El pueblo wayuu que el carbón desterró

El primer pueblo indígena reasentado por Cerrejón es Tamaquito II. Llevan seis meses en su nuevo caserío y todavía no encuentran la tranquilidad.

Carolina Gutiérrez Torres
25 de febrero de 2014 - 01:57 a. m.
Las casas de Tamaquito II, en la media Guajira, fueron construidas en ladrillos de tierra y cemento, producidos por los mismos indígenas. /Luis Ángel
Las casas de Tamaquito II, en la media Guajira, fueron construidas en ladrillos de tierra y cemento, producidos por los mismos indígenas. /Luis Ángel

Un grupo de mujeres wayuu, sentadas en las puertas de sus casas, con sus bebés desnudos en brazos, se quejan de que en Tamaquito II, en la media Guajira, no hay árboles frondosos que den sombra. También reniegan porque en las tardes la brisa levanta la tierra árida y el sol parece arder más de lo habitual. Pero, sobre todo, porque “aquí no hay sombra”.

Hasta hace seis meses este pueblo wayuu tenía el nombre de Tamaquito a secas y estaba asentado en la frontera de la serranía del Perijá. Ahora los 170 indígenas que lo habitaban están a 25 kilómetros de allí, viviendo en casas con luz eléctrica y acueducto, con estufa a gas, baño y lavamanos. “Todo eso es nuevo para nosotros”, cuenta Jairo Dionisio, cabildo gobernador, y agrega que todavía no se acostumbran a “esas comodidades”, que llegaron luego de que Cerrejón los reasentara.

Tamaquito II ya tiene su primer muerto. Y para los más viejos de la comunidad —que todavía no se acostumbran a vivir aquí—, esa muerte fue una especie de señal de que nunca volverán a ser lo que eran antes. En el antiguo pueblo —dice Dionisio— nunca hubo una muerte violenta como la de este muchacho de 22 años, que iba conduciendo a una velocidad descomunal y se chocó contra un camión (“eso también es nuevo para nosotros; compramos moto porque tuvimos que dejar los burros”). Ya en los sueños les habían advertido que habría riesgos —cuenta Dionisio— y miren lo que pasó.

El traslado de este pueblo wayuu fue decisión de la misma comunidad. Una decisión que tardaron dos años y medio en tomar y que tenía un solo argumento claro y doloroso: Tamaquito ya no era el pueblo libre, tranquilo, sano, de aire puro y agua potable que había sido desde que el señor López Epiayu (abuelo de Jairo Dionisio) construyó la primera casa en 1965. Ya no lo era. Y en las nuevas condiciones, que trajo la minería de carbón, ya no podían vivir.

La estocada final llegó en 2001, cuando la minería se tragó entero a Tabaco, el único pueblo que los conectaba con el comercio, las carreteras, los colegios, la salud. “Hubo cambios en las pieles de los niños, las plantas ya no echaban frutos, los arroyos ya no bajan abundantes. Y a eso se sumó que la fuerza pública empezó a hostigarnos. Decidimos irnos pensando en el futuro de los niños”.

La negociación

Jairo Dionisio nos da un recorrido por las casas de Tamaquito II. Señala los ladrillos grises y nos cuenta que fueron fabricados por ellos mismos, que están hechos con cemento y tierra. No podían desprenderse de la tierra. Explica que las casas están divididas en “tres módulos” para emular al viejo pueblo: en uno está la cocina, en otro las habitaciones y la sala (“nunca habíamos tenido sala”) y en otro el baño. Cuenta que todo lo lograron luego de seis años largos de negociaciones y que, incluso, consiguieron que en los cuartos para dormir les instalaran unos ganchos resistentes para los chinchorros.

Negociaron cada detalle: el terreno (“nosotros propusimos que fueran 500 hectáreas y se acordaron 300”), el tamaño de las habitaciones, el color de los techos que les permitiera diferenciar los tres clanes, el sitio para los bailes sagrados, la cancha para jugar los juegos típicos.

En las negociaciones entraron también los rituales de despedida del viejo pueblo y los de bienvenida a Tamaquito II. “Teníamos que despedirnos bien de los espíritus para no tener problemas en el nuevo lugar”, dice Dionisio. Durante 30 días sacrificaron chivos, danzaron, se dieron baños de protección, financiados por Cerrejón.

Seis meses después

Mientras recorremos este pueblo caluroso de 31 casas, recuerdo que una líder de Boquerón (Cesar), otro pueblo que también será reasentado, me dijo que Tamaquito era para ellos el proceso de reubicación más exitoso. Y entiendo por qué lo dice: Jairo Dionisio y los líderes de la comunidad llevan trece años empeñados en que se respeten su cultura y sus costumbres, negociando cada detalle, pero ni siquiera ese trabajo juicioso compensa la nostalgia por el viejo Tamaquito, el desarraigo con el que cargan.

“Para nosotros, un reasentamiento es la última alternativa, sabemos que es un tema dramático”, dice Juan Carlos Restrepo, vicepresidente de asuntos públicos y comunicaciones de Cerrejón. “Más allá del dolor que produce el desarraigo, que es muy respetable, pretendemos que las personas al final de la historia puedan entender que muchos aspectos de su vida mejoraron”, y remata diciendo que con el reasentamiento llegan también nuevas oportunidades de “nutrición, salubridad, una mejor escuela, unos proyectos productivos, becas para sus hijos hasta la universidad”.

“Los viejos no han vuelto a soñar aquí como soñaban antes”, dice Jairo Dionisio, el líder de 31 años que ha sido amenazado repetidas veces y que no volvió a dormir en su chinchorro en el patio, como lo había hecho siempre, porque siente miedo, porque en este Tamaquito no ha encontrado la tranquilidad.

Por Carolina Gutiérrez Torres

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