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El hombre de los primates en Colombia

Thomas Defler lleva cuatro décadas estudiando estos animales en el país. Tras pasar sus mejores años en la selva, escribir cinco libros y publicar más de 120 artículos, su labor fue reconocida por la Academia Colombiana de Ciencias.

Tatiana Pardo Ibarra
21 de agosto de 2016 - 02:00 a. m.
Actualmente Thomas Defler es docente de biología en la Universidad Nacional.  / Jonathan Romero
Actualmente Thomas Defler es docente de biología en la Universidad Nacional. / Jonathan Romero

Thomas Richard Defler llegó a Colombia una tarde de diciembre de 1976. Y llegó para quedarse. Pasó cinco años en Vichada, 16 en Vaupés, seis en Leticia y diez en Bogotá estudiando primates en las selvas del Orinoco y el Amazonas.

Tiene 75 años, cuatro hermanos, dos matrimonios, igual número de divorcios, ningún hijo, un pregrado en biología, una maestría en botánica y un doctorado en zoología. Ahora es docente de la Universidad Nacional.

Con más de 120 publicaciones y cinco libros, Defler recibió esta semana el Premio a la Obra Integral de un Científico, el máximo galardón que la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales otorga a quienes hayan dedicado su vida a la investigación. Y no cualquier vida en este caso: cuatro décadas.

De esas experiencias salieron los libros Primates de Colombia (2003), Historia natural de los primates colombianos (2010) y Primates colombianos en peligro de extinción (2013), además de una serie de artículos científicos sobre el mono nocturno, los churucos y el tití de Caquetá, una de las especies más amenazadas del país como consecuencia de la deforestación que, sin piedad, se ha ido comiendo a mordiscos su hábitat y reduciendo su población.

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Defler vive en el barrio La Soledad, en Bogotá. Desde la puerta de su apartamento llama la atención su sala, convertida en un pequeño jardín de recuerdos. Tres gatos que clavan la mirada sin parpadear a quien no conocen, unas orquídeas blancas puestas sobre la mesa central, dos peceras sucias, sin animales y todavía llenas de agua, un sillón en cuero color negro y al frente un butaco de madera donde reposa las piernas cada mañana con un tinto en la mano.

Pasó una infancia alejada de la opulencia y el despilfarro, vendiendo carne de paloma y conejo para conseguir dinero. Siempre amante de los animales, por eso nunca aprendió a cazar.

A finales de la década de los 60 se dedicó a viajar por San Francisco (EE. UU.). Llevaba el cabello largo, por debajo de los hombros, era delgado, fumaba marihuana y consumía LSD. Fue bajo los efectos de esta droga que, una noche de luna llena, viendo el océano Pacífico, decidió partir al sur del continente. Estaba convencido de que lo suyo no era vagar por ahí sin rumbo como lo hacían sus pares. Esa época de hippie le duró cuatro años, hasta que su cerebro empezó a taladrarle el cráneo, sediento de estudio e investigación.

Le tocó complacerlo; es un hombre intelectual. Su biblioteca, no contenta con apoderarse de una habitación completa de su apartamento, también decidió adueñarse de la mitad del corredor. Hay decenas de libros, la mayoría de ellos de ciencia, biología, comportamiento animal e interacciones humanas, arrumados por ahí sin lugar fijo.

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Llegó al país como miembro del Cuerpo de Paz de los Estados Unidos, con la ayuda del antiguo Instituto Nacional de los Recursos Naturales Renovables y del Medio Ambiente (Inderena), que financió durante un tiempo su estadía para que empezara a ahondar en el campo de la primatología.

—Se suponía que iba a trabajar en La Macarena, pero no quisieron enviarme a esa zona porque la situación política estaba complicada. Entonces me dieron dos opciones: el Parque Nacional Natural Cueva de los Guácharos, en Huila, o el Parque El Tuparro, en Vichada. Y recuerdo que yo sólo pregunté: “¿Cuál queda más lejos de Bogotá?”. Fue así como llegué a la Amazonia colombiana, huyendo de la contaminación, el ruido, el tráfico...

Después llegó al Vaupés, donde fundó la Estación Biológica Mosiro Itajura, sobre el río Apaporis, actualmente dirigida por Conservación Internacional Colombia. Ahí pasó uno de los momentos más angustiosos y tristes de su vida, cuando guerrilleros de las Farc lo obligaron a dejar el lugar.

—Me estaban pidiendo que abandonara mi vida, ¿puedes creerlo? Así, de un momento a otro, que dejara casi veinte años de trabajo. Y no tuve más opción que agarrar mis papeles, una pantaloneta, una camisa y subirme a la canoa a remar río arriba. Me dijeron que me matarían si me volvían a ver por ahí y, de camino al puerto, me los volví a encontrar. Pensé que me iban a disparar por la espalda, pero no fue así. Cuando llegamos al puerto salté como un frenético y empecé a correr en medio de los indígenas, por lo menos para que alguien me viera morir. Necesitaba testigos que le avisaran a mi familia lo que me había pasado. No quería que me tiraran al río y que mi cuerpo desapareciera como si nada.

Repite con insistencia que sintió miedo de pies a cabeza. Después de correr entre la gente se lanzó al río, nadó durante dos días, se agarró de troncos que flotaban en el agua para descansar y evitaba pensar en los cocodrilos, pirañas y culebras que fácilmente hubieran podido morderlo y devorarlo en minutos.

—Tenía miedo, mucho miedo, como nunca antes lo había experimentado. Nadé del Apaporis hasta el río Caquetá y pude llegar a una base militar en Brasil donde afortunadamente me conocían. En ese instante, volví a sentirme a salvo.

— ¿En esta ciudad, en estas paredes, se sigue sintiendo a salvo?

—Como verás, estoy solo y no tengo pensión, así que todavía no sé qué hacer con mi vida. De lo que sí estoy seguro es que Colombia es mi hogar, todo lo que he vivido durante estos 40 años ha sido maravilloso. Aquí le aporté mucho más al mundo de lo que hubiera podido hacer en Estados Unidos.

—¿Es feliz?

—De diferente manera. Mis mejores años se quedaron en la selva.

Por Tatiana Pardo Ibarra

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