Repasando la barbarie guerrillera

¿Crímenes de guerra? ¿O crímenes de lesa humanidad? Los negociadores del gobierno Santos saben que el asunto justicia, que no forma parte de los temas iniciales en Oslo, será uno de los más complejos de debatir.

Diana Carolina Durán Núñez
15 de septiembre de 2012 - 09:00 p. m.

En tres semanas exactas negociadores de una y otra orilla se sentarán en Oslo (Noruega) a trabajar por el complejísimo propósito de hacer que la paz sea cada vez menos esquiva para Colombia. El “Acuerdo general para la terminación del conflicto” abarca cinco puntos de partida para las discusiones que se vienen: desarrollo agrario, participación política, fin del conflicto, narcotráfico y víctimas. Del asunto justicia, sin embargo, nadie ha querido pronunciarse en concreto, y no es difícil entender por qué: ninguna organización deja las armas voluntariamente para pasar el resto de sus días tras las rejas.

Los delegados del gobierno Santos bien saben que la justicia podría convertirse en el talón de Aquiles de estas conversaciones, y con guantes de seda se alistan para el momento en que este espinoso tema tenga que ser puesto sobre la mesa. Son conscientes de lo colosal de esta tarea, que implicará hacer una receta para la paz con los ingredientes que dictan los estándares internacionales. Una empresa tan compleja como suena, con los fantasmas de la impunidad y de la Corte Penal Internacional asomándose. Son casi cinco décadas de barbarie guerrillera y millones de ciudadanos con las heridas aún abiertas al compás de la guerra.

Repasando la barbarie

El legado violento de las Farc se puede palpar en cualquier rincón de Colombia, que ostenta, para empezar, el vergonzoso título de ser el segundo país en el mundo con mayor número de víctimas por minas antipersonal, sólo superado por Afganistán. Entre 1990 y julio de este año esos artefactos han perjudicado 9.964 personas —el 21% murieron—, y casi 4.000 de ellas eran civiles. Investigaciones de la Escuela Superior de Guerra dan cuenta de al menos una docena de tipos de minas que las Farc ubican en matorrales, a los lados de trochas y caminos de paso obligado, que se activan de múltiples formas y que fabrican con tuercas, tornillos, vidrios y hasta materia fecal.

Son miles de ciudadanos los que han sucumbido ante las balas insurgentes, individual o colectivamente. En diciembre de 2000, en tiempos de la zona de distensión, el congresista Diego Turbay Cote, su madre y sus escoltas se vieron obligados a detenerse en un retén ilegal del que no salieron con vida. Irónicamente, el representante era el presidente de la Comisión de Paz de la Cámara. El arzobispo de Cali, monseñor Isaías Duarte Cancino, murió en marzo de 2002, según la justicia, por los enérgicos reclamos que constantemente le hacía a la guerrilla, y por este crimen fue condenado el secretariado de las Farc en enero de este año.

Las masacres cometidas por la guerrilla, al igual que las paramilitares, podrían ocupar ríos enteros. Una de las más simbólicas es la de La Chinita, un barrio de Apartadó (Urabá antioqueño) en el que vivían desmovilizados del Ejército Popular de Liberación. Para las Farc, su salida del conflicto fue una traición a la causa revolucionaria que sólo podía repararse con la muerte, y 34 hombres y una mujer —que murió por no querer despegarse de su marido— fueron ejecutados el 23 de enero de 1994. Diez años más tarde el terror tomó forma de guerrilla de nuevo, esa vez en La Gabarra (Norte de Santander): 34 campesinos fueron acribillados.

Si algo recordó la difícil situación del Cauca hace un par de meses, es que los indígenas han sido inmensamente damnificados con la violencia subversiva. En ese departamento las autoridades locales cuentan unas 500 incursiones de las Farc en los últimos 10 años. Han secuestrado a sus líderes, pero en su resistencia los paeces, se han metido a los campamentos guerrilleros para devolverlos a la libertad. En Nariño a varios resguardos los han confinado a punta de armas y minas. Reclutan, intimidan, y cuando no están haciendo eso, los están matando con cuchillos y machetes por creerlos informantes del Ejército: esa fue la suerte que corrieron ocho indígenas awás en febrero de 2009.

Los políticos han sido sus blancos favoritos. A escabrosos crímenes como el de la familia Turbay Cote se suma el asesinato de nueve concejales de Rivera (Huila), en febrero de 2006, cometido con la ayuda de uno de los cabildantes. Justificándose en el supuesto deseo de llamar a rendir cuentas a los corruptos, las Farc llegaron a tener en su —infortunadamente llamada— “bolsa de canjeables” a más de 60 plagiados. Algunos, como Íngrid Betancourt, Luis Eladio Pérez o Consuelo González recuperaron la libertad. Otros, como el gobernador de Antioquia Guillermo Gaviria y su asesor Gilberto Echeverry, fueron ejecutados para evitar su rescate en mayo de 2003.

Ni qué decir de la masacre de 11 diputados del Valle en 2007. Más de un centenar de disparos en sus cuerpos, en algunos casos a quemarropa, fue la evidencia de que su muerte no había sido producto de una confusión, como la guerrilla sostuvo inicialmente. El soldado José Libio Martínez permaneció casi 14 años en su poder y fue asesinado junto con tres uniformados más en noviembre pasado. Andrés Felipe Pérez, un pequeño de 12 años con cáncer, falleció sin poder ver por última vez a su padre, el secuestrado cabo de la Policía José Norberto Pérez. Lo más irónico de esa trágica historia era que Pérez, desempleado, había ingresado a la Fuerza Pública para salvar la vida de su hijo, a quien le detectaron el cáncer a los seis meses de nacido.

El ‘coco’ de la CPI

El extenso historial de violencia de las Farc no podría ser, de modo alguno, ignorado en las conversaciones que se aproximan. Sus desaparecidos, desplazados y muertos jamás lo permitirían. El asunto es que mientras una parte de los acuerdos que se pacten corresponderá a las negociaciones políticas, otra parte tendrá que ajustarse a los tantos convenios de derechos humanos que Colombia ha ratificado en las últimas dos décadas. Principalmente al Estatuto de Roma. El presidente Juan Manuel Santos sabe que leyes de amnistía y punto final están fuera de toda discusión y, según él mismo lo ha manifestado, esa no es tampoco la intención que persigue con estos diálogos.

De acuerdo con el Estatuto de Roma, documento base de la Corte Penal Internacional (CPI), los crímenes de las Farc aquí enlistados y tantos otros que por razones de espacio no fueron incluidos, se pueden suscribir en dos categorías: crímenes de guerra o crímenes de lesa humanidad. Cuando ocurrió la masacre de La Gabarra, la ONU le pidió al entonces presidente Álvaro Uribe que considerara levantar el voto que para esa época tenía la CPI sobre los crímenes de guerra. Sin embargo, en un país con las sensibilidades de Colombia, calificar una masacre de campesinos como “crimen de guerra” podría recibirse como una bofetada por víctimas de los subversivos, pues sería prácticamente equiparar a las víctimas civiles con combatientes.

El lío está en que, revisando el Estatuto de Roma, son muchos los crímenes cometidos por las Farc que bien podrían encajar en la categoría de crímenes de guerra. El homicidio intencional es un crimen de guerra. La destrucción y apropiación de bienes no justificada militarmente también lo es, categoría en la que podrían encajar las cientos de tomas a cabeceras municipales, los saqueos y hasta las tierras usurpadas. La toma de rehenes es un crimen de guerra, que podría abarcar los secuestros de civiles y de uniformados. Ataques contra la población civil es un crimen de guerra, y así podría llamársele al bombazo del Club El Nogal. Causar la muerte a un combatiente en estado de indefensión es un crimen de guerra, destino que varios policías y militares sufrieron.

A la larga, quien define qué es un crimen de guerra o de lesa humanidad es un juez, y el camino para definir quién(es) juzgará(n) a los guerrilleros es un laberinto del que aún no se avizora la puerta de salida. El problema con las categorías de crimen de guerra y de lesa humanidad es la connotación que cada una acarrea: el primero corresponde a un contexto exclusivo de conflicto; mientras el segundo implica que el acto violento cometido no sólo afectó a la víctima directa, sino que, por su gravedad, fue una ofensa para la humanidad. Es esa segunda categoría la que podría simbolizar mejor el dolor de millones de colombianos. Sin embargo, no es difícil prever que los guerrilleros se irán por el otro camino.

Si las conversaciones prosperan y llegan a las siguientes etapas, el Gobierno tendrá que discutir con la guerrilla si se establece un sistema como el de Justicia y Paz, qué podría considerarse un castigo y cuál será la cuota de verdad en este intrincado proceso. Lo que no se puede obviar de ninguna manera es que el nivel de justicia que se obtenga en este proceso estará mediado por intereses políticos, que van más allá de castigar a los responsables de una violencia que ha azotado al país durante casi 50 años. Los delegados que van a Oslo son más que conscientes de que la justicia con respecto a las Farc es una camisa de miles de varas.

La masacre de ocho awás
El 4 de febrero de 2009 las Farc se llevaron a 11 indígenas awás a una quebrada del resguardo Tortugaña-Telembí, zona rural de Ricaurte (Nariño). Allí los acusaron de ser colaboradores del Ejército, a ocho de ellos los asesinaron y a tres los desaparecieron. Entre las víctimas se encontraban dos mujeres embarazadas. Los cuerpos fueron encontrados desperdigados por la selva nariñense. La masacre fue reconocida por la columna Mariscal Sucre de las Farc que, a modo de excusa, aseveró que los indígenas eran informantes de la Fuerza Pública y se habían puesto al servicio del Gobierno.

El bombazo contra el Club El Nogal
No sólo los campos, también las ciudades han sufrido con la violencia de las Farc. En la noche del 7 de febrero de 2003, apenas seis meses después de la posesión de Álvaro Uribe Vélez como presidente, un carro bomba destruyó casi por completo el exclusivo Club El Nogal, ubicado al norte de Bogotá. La explosión les causó la muerte a 36 personas —entre ellas, el dueño del automóvil John Freddy Arellán— y heridas a otras 200. El hecho sigue siendo el mayor atentado terrorista cometido por las Farc en la capital del país. Por él fue acusada la cúpula de esa organización guerrillera que, al parecer, le habría ordenado al comandante de la columna móvil Teófilo Forero, Hernán Darío Velásquez Saldarriaga, alias El Paisa, la realización del atentado. Además, por el atentado fue condenado a 40 años de prisión Herminsul Arellán Barajas, alias Pedro, explosivista de esa facción guerrillera.

El drama de José y Andrés Pérez
Andrés Felipe Pérez murió el 18 de diciembre de 2001 esperando a que las Farc liberaran a su papá, el cabo de la Policía José Norberto Pérez. Lo hizo por un cáncer que lo aquejaba desde hace 12 años. Cuando entró en fase terminal le pidió a la guerrilla que le dejara ver a su padre, quien había sido secuestrado el 17 de marzo de 2000. Las Farc nunca accedieron a su petición. Luego, el 7 de abril de 2002, se supo que José Norberto había sido asesinado. El uniformado, al parecer, habría tratado de huir con otro compañero que también murió.

Por Diana Carolina Durán Núñez

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