchos colores”.

“Eran miles y miles de personas. Estábamos muy confundidos, en una alerta muy grande; sin embargo, nos atrevimos a salir a la calle. Marchamos más que con miedo, con precaución. Como que en ese momento no pensábamos y decíamos ‘si nos van a matar pues aquí estamos’. Los ánimos se enervan: cuando estamos todos juntos se piensa en la lucha, sobre todo respaldando esa situación de lo que le había pasado a estos compañeros”, remata Raquel.

Bajo la oscuridad de la tarde-noche, concluía la que se configuró como una genuina consigna por la paz, en la que habló el abogado y catedrático del alma mater, Luis Fernando Vélez, asesinado apenas cuatro meses después de la marcha, cuando decidió asumir las riendas del Comité de Derechos Humanos de Antioquia en remplazo de Héctor Abad Gómez.

Por Javier González Penagos (jgonzalez@elespectador.com) / @Currinche

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