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El manglar, una empresa que da empleo

En el Parque Nacional Sanquianga, ubicado en el departamento de Nariño, la comunidad decidió sembrar este tipo de bosque para enfrentar el cambio climático.

Carolina García Arbeláez
24 de septiembre de 2015 - 03:35 a. m.
El manglar alberga miles de especies, como cangrejos, camarones, pianguas, almejas, piajuiles, jaibas, pargos, gualajos, jureles, meros y canchimalos.  / Gustavo Castellanos - WWF Colombia
El manglar alberga miles de especies, como cangrejos, camarones, pianguas, almejas, piajuiles, jaibas, pargos, gualajos, jureles, meros y canchimalos. / Gustavo Castellanos - WWF Colombia

Los manglares son ecosistemas agrestes. Los asocian con mosquitos, con jején y con el olor azufrado que se libera al pisar su suelo carente de oxígeno. Trabajar en ellos es físicamente exigente. No son tan populares entre los biólogos como los corales. Incluso, Charles Darwin en su viaje hacia Galápagos los describió como ambientes putrefactos y malsanos.

Pero, en realidad, el manglar es el bosque más fuerte de todos. El único capaz de soportar cambios abruptos entre agua dulce y salada, y vivir en medio de constantes inundaciones. El que sirve como barrera protectora de la fuerza de las olas. El que sirve de escudo frente a la erosión costera y los tsunamis. El que entre su maraña de raíces que se anclan al barro esconde el hogar de miles de especies: cangrejo, camarón, piangua, almeja, piajuil, jaiba, pargo, gualajo, jurel, mero y canchimalo. La fuente principal de alimento para las comunidades de la costa Pacífica, cuyos servicios ecosistémicos han sido valorados en US$194.000 por hectárea.

“Es vida para nosotros. La empresa que más empleo nos genera, donde no marcamos horario. Aquí, todo lo tenemos”, dice Saturnino Montaño, o Satur, como lo llaman de cariño. Es un hombre negro, mucho más alto que el promedio y con una elegancia que no deja ni siquiera cuando, a plena luz del día entre los esteros, maneja la lancha de Parques Nacionales.

Saturnino nació en Guapi, pero lleva 19 años trabajando a una hora y media de casa, en Sanquianga, la reserva de manglar de 80.000 hectáreas ubicada en la costa nariñense del Pacífico colombiano, la más grande de toda la costa occidental del continente americano desde California hasta Perú. “Los manglares no tienen precio, tienen un valor”, concluye Saturnino.

De tanto navegar entre mangle y mangle, Saturnino no se “entunda”, como dicen en la región a los que se pierden entre el bosque. Sabe dónde están las concheras recogiendo piangua para el almuerzo, dónde están los manglares de más de 40 metros de altura, dónde suena a menudo la motosierra. Lleva en su cabeza la radiografía completa de Sanquianga, hogar de 8.070 personas, donde el manglar está muy bien preservado, pero no libre de amenazas de contaminación y tala.

¡A la siembra!

El lunes 14 de septiembre, a las 7 de la mañana, 24 personas de la comunidad se levantaron a sembrar manglar en los esteros Mulato y Brazo Largo. La mayoría de mujeres eran piangüeras que iban descalzas mientras abrían huecos en el barro para sembrar mangle y recolectar conchitas.

¿Cómo se saca la piangua?

“Metiendo la mano en los huequitos. Yo no lo hago porque me dan miedo el pejesapo y la culebra del agua”, dice Dolores Cundimí, señora de más de cuarenta años de edad que nació y creció en Sanquianga.

Era una de las varias siembras que se llevaron a cabo en la zona durante el último mes. Aunque con ellas se busca recuperar zonas degradadas, “no fue un proceso de reforestación sino de educación ambiental que complementa los planes de manejo del manglar”, afirma Fernando López, ingeniero forestal tolimense que llegó al Pacífico hace 25 años, a hacer unos inventarios, y no se fue nunca.

