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Los desplazados que subsisten de las sobras de Corabastos

Dos veces al mes, por lo menos, el mayor punto de abastecimiento de Bogotá recibe un grupo de desplazados que va a rescatar comida entre los desperdicios. El Espectador los acompañó en una de sus jornadas.

José David Escobar Moreno
30 de julio de 2016 - 03:00 a. m.
Estas personas que hoy buscan entre los desperdicios en Corabastos han sido desplazadas por la violencia de distintas regiones del país.  / Fotos: Cristian Garavito
Estas personas que hoy buscan entre los desperdicios en Corabastos han sido desplazadas por la violencia de distintas regiones del país. / Fotos: Cristian Garavito

Son cerca de 25 familias de desplazados las que cada dos semanas van a Corabastos, una de las centrales mayoristas más grandes del país, para tratar de llenar sus neveras con las sobras que allí quedan. Si es que tienen una. Cuando tienen suerte, logran conmover a algunos vendedores para que les donen alimentos frescos de sus estanterías. El encargado de organizar estas incursiones es Ángel Antonio Rozo, quien lidera la Corporación Congreso Nacional de Desplazados, a la cual pertenecen estas familias que van a Corabastos y unas 150.000 más en el país. (En imágenes: Así recogen las sobras en Corabastos)

Mientras los desplazados se adentran en Corabastos, sus miradas se agudizan para encontrar los restos que los camiones dejan en plena vía. “Mamá, ¿qué es esto? Nunca lo hemos comido”, le pregunta un niño a su madre señalando la mitad de una sandía que alguien botó en un cubículo de desechos orgánicos. El niño la recoge; en él se intuye una especie de regocijo. “Algo se puede hacer con esto aún”, dice la madre mientras pone la fruta en su oxidado coche de compras. Para esta familia, la primera ganancia del día está asegurada.

A unos 200 metros de la entrada principal de la mayorista, un camión dejó desperdigados varios bultos de coliflor. César Augusto Hermosa, desplazado de Acacías (Meta) por los paramilitares, es el primero en darse cuenta de los vegetales abandonados. Luego lo siguen los demás. Aunque la mayoría no sabe el nombre de esta planta ni cómo se prepara, todos se abalanzaron sobre ella. Sus estómagos no son selectivos a la hora de recoger una parte de las 4,5 toneladas que se desperdician en este lugar cada día. (Ver galería: Los rostros de los desplazados que escarban entre las sobras de Corabastos).

Hermelinda García, oriunda de Planadas (Tolima) y desterrada por quién sabe qué grupo, porque todos, dice ella, azotaron su pueblo, es la que menos entusiasmada se ve al recoger los residuos. Sus manos limpias delatan la pena que siente. “Mi esposo me regaña por venir a pedir comida. Él tiene su trabajo y el Gobierno hace poco nos dio una casa, pero con lo poco que gana, y yo desempleada, no nos alcanza para vivir. Tenemos seis niños y la angustia de que mis hijos no puedan comer me obliga a esto”.

Nancy Cerraro aparenta 60 años. Fue desplazada de Cimitarra (Santander) por los paramilitares y tarda un poco en llegar a recoger las coliflores. El tiempo le ha pasado factura; tiene que sostener su pierna derecha con un bastón metálico. A su cargo tiene una nieta de 12 años y una máquina de coser usada para trabajar en “lo que le salga”.

Alfredo González abandonó Pradera (Valle) luego de que las Farc lo acusaran de ser informante del gobierno local en 2010 y sólo contempla a sus compañeros recoger las sobras. Una mano infectada por sus labores de agricultor, que cubre con una chaqueta roja desteñida, le impide hacer lo mismo. Con la otra mano sostiene un costal de fique. Está tranquilo porque sabe que al final de la jornada sus compañeros le darán parte de lo recolectado. Él quisiera recoger frutas y verduras, pero no aquí sino en su tierra natal, donde el olor de la tierra y de los alimentos es aún fresco.

Durante la búsqueda, los desplazados se encuentran con un montón de papayas en un avanzado estado de descomposición, problema que solucionan con un cuchillo. Algunos cortes a las partes podridas y para adentro. Ejecutan el mismo procedimiento con los bananos, los mangos y las naranjas que están botadas por todo Corabastos, en el sur de Bogotá.

Ángel Antonio Rozo, el líder del grupo, toma la delantera. Se presenta ante los vendedores de cada puesto y les pide que donen algo. Poco le importa recibir la negativa de algunos, al fin y al cabo ya ha pasado por peores situaciones: un hijo que fue secuestrado, un ganado que le robó la guerrilla, amenazas que lo obligaron a vivir en el anonimato y, por último, el destierro de su finca en Santa Teresa (Tolima). Algunos vendedores se percatan de la presencia de la prensa en el lugar, se sienten comprometidos y terminan donando.

Los estrechos pasillos de Corabastos hacen que el tráfico peatonal se vuelva intransitable por la presencia de los desplazados, que siempre visitan la central los sábados. Para algunos de los compradores, quienes piden celeridad y espacio, la presencia de estas víctimas resulta incómoda. Se nota en sus rostros, en sus palabras, en sus gestos. “¡Muévalo, muévalo!”, les grita con impaciencia una mujer de pelo corto y baja estatura que viste una sudadera.

Después de seleccionar lo mejor que había dentro de lo peor y de repartir entre todos lo recolectado, más de uno vuelve a casa preguntándose qué preparar con eso. Por ejemplo Susana García, quien piensa qué malabares hacer en su improvisada cocina, en su apartamento que describe como diminuto, para que sus hijos no se enteren de dónde provienen los alimentos. Por esa razón no da tampoco su nombre real. “No se imagina la vergüenza que me daría si mis hijos se enteran de lo que hago para alimentarlos”.

Por José David Escobar Moreno

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