El Salado, de un pasado violento a un futuro ecológico

Campesinos de la región de Montes de María, víctimas del conflicto armado colombiano, lideran hoy iniciativas para proteger el bosque seco tropical del Caribe colombiano, construyen cocinas eficientes para reducir la tala y crean huertas caseras para garantizar su seguridad alimentaria en época de sequía.

Karen Tatiana Pardo
10 de marzo de 2016 - 03:58 a. m.
Sólo el 5% del bosque seco tropical que queda en el país está presente en el Sistema Nacional de Áreas Protegidas (Sinap). / Andrés Estefan En San José del Peñón, las familias han construido huertas caseras en sus patios. / Patrimonio Natural
Sólo el 5% del bosque seco tropical que queda en el país está presente en el Sistema Nacional de Áreas Protegidas (Sinap). / Andrés Estefan En San José del Peñón, las familias han construido huertas caseras en sus patios. / Patrimonio Natural

—Esto era una zona muy violenta, la gente huía de su tierra con las manos vacías con tal de que no le secuestraran a los hijos y le violaran a las niñas. Prácticamente estos pueblos están habitados por víctimas de la violencia —me dijo un anciano bigotudo mientras comía mango biche en el parque de San Juan Nepomuceno—. Pero mejor cuénteles cómo es que nos sentimos ahora y dígales que sufrimos un segundo desplazamiento; ya no por la guerra, sino por la sequía que nos está matando. Y de paso, también escriba sobre lo que pasó en toda esta región, porque la gente olvida facilito, por aquello de que asesinar pareciera ser “normal” por acá.

Se refiere a la masacre de El Salado, perpetrada por paramilitares hace 16 años, en la cual 66 personas fueron acribilladas, torturadas y ahorcadas al compás de marimbas y gaitas. El febrero de 2002 fue un episodio oscuro que marcó la historia del país, pero también la de más de 4.000 desplazados que lo dejaron todo.

El Salado es un corregimiento del municipio de El Carmen de Bolívar y hace parte de la región de los Montes de María, ubicada en la parte central de los departamentos de Bolívar y Sucre, en el Caribe. Una zona que sólo entre 1999 y 2001 fue escenario de 42 masacres que dejaron 354 víctimas fatales y varios pueblos fantasmas por delante. Mucha tierra sin hombres y muchos hombres sin tierra.

Lo que alguna vez fue una despensa agrícola donde se producían en abundancia ajonjolí, maíz, ñame, ahuyama, yuca y tabaco es hoy un bosque que cruje con cada pisada y son pocos los cultivos que sobreviven al intenso calor y la ausencia de lluvias. Desde hace cinco meses no cae una catarata de agua que humedezca el suelo arenoso desde el cielo, los animales se mueren de hambre y las quebradas agonizan de sed.

Toda esta región está rodeada de bosque seco tropical, uno de los ecosistemas más frágiles y lastimados que tiene el país. De lejos parece sólo monte, terrenos de maleza inservible que son amenazados por la extracción selectiva de maderas, la explotación de minerales a cielo abierto, la construcción de obras de infraestructura, la ganadería extensiva, la expansión urbana y la extracción de leña para combustible. Pero lo cierto es que está lleno de vida: más de 2.600 especies de plantas, 230 de aves y al menos 60 de mamíferos viven en él.

Sin embargo, después de que solía cubrir más de nueve millones de hectáreas en Colombia, hoy queda apenas el 8% de ese ecosistema y el 65% de las tierras que han sido deforestadas y eran bosque seco presentan desertificación.

Frente a este panorama, el fondo Patrimonio Natural, con el apoyo de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid), viene trabajando desde 2011 en el programa Paisajes de Conservación en los departamentos de La Guajira, Bolívar, Atlántico, Magdalena y Cesar. El objetivo es proteger el bosque y garantizar la seguridad alimentaria de los lugareños con prácticas sostenibles, sobre todo cuando el país enfrenta uno de los fenómenos de El Niño más intensos registrados en la historia.

Más árboles y menos humo

—Ahora mismo, papito Dios nos está dando una lección con todo este calor. El medioambiente está en cuidados intensivos porque nosotros mismos nos estamos exterminando, así que la única opción que tenemos es adaptarnos y buscar soluciones, de lo contrario nos vamos a morir de hambre y sed —dice Silvia Carmona, campesina de piel trigueña manchada por el sol, ojos negros, madre de cuatro hijos y víctima del desplazamiento forzado.

Sólo en Colombia, cerca de dos millones de familias usan leña. La mayoría de ellas están ubicadas en zonas rurales, lo que significa que son las más susceptibles a contraer infecciones respiratorias, enfermedades broncopulmonares, cáncer de pulmón, cataratas y tuberculosis, afecciones que, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada año acaban con la vida de 4,3 millones de personas, especialmente mujeres y niños. Aunque la problemática no sea tan visible, no deja de ser preocupante.

Esa fue la principal razón por la que Silvia, junto con otras siete personas, decidió compartir su conocimiento tradicional y ayudar a crear una cocina eficiente llamada Prima, que funciona con 60% menos de leña y genera 90% menos de humo. Con esta iniciativa, Patrimonio Natural busca empoderar a la comunidad para que construya un negocio local a partir de la fabricación de estas estufas que, además, ayudan a la conservación del medioambiente, disminuyendo la tala y las emisiones de CO2.

El fríjol cuarentano llega a Crepes & Waffles

Hace dieciséis años, en una mañana de abril, Erasmo Torres perdió a tres de sus cuatro hijos en la vereda El Espiritano. Los jóvenes habían salido de El Carmen de Bolívar, luego de haber sido desplazados por paramilitares, para revisar cómo estaban los cultivos que habían tenido que dejar forzosamente semanas atrás. Iban a cuidar las pocas vacas que seguían vivas y a llevar yuca para comer durante las próximas semanas, pues salieron con las manos vacías. Los delincuentes los asesinaron y dejaron tirados en medio del monte. Dos días después fueron encontrados “irreconocibles y fétidos” por su padre, quien ya sospechaba la tragedia.

Después de ese episodio, Erasmo no quiso regresar nunca más a esa tierra en donde había quedado sepultada la mitad de su familia. Viajó a Venezuela a buscar nuevas oportunidades, pero las cosas no le funcionaron, se devolvió a los Montes de María, trabajó en la vereda Villa Amalia, donde un cuñado, y finalmente se asentó con su esposa e hijo.

Ahora tiene una finca en la vereda Santa Clara, que a pesar de la intensa sequía produce sin falta el fríjol rojo cuarentano que se sirve en la barra de ensaladas de los restaurantes Crepes & Waffles en Bogotá. Como la idea del programa es fortalecer la cadena de valor y mejorar las condiciones de vida de la población, se espera que en los próximos meses otros productos, como limonaria, berenjenas, ají dulce, pimentón, moringa y ajonjolí, puedan ser comercializados.

En la zona también se desarrollan otros proyectos que tienen que ver con la recuperación de arroyos, la siembra de especies maderables que con el tiempo se han perdido y la implementación de sistemas silvopastoriles y prácticas agrícolas libres de productos químicos que contaminan y degradan el suelo.

—No me gusta hablar de lo que aquí pasó —dice Erasmo, mientras señala el horizonte y su voz se quiebra—, pero en este momento puedo ser la voz de cientos de campesinos que vivieron el horror en carne propia, de aquellos que ahora siembran sobre el miedo y los recuerdos que nos dejó la guerra.

Por Karen Tatiana Pardo

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