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Una herida que aún no cicatriza

Hace 10 años las Farc detonaron un carro bomba en el exclusivo club bogotano y causaron 36 muertos. El Espectador recuerda a las víctimas y sobrevivientes del atroz acto terrorista.

Santiago Martínez
02 de febrero de 2013 - 09:00 p. m.
Este es el monumento a las víctimas del Club El Nogal. El mensaje es claro: nunca olvidar lo que pasó. / Gustavo Torrijos
Este es el monumento a las víctimas del Club El Nogal. El mensaje es claro: nunca olvidar lo que pasó. / Gustavo Torrijos

 El viernes 7 de febrero de 2003, a las 8:15 de la noche, un bombazo contra el exclusivo Club El Nogal de Bogotá segó 36 vidas y dejó heridas a otras 165 personas más. El instructor de squash John Fredy Arellán ingresó en su vehículo 200 kilos de explosivos que destruyeron las instalaciones y marcaron el inicio de una feroz época de confrontación entre el Estado y las Farc.

Pronto la justicia reconstruyó el rompecabezas de esta barbarie y descubrió que Arellán tenía un tío en la organización ilegal, Herminsul Arellán, y que el comandante de la columna Teófilo Forero, conocido con el alias de El Paisa, fue el cerebro del aleve atentado terrorista. Una década después, muchas heridas aún no terminan de cicatrizar y sólo quedan los testimonios de las víctimas como constancia de que Colombia no olvidará jamás.

Glalisely Herrera

El capitán de servicios del Club El Nogal, Luis Eduardo Mutis, fue el único cadáver hallado en el séptimo piso. Mutis, quien estaba ubicado en la zona donde hizo implosión el suelo de su piso, dejó viuda a su esposa Glalisely Herrera y sin padre a su pequeña hija de 8 años, Adriana Mutis.

Glalisely Herrera, en dialogo con El Espectador, relató que la noche del atentado llegó a las instalaciones del club una hora después de la explosión. Un amigo de su esposo le dio una luz de esperanza al decirle que se encontraba vivo y había sido remitido a un centro médico. Junto con su padre y hermano, Glalisely se dio a la búsqueda de su esposo, que terminó cuando organismos de socorro encontraron el cadáver.

“No pude seguir con mi vida en Bogotá donde llevaba 12 años —10 de ellos casada con Luis Eduardo—. Me tocó explicarle a mi hija la problemática del país y que su papá había muerto a causa de un atentado terrorista. Eso la hizo madurar a muy temprana edad”, manifestó desde la ciudad de Cali Glalisely. Hoy tiene una nueva familia, es funcionaria del Estado y ha sacado adelante a su hija.

Adriana Mutis en 2003 era una niña por la que su padre se desvelaba. Ya tiene 18 años y está becada por la Universidad Javeriana de Cali para estudiar Artes Visuales, gracias a obtener el séptimo puesto en el examen Icfes. La beca es el resultado del apoyo que, según su madre, la fundación Club El Nogal le brindó para el pago de los estudios de su hija en un colegio bilingüe.

Adriana y Glalisely han logrado sobrepasar los momentos de dolor y aseguran que lo más importante es fortalecer de nuevo el hogar, porque “cuando se disuelve por este tipo de situaciones afecta a todos sus miembros, pero lo más importante es reconstruir la familia, que es la base de la sociedad”.

Íngrid Soria

Joven, amable, responsable y amoroso. Así describe a Fernando Sarmiento su esposa Íngrid Soria, que quedó viuda esa fatídica noche del 7 febrero de 2003. Sarmiento era profesor de squash y al momento de la explosión se encontraba en el sexto piso, uno de los más afectados por el impacto de la bomba. La explosión cortó la última llamada que Sarmiento y su esposa sostuvieron.

“Yo estaba hablando con él por teléfono cuando explotó la bomba. Subí donde mi cuñada y ella me contó lo que había sucedido. Inmediatamente corrí a una cabina telefónica, pero él nunca volvió a contestar”, le dijo Íngrid Soria a este diario.

Familiares y amigos llamaban constantemente para conocer la suerte de Fernando Sarmiento. Su esposa fue esa misma noche al club con una foto de él en sus manos, pero la trágica noticia no tardó en llegar. Una mujer policía le dijo que Francisco había muerto y solo el domingo de ese inolvidable fin de semana lograron identificar su cuerpo en Medicina Legal.

Cuando murió el instructor de squash, su hija Paula tan solo tenía 2 años y 7 meses. Una niña que ha crecido sin las enseñanzas de un padre, recordando el dolor, en especial cuando a ella y a su madre las invaden momentos de tristeza. “Cuando mi hija ve a otros niños con sus padres, eso nos golpea. Pero uno tiene que salir adelante recordando otros detalles que son muy bonitos”.

Íngrid y Paula han encontrado el apoyo y la ayuda necesarios en la Fundación Club El Nogal, que asumió la educación de la niña. “Ha sido excelente, porque nunca he tenido que preocuparme por la matrícula, los útiles y los uniformes del colegio”, expresa con emotividad Soria. Junto a su hija, que ahora cursa octavo grado, son conscientes de que su apoyo mutuo es incondicional y que Francisco “estaría muy orgulloso”.

Adriana Blanco, Recepcionista

“Fui de las primeras heridas en salir de El Nogal. Me salvé por segundos porque el sexto piso, la zona de deportes donde trabajaba, se desplomó. Los vidrios del salón de aeróbicos cayeron encima de mí, dejándome esquirlas por todo el cuerpo, en especial la cabeza. Se me caía el pelo, parecía que yo misma me hubiera pasado unas tijeras.
El estruendo de la explosión dejó todo en medio de gritos y tinieblas. Me invadió el pánico y una “tembladera” que jamás quisiera volver a sentir en mi vida porque al principio estaba atrapada en el counter de la recepción, pero no sé cómo logré saltarlo y correr hacia el quinto piso.

En la calle las madres preguntaban por sus hijos. Salió un huésped desnudo al que le prestaron un gabán. Los gritos de la gente se confundían con las sirenas. Dos horas después de la explosión, hasta que vi la gravedad de mi herida de la cual no paraba la hemorragia, me llevaron al hospital.

Cada vez que recuento lo sucedido o escucho alguna sirena, siento escalofríos que me recuerdan la fatídica imagen del 7 de febrero de 2003”.

Haydé Coronado, Auxiliar

“En el momento de la explosión estaba en uno de los ascensores principales, que tras la explosión quedó atascado entre el quinto y sexto pisos. El joven que me acompañaba me dijo que tenía que tirarme al piso para poder respirar, ya que el interior del minúsculo espacio de donde estábamos se llenó de humo.

Estuve encerrada durante 30 minutos escuchando los gritos de la gente. Al salir, me ubiqué gracias al color del tapete y de esta forma evite caerme por uno de los huecos que hizo la explosión. Apenas me encontré con mis compañeros, empezamos a construir una cadena humana para sacar a la gente del edificio. Rompíamos las ventanas para poder respirar y evitamos que la tragedia fuera peor. Todo gracias al entrenamiento que nos da el club para este tipo de situaciones.

Escupiendo sangre, sin voz y con una lesión en una de mis piernas, salí del edificio a las 9:30 de la noche. Creía que nada me había pasado, pero en 2007 sufrí un derrame trombocerebral porque uno de mis oídos resultó bastante afectado durante el atentado. Hoy estoy medicada de por vida a causa del vértigo”.

Wilfredo Rodríguez, Mesero

“Recuerdo que empezaba la novela Francisco, el matemático; eran las 8:10 de la noche y sentí como si me apagaran. Eso fue lo último que quedó registrado en mi memoria antes de que explotara el carro bomba mientras hacía un reemplazo en la taberna, que quedaba ubicada en el quinto piso, uno de los más afectados.

Cuando desperté estaba en el parqueadero del tercer piso, con una viga encima de mi cuerpo que me impedía mover las piernas y uno de mis brazos. Clamaba por ayuda, y lo hice más duro cuando vi a Manuel, un compañero que rescataba a una señora bañada en sangre. Llegué a tal punto del desespero que me desmayé. Me despertaba de vez en cuando y sentía que me iba a morir.