Después de haber liderado siembras similares en Tumaco y Francisco Pizarro, ahora trabaja en este proyecto de WWF que busca fortalecer las áreas protegidas para enfrentar el cambio climático y cuenta con el apoyo de Parques Nacionales y la Unión Europea.

Hace tres meses se instalaron en Vigía, Firme y Bajito, tres veredas del Parque, viveros de mangle que albergaban en conjunto cerca de 8.000 plántulas. Los miembros de la comunidad vigilaron y protegieron las guarderías de manglar. Fernando está convencido de que estos espacios educativos despiertan en la comunidad y en los niños un sentimiento de apego y conservación. Además ponen al descubierto la relación intrínseca que existe entre su sustento y la salud del ecosistema.

La protección del manglar también es clave para adaptarse a uno de los mayores desafíos de este siglo: el cambio climático. Por su ubicación geográfica, Colombia es un blanco de fenómenos climáticos extremos. Y si el país no se prepara, las poblaciones costeras serán —ya lo son— unas de las más afectadas. Tendrán que enfrentar el aumento en el nivel del mar, la acidificación del océano, tsunamis más intensos, cambios en el ciclo hidrológico de los cientos de ríos que cruzan la región y la desaparición de sus playas. La mejor forma de mitigar estos efectos devastadores es protegiendo el manglar.

“La erosión es un tema muy serio en todo el país: hay casos en los que se pierden 100 metros de playa en un mes. Sin playa nos quedamos sin el hábitat para especies como las tortugas y sin el espacio donde los pescadores construyen su vivienda”, afirma Óscar Guevara, especialista en cambio climático de WWF y cabeza del proyecto. “Cuando hay pujas o mareas astronómicas, la gente reconoce que las zonas con mayor cobertura de manglar sienten menos los efectos”. Entonces, 80.000 hectáreas de manglar en buen estado parecen ser la solución natural para el cambio climático.

Centros comerciales en la playa

“Cuando viví en Medellín me hizo falta el oxígeno. Un día me metí por el parque Berrío, por el centro, y la contaminación de humo me mandó derecho de vuelta al convento de la Madre Laura”, recuerda don Gabo, uno de los mayores de la comunidad Bajito, reconocido por su conocimiento en la pesca y en los derechos de las comunidades afros. A don Gabo le preocupa la basura.

Sanquianga es una de las áreas protegidas más pobladas de Colombia. Tiene más de 8.000 habitantes y está cerca de cuatro cabeceras municipales: El Charco, La Tola, Satinga y Mosquera. Ninguna de ellas cuenta con una disposición adecuada de residuos sólidos.

Desde la playa de 4 km de largo en la vereda de Mulatos, donde viven los “culimochos”, una comunidad blanca que se destaca entre la población mayoritariamente afro, se ve la isla de Gorgona. También se ven cientos de botellas plásticas, paquetes de papás y envases de icopor. “Hay manglares que están expuestos a la contaminación. Las piangüeras se encuentran hasta jeringas. ¿Se imaginan introducir la mano para sacar la piangua y salir pinchado con una jeringa?”, pregunta Saturnino. “Aquí en el parque hay sitios que los hemos denominado centros comerciales, porque ahí consigues de todo: una silla rimax, muebles, plástico, todo viene de la basura de las cabeceras municipales”.

Ya están pensando en alternativas. “Aquí la mitad de lo que se recoge se quema”, dice don Gabo. Igualmente, en Mulatos se acaba de inaugurar un biodigestor que convierte los desechos orgánicos en gas para la generación de energía eléctrica. Es otro paso para obtener electricidad y hacerle frente al cambio climático. Pero, sobre todo, para fortalecer este ecosistema que parece resistir la fuerza de las olas, los tsunamis, el agua salada, las inundaciones y hasta la basura.

Por Carolina García Arbeláez

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