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La rebelión indígena en el Cauca

Aunque no es la primera vez que se levantan para protestar contra la violencia, los indígenas que sacaron a las Farc de Toribío y destruyeron las trincheras policiales acaban de desafiar al Estado mismo. ¿Qué tan viable, legítima y sostenible es su estrategia?

Elber Gutiérrez Roa, redacción Ipad.
11 de julio de 2012 - 10:30 a. m.

Los pueblos indígenas del país fueron, en su mayoría, pacíficos. Por supuesto que la historia destaca también casos de comunidades guerreras, célebres por su oposición a la opresión, viniera de donde viniera. Pero incluso en éstas, el cariz beligerante tenía sus épocas o razones y fue la llegada del hombre blanco la que terminó por desatar problemáticas complejas que perduran hasta nuestros días.

El conflicto por la tierra es uno de ellos. Escenificado por todo el territorio nacional, tuvo y tiene en el Cauca uno de sus más famosos teatros. Allí se reúnen todas las formas de conflicto del país. Desde los derivados de las actividades penalizadas (los cultivos ilícitos, la minería ilegal, las bandas criminales y la presencia guerrillera) hasta los ocasionados por falencias de la democracia criolla (corrupción y politiquería) o los desajustes sociales (pobreza, desempleo, fallas en el sistema educativo). Pero ninguno de estos problemas es nuevo. Algunos son incluso más antiguos que el mismo ente territorial.

Por eso no deja de llamar la atención que en un departamento pobre y sitiado por tantos flagelos haya sido precisamente la comunidad indígena –pacífica por excelencia- la que haya tenido que levantarse para rechazar uno de los más graves: el de la violencia por causa del conflicto armado interno.

Cierto es que los indígenas de distintos departamentos han realizado marchas periódicas para reivindicar sus derechos ante casos de usurpación de tierras. Y que se los ha visto protestar –algunas veces con escaso despliegue en los medios de comunicación- porque paramilitares, guerrilla y hasta unidades específicas de las Fuerzas Militares violentan sus derechos humanos. Así, por ejemplo, miembros de la familia emberá katío del alto Sinú, amenazados por proceder de las zonas de Córdoba escogidas la construcción de hidroeléctricas, llegaron a Bogotá después de que los paramilitares asesinaran a Kimi Pernía, en 2001. Se instalaron en la capital y prefirieron engrosar las estadísticas sobre desposeídos en vez de devolver sus pasos.

También hay casos de grupos poblacionales –no necesariamente indígenas- que decidieron ponerle freno a la violencia constituyéndose en comunidades de paz. El paradigma de ello es la comunidad de paz de San José de Apartadó, que ante la barbarie paramilitar y guerrillera que azotaba a la región se declaró neutral y adoptó una serie de normas tendientes a la preservación de la vida dentro de sus linderos. Elogiada internacionalmente, tuvo problemas en Colombia porque, en casos como el gobierno de Álvaro Uribe, se la consideró un desafío al Estado.

Su ejemplo tiene cierta semejanza con lo que ocurre ahora en el Cauca. Luego de haber sido escenario de varios de los momentos claves en el diario de la guerra del país, los indígenas dijeron “no más”. Pero no lo hicieron con marchas, como es su tradición. No fue la Minga recorriendo el país para exigir respeto a sus tradiciones y costumbres. No. Fueron los mismos indígenas, en una inusual manifestación de indignación, los que salieron de Toribío armados de palos para ascender por la teta de la montaña hasta lo más elevado de las cordilleras que se alzan sobre el municipio, para sacar de allí a los guerrilleros que durante años han sembrado de dolor la región. Su valiente acto, violento, como toda obra pacifista, sorprendió a los subversivos, que en medio del mutismo se retiraron mientras la marcha indígena los empujaba con proclamas alusivas al derecho a vivir en paz.

Arriesgado acto. Desesperado.

Minutos antes de que unos mil nasas subieran a espantar guerrilleros, una veintena de los de la etnia había derruido las trincheras que la Policía tenía en el pueblo y que hace mucho se convirtieron en blanco perfecto para los disparos de los guerrilleros apertrechados en la montaña. Arriesgado acto, también. Casi ilegal, dirían algunos. Un desafío que los indígenas pretenden ratificar hoy al presidente Juan Manuel Santos, durante el consejo de seguridad que sesionará en Toribío para buscar salidas a esta vieja problemática que hoy apenas se está reeditando. Allí le explicarán que decidieron vaciar los sacos de arena de las trincheras policiales para lanzar su contenido al río porque creen que la Policía es un imán que atrae los ataque guerrilleros en los que terminan afectados los civiles.

De algún modo tienen razón. Los bombazos y disparos de las Farc buscan sacar de la zona a los uniformados, que no llegan a dos docenas. Y, como lo advirtieron en sus desesperadas peticiones de auxilio de esta semana, cuando sienten que se acercan los ataques no tienen otra opción que refugiarse en la estación policial, a la espera de la llegada de ayuda militar.

Lo que pasa es que la salida de la Fuerza Pública de un municipio es una decisión que no está en las cuentas de nadie. Políticamente sería devastadora para el Gobierno, pues se interpretaría como el triunfo de la escalada de violencia de los armados. En segundo lugar, el efecto desde el punto de vista militar sería de desazón en la tropa. Y, en tercer aspecto, podría generar problemas jurídicos al Ejecutivo, pues ya hay quienes dicen que eso significaría renunciar a la obligación constitucional de garantizar la seguridad ciudadana. Es más, ni siquiera garantiza que la violencia se acabe, pues lo que puede ocurrir –y la experiencia lo demuestra- es que ante la falta de presencia estatal que se oponga a sus designios, la guerrilla reedite los desafueros de casos como la exzona de distensión de San Vicente del Caguán.

Esa es la encrucijada que enfrenta el Gobierno, en lo que el propio Santos denominó como “la madriguera de las Farc”. Por eso, aunque la acción de los indígenas es una lección para Gobierno, guerrilla y Ejército, su propuesta de retirar la Fuerza Pública no parece tener futuro. Lo dijo anoche el general Roberto León Riaño, comandante de la Policía, al advertir que sus hombres seguirán en la zona, pase lo que pase.

¿Qué debe hacer el presidente? Iniciar una acción estatal conjunta, coordinada e inmediata que no descuide el componente de la presión a los violentos, pero que también haga énfasis en el fortalecimiento de la democracia local, la solución a la crisis social y la especial protección a las comunidades indígenas. Este último punto pasa también por dinamizar los procesos de resolución de conflictos históricos por la tenencia de la tierra, que fueron los que incubaron los primeros brotes de violencia en esa región.

No hay que olvidar que, mientras el Estado miraba para otro lado, el Cauca pasó de las luchas por la posesión de la tierra (entre colonos e indígenas o entre indígenas y negros) a la llegada de la guerrilla, la purga de las Farc en la masacre de Tacueyó (que dejó 169 muertos en Toribío); el nacimiento de la guerrilla del Quintín Lame, la expansión y desmovilización del M-19, la cacería a jefes guerrilleros como Alfonso Cano, la llegada de las bandas criminales, y un sinnúmero de hechos claves de la violencia que azota a Colombia.

Y ese abandono estatal, o la receta de combatir la violencia exclusivamente con mano dura, ya probaron que no son la solución para un caso que combina tantas complejidades como el del Cauca.

Por Elber Gutiérrez Roa, redacción Ipad.

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