No sólo se me dificultaba respirar, una camioneta que se estaba incendiando regaba combustible que caía a mi lado. Una de las pocas veces en que mi cuerpo reaccionó, vi que Manuel me cargaba en sus brazos y me salvaba. Volvió por mí.

Casi pierdo mi pierna izquierda. Tenía una trombosis en la arteria femoral por lo que tuve que ser intervenido inmediatamente. En ese momento estaba desesperado porque el médico me dijo que era una operación de alto riesgo y que en seis de cada diez operaciones, las personas perdían la extremidad.
Antes de ingresar a la sala de operaciones me acordé del versículo de la Biblia que dice: “Hermosos son los pies de los que anuncian la paz”. Eso me tranquilizó. Al final de todo tuve cuatro operaciones en las que me reconstruyeron ambas rodillas. Para mí, su reconstrucción es también la reconstrucción de la sociedad”.

Édgar García, Barman

“Esa noche estaba como barman en una de las terrazas del club. Yo creí que fui el responsable de la explosión, porque mientras preparaba un coctel —que tiene la característica de ser flameante— regué alcohol industrial sobre la barra para calentar la copa, y a la vez que prendí el fósforo, estalló el carro bomba. Sólo pensaba que la había embarrado.

Después de la detonación perdí el sentido de la ubicación. Deambulé durante media hora entre la oscuridad, gritos de auxilio y un humo asfixiante, hasta que me encontré con un grupo de seis personas. Encontramos una viga por la cual podíamos deslizarnos y salir a la carrera séptima.

Después de tres meses descubrí que mi ojo izquierdo fallaba y según los especialistas era un daño irreversible a causa de un golpe en la cabeza que afectó mi cerebro. Hoy solo veo sombras. La enfermedad no me limitó, al contrario, me impulsó a cumplir mi sueño de ser el mejor barman de Colombia. Fui campeón cinco veces seguidas —de 2007 a 2011— de los concursos nacionales de cocteles, que me han dado la posibilidad de viajar y conocer el mundo.

Estuve trabajando durante 17 años con el Club y ahora soy uno de los instructores más importantes del Sena. Durante mi estancia en El Nogal creé el trago más representativo de la casa, el coctel Yala, que es a base de ginebra, vodka, crema de coco y uchuvas. Recordar esos momentos de El Nogal me sirve para superar los trágicos momentos que me impactaron y para algún día lograr escuchar un locutor de radio que me remonta a esa tenebrosa noche del 7 de febrero de 2003”.
 

Freddy Medina, Botones

“Por cosas del destino me tocó cubrir el turno de la noche de uno de mis compañeros. Es como si Dios hubiese querido que yo estuviera en esos momentos para ayudar y ser servicial con la gente que lo necesitaba.

Cuando explotó el carro bomba, por fortuna no estaba al interior de la recepción del hotel de El Nogal. Vi desde afuera una llamarada que se empezó a expandir por todo el edificio. Inmediatamente volví a entrar al club para ayudar a la gente. Sin pensarlo, empecé a subir pisos y a recoger personas para llevarlas a la calle.
Cuando llegaron los organismos de socorro, recorrí el edificio en tres oportunidades junto a los bomberos, buscando a personas que estuvieran vivas. Nunca supe a cuánta gente le colaboré porque hay momentos que ni yo mismo recuerdo. Muchos socios y empleados aún me agradecen porque, al parecer, les salvé la vida.

La primera vez que me negaron la entrada al edificio los organismos de socorro por la carrera 7ª, empecé a dar la vuelta para entrar por la carrera 5ª o buscar cualquier pared destruida que me permitiera reingresar. Cuando iba por la calle, me encontré con una persona que habían dado por muerta. Me asusté demasiado.
Sin recordar que no me había comunicado con mi familia, terminé con mi labor sobre las cuatro de la madrugada. Aún me agobia recordar esa noche, porque lo primero que se me viene a la cabeza es la imagen de una persona muerta en el fondo de uno de los huecos de los ascensores”.

En twitter @SantsMartinez

Por Santiago Martínez

 

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