La lucha de un joven por recuperar su pierna amputada

Una inédita discusión acaba de ser resuelta por la Corte Constitucional: si no hay riesgo para la salud pública, autoridades, clínicas y médicos pueden devolver a sus pacientes los órganos removidos. En defensa de la libertad de conciencia.

Juan David Laverde Palma
17 de octubre de 2016 - 02:00 a. m.
/Luis Benavides
/Luis Benavides

Diego Alejandro Botero López tiene 19 años, una pierna amputada y una sonrisa guasónica. Hace dos años fue diagnosticado con osteosarcoma en su pierna izquierda, una especie de cáncer agresivo en el hueso que logró vencer después de 18 sesiones de quimioterapia. En el entretanto, los médicos de la Clínica las Américas de Medellín hicieron todo lo posible por salvar su extremidad: removieron el tumor, le pusieron una prótesis interna de rodilla en titanio y un injerto de tibia en material de osteosíntesis, le hicieron decenas de lavados y lo doparon cuanto pudieron para aminorarle ese calvario. El dolor era inconmensurable y, al final, agotado por los analgésicos y las recaídas, Diego Alejandro decidió que lo mejor era que le quitaran su pierna. Antes de la cirugía la despidió con una carta.

“Querida –le escribió con el corazón arrugado–: aún recuerdo cuando con tantas ganas salíamos a los brincos y jugábamos sin parar hasta que se escondiera el sol. Éramos pequeños con una energía sin igual (…) Tú, a las patadas, me has enseñado miles de cosas que jamás podré pagarte; has sido una fiel compañera, has seguido cada paso que doy; es más, los hemos dado juntos como si fuésemos uno solo; gracias por la paciencia, por resistir los golpes (…) Gracias por enseñarme de resiliencia, por cambiar a este amargado corazón (…) Tristemente, desde hace un tiempo las cosas entre nosotros no han marchado muy bien, no sé si fuiste tú o si fui yo; tu rebeldía; tú tan esquiva a pesar de mis esfuerzos (…) Jamás imaginé mi vida sin ti, pero hoy quiero pedirte permiso para dejarte (…) Con todo agradecimiento, desde lo más profundo: tu complemento, Alejo”.

El 23 de julio de 2015 lo operaron. Liberado ya del yugo insufrible de las rutinas hospitalarias, Diego Alejandro se concentró en sus terapias para rehacer su vida, acostumbró su cuerpo a la prótesis, dejó de una buena vez las muletas atrás y se dispuso a estudiar medicina en el CES en Medellín –su obsesión desde siempre–. Convencido de que podía conservar su pierna, tal como se lo había planteado a su oncólogo días atrás, se las pidió a los patólogos de la clínica. Quería, sobre todo, guardar el pie (del tobillo para abajo). Tenía muchas razones para hacerlo: primero, porque era suyo, eran sus huesos todos, las falanges que se fueron y que no había de sentir jamás; quería conservar las curvaturas, los tejidos y las entrañas de su pie mutilado. Incluso, cavilando que estudiaría medicina, quería aprender del oficio del cirujano con esa porción suya que ya no estaba en su lugar.

Le contestaron que ni de fundas, que el tratamiento para la patología de osteosarcoma producía un “desecho peligroso con riesgo biológico o infeccioso” y que la ley colombiana obligaba a la Clínica Las Américas a incinerar los restos amputados. Desconcertados, Diego Alejandro y su familia les expusieron a las directivas que querían utilizar la técnica de la plastinación, un procedimiento de preservación de material biológico que no generaría peligro alguno. Una forma de embalsamamiento más refinada. De hecho, Carlos Alberto Botero, su papá, ya había hecho arreglos con un laboratorio de la Universidad de Antioquia que proveía ese servicio. El portazo de la clínica los dejó fríos. Lo que más mortificaba a Diego Alejandro –el mejor bachiller del colegio Salesiano Santo Domingo Sabio de La Ceja– era que los galenos se refirieran a su pie como un “desecho”.

Desde entonces, apoyados por el abogado Rubén Darío Álvarez, Diego Alejandro y sus papás emprendieron una inédita batalla judicial con un único objetivo: recuperar su pie amputado. Tampoco es que lo quisieran exhibir a sus amigos o ponerlo en la biblioteca de su casa en La Ceja (Antioquia). Diego Alejandro quería tenerlo en un espacio muy íntimo con el deseo, además, de ser enterrado completo cuando muriera. “Se trata de un asunto de dignidad y de objeción de conciencia. Cuando me dijeron que mi pie debía ser quemado me cuestioné: ¿y por qué cuando la gente muere de esos tumores sí les entregan el cuerpo a sus familias? ¿Por qué eso sí ocurre y, en cambio, en este caso no le pueden devolver a uno su extremidad amputada? Mire, soy católico y creo que cuando uno deja algo se queda buscándolo como un fantasma”, le dijo a El Espectador el joven de 19 años.

Tras la negativa de la Clínica Las Américas y de la Dirección de Salud de Antioquia para entregarle su pie, la salida jurídica fue una tutela. El 21 de enero de 2016 un juzgado civil de Medellín admitió su trámite y dispuso como medida cautelar que la extremidad no fuera incinerada hasta tanto se fallara el caso. Diego Alejandro, además, le pidió al juez resolver los siguientes interrogantes: “Si hoy ingreso a un hospital y me amputan la pierna, esa pierna es un desecho, pero si el día de mañana muero, ¿también voy a ser un desecho? ¿Por qué un feto muerto sí lo regresan a sus familiares y mi pierna no? Si muero lo más probable es que entreguen mi cuerpo a mis familiares sin exigirles un requisito especial, pero, ¿hoy mi pierna no me la quieren entregar a mí que soy su dueño y me exigen requisitos legales? ¿Si hoy mi pierna es un riesgo biológico, mañana mi cuerpo inerte también lo será?”.

El juzgado de Medellín pidió un concepto del Instituto de Medicina Legal para determinar si era posible entregar un residuo orgánico a un particular. La respuesta fue tajante: no se podía por el riesgo biológico debido a la presencia de agentes patógenos que al entrar en contacto con el ser humano podrían afectar la salud. Con ese dictamen científico, el 3 de febrero pasado el juzgado falló contra Diego Alejandro y determinó que su pie “era un residuo de alta peligrosidad”. La Clínica Las Américas procedió a incinerar la pierna. El estudiante de medicina –hoy está en segundo semestre– apeló la sentencia y el caso llegó a la Corte Constitucional. El inédito debate derivó en una conclusión apabullante: a Diego Alejandro le vulneraron su derecho a la libertad de conciencia y, por eso, las directivas de la clínica y las autoridades regionales deberán pedirle perdón en una ceremonia pública.

En criterio de la Corte, la incineración de la pierna de Diego Alejandro desconoció su derecho a ejercer libremente su religión y a aferrarse a sus convicciones espirituales. Asimismo, estableció que sí, que había residuos peligrosos en su pie, pero que la respuesta de los galenos y de las autoridades de salud de Medellín se habían quedado en la citación de normas abstractas para garantizar la salubridad pública y jamás resolvieron la petición del joven para el procedimiento de plastinación. “En el Estado colombiano es un imperativo el reconocimiento de la alteridad. Así las cosas, no es un acto de buena voluntad la tolerancia y el respeto a las personas y a sus convicciones, sino que es un deber cuyo desconocimiento puede ser sancionado por desconocer la igualdad que todos y todas tenemos para actuar”, resaltó el alto tribunal.

La Corte explicó que la plastinación es una técnica creada por el artista y médico Gunther von Hagens en 1977, que “el producto de los elementos sometidos a la plastinación no parece representar peligro alguno para la salubridad pública” y que ninguna autoridad reconoció a Diego Alejandro “como interlocutor válido”, pues nunca resolvieron su solicitud para conservar su pie. En ese sentido, las objeciones presentadas por la Clínica Las Américas y las secretarías de Salud de Medellín y de Antioquia jamás cuestionaron “las incertidumbres científicas” de la plastinación o la complejidad del proceso, sino que “se limitaron a repetir” el contenido de disposiciones legales generales. El jalón de orejas de la Corte fue contundente. Y, debido a que la pierna fue incinerada, ordenó una ceremonia en la que todos deberán pedirle perdón a Diego Alejandro Botero.

Con una perla que seguramente causará roncha: el alto tribunal falló que, en adelante, las entidades que prestan servicios de salud deberán informar a sus usuarios sobre las alternativas para la destinación de los residuos generados por la atención médica “en los casos en los que el paciente formule objeción de conciencia” sobre la incineración de alguna parte de su cuerpo. Eso sí, sin que se ponga en riesgo la salud pública. La ponencia fue del magistrado Alberto Rojas, y fue firmada por los magistrados María Victoria Calle y Luis Ernesto Vargas. En síntesis, con el proceso de plastinación, es posible que muchos colombianos pidan la devolución de sus extremidades amputadas. Un caso emblemático que pronto tendrá repercusiones en la academia, los científicos y los prestadores de salud. “Estoy feliz por el fallo. Fue una lucha muy larga. No sólo por el dolor en mi pierna, sino con mi decisión de dejarla ir. Esto es una reivindicación”, insistió Diego Alejandro.

Su madre, Marisol López, contó desde La Ceja que esta travesía no ha dejado de ser triste, pero que está orgullosa de Diego Alejandro porque hoy es un ejemplo y una luz para aquellos apesadumbrados jóvenes que tuvieron que perder una parte de su cuerpo. A cada rato lo llaman de la clínica para que dé su testimonio. “Recuerdo momentos muy críticos. Diego es diabético y su hermano menor también. Un día, en medio de las turbulencias más terribles de todo este proceso, el niño chiquito le dijo a Diego que estaba dispuesto a donarle su pie, que no se preocupara. Fue un gesto hermoso”. Su papá Carlos Alberto Botero tampoco se guardó los elogios. “Mi hijo siempre decía: ‘no quiero sentir que parte de mi cuerpo está en un basurero. Quiero morirme completo’”. Hoy la Corte Constitucional reivindica su batalla.

“El cáncer me cambió la vida. Solía ser amargado, no salía de casa, no tenía amigos, no me gustaba hablar con nadie. ¡Ni bailaba! Ahora soy feliz, vivo sonriendo. Procuro aprovecharlo todo, vivir como si no hubiera un mañana porque, quizá, no lo haya”, sostuvo. Y añadió, como cereza de la polémica, que su universidad acaba de abrir un laboratorio donde usan las técnicas de plastinación. “¡Ah, si la Corte hubiera intervenido antes!”. Fueron los bríos del amor los que lo salvaron durante las más feroces tormentas de su enfermedad. Apenas tenía seis meses de noviazgo con Danna –estudiante de fisioterapia del CES– cuando el cáncer le partió la vida. Ella supo aguantarlo y descifró los laberintos de sus amarguras. Lo rescató. Siguen juntos y su historia esperanza. Qué importa que alguna vez la increparan sus amigos porque se le estaba yendo la vida al lado de un enfermo. Es la fuerza sobrenatural del amor, se diría.

Por Juan David Laverde Palma

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