“Las instituciones globales son insuficientes”: Alejandro Gaviria

El exministro de Salud habla sobre las ideas que presenta en su más reciente libro frente a la crisis ambiental a la cual se enfrenta la humanidad.

María Paula Rubiano / @pau-erre
27 de abril de 2019 - 02:00 a. m.
“Siquiera tenemos las palabras” es el tercer libro de Alejandro Gaviria.  / Archivo El Espectador
“Siquiera tenemos las palabras” es el tercer libro de Alejandro Gaviria. / Archivo El Espectador

Alejandro Gaviria lee. En sus entrevistas —y esta no es la excepción— Gaviria no puede evitar hablar de esos objetos —los libros— que lo han acompañado desde siempre y han marcado su entendimiento de la vida, la humanidad y los problemas del mundo. Su más reciente libro, Siquiera tenemos las palabras, es un compendio de reflexiones inspiradas por las lecturas de Gaviria, hoy director del Centro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de América Latina y el Caribe. (Lea: El 24% de los ejecutivos colombianos no conoce los Objetivos de Desarrollo Sostenible)

Los textos hablan sobre la época que nos tocó vivir: “Inquietante y contradictoria”, en palabras del exministro de Salud. El Espectador habló con él sobre sus planteamientos frente a lo que denomina la lucha fundamental de nuestra era: la crisis ambiental, el cambio climático y su relación con los derechos humanos.

Estamos ante una crisis de la confianza del público en el método científico: los movimientos antivacunas se propagan, el negacionismo del cambio climático se apodera de presidencias en todo el mundo. ¿Cómo explicar ese escepticismo, en un mundo que depende cada vez más de objetos creados, precisamente, gracias al pensamiento científico?

El mundo de la tecnología y de la ciencia es incomprensible para la mayoría de la gente. Además, está traspasando muy rápidamente algunas fronteras éticas; lo hemos visto recientemente con la edición genética. Todo esto ha generado una gran desconfianza, una tremenda aprehensión. Si a eso le sumamos los cambios tecnológicos, que permiten expandir mentiras y falsedades con una eficacia inusitada, estamos sin duda ante un asunto complejo.

Lo que está escribiendo actualmente Yuval Harari lo había ya escrito Lem hace décadas en sus novelas y ensayos.

En uno de los primeros ensayos del libro dice los seres humanos somos animales cuyo cerebro “se rebeló” contra la evolución al crear el lenguaje y la consciencia. Ese hecho, en vez de deprimirnos, debería mostrarnos que en nuestras fallas están las semillas para ser mejores. Mirando atrás, y teniendo en cuenta su carrera como funcionario público, ¿en qué podrían mejorar las instituciones de nuestro país?

Quisiera señalar un ejemplo que ha sido enfatizado recientemente por Steve Pinker, entre otros. Somos tribales casi por instinto. Nuestra solidaridad innata es limitada. Restringida. Pero las instituciones humanas han expandido esa solidaridad: la seguridad social es un claro ejemplo de ello. Cabe señalar, de paso, que Colombia tiene uno de los sistemas de salud más solidarios del mundo: cada quien contribuye de acuerdo a sus posibilidades para pagar por la salud de todos.

En el libro hay una frase de Borges que enfatiza este punto a escala global, que plantea la necesidad de trascender el tribalismo: “El olvido de sangres y de naciones, la solidaridad del género humano”.

Los dos últimos ensayos del libro hablan explícitamente sobre la crisis ambiental que enfrenta la humanidad. Usted presenta dos visiones enfrentadas sobre el problema ¿Por qué cerrar este libro con estas reflexiones?

Fue intencional. El primer ensayo, escrito en forma epistolar, hace un inventario breve de las dificultades de resolver los grandes desafíos ambientales del planeta: la llamada tragedia de los comunes, nuestra falibilidad ética y nuestra misma insatisfacción innata. El segundo ensayo, en contraste, ofrece salidas, muestra posibilidades. Lo hace recurriendo a un libro que ha servido de inspiración a muchos ambientalistas, la última novela de Aldous Huxley, escrita en 1962, “La isla”. “Pura ciencia experimental y puro misticismo experimental”, escribió Huxley al final de la novela. (Le puede interesar: Las deudas de Colombia para universalizar el agua limpia y su saneamiento)

Me gustaría conocer un poco más a fondo sobre el proceso de escritura de los últimos dos ensayos del libro, en los que presenta dos visiones enfrentadas sobre el cambio climático: una pesimista, y otra de optimismo moderado.

Escribí el primero, el pesimista, después de leer un libro fascinante, pero absolutamente aterrador de William T. Vollman, No Immediate Danger. Dice Vollman que ya el daño está hecho, que la humanidad debería dedicarse por lo tanto a escribir su carta de suicidio. El segundo ensayo es una respuesta a ese pesimismo. Huxley fue al final de su vida un optimista. Creía no en los milagros de la tecnología, pero sí en la maleabilidad del pensamiento humano.

Debemos, creo yo, al menos en estas cuestiones, ser optimistas como cuestión de principio. La resignación solo agravaría los problemas. Me gusta la fórmula propuesta por Huxley: un optimismo acompañado siempre de una educación en el escepticismo.

En el ensayo pesimista sobre el cambio climático, una carta dirigida a una bisnieta en el futuro, dice que esta crisis ambiental es producto de “problemas esenciales de la especie”. ¿No es una forma de “lavar” las culpas de los poderes a los que no les interesa cambiar nuestro sistema productivo?

Es una forma de mostrar otra arista del problema, la dimensión antropológica. Tómese, por ejemplo, el problema de la calidad del aire en las ciudades: este no es solo un problema de los fabricantes de buses o de las compañías petroleras; es un problema de todos, de nuestras costumbres y modos de vida. Leí hace poco que los millennials siguen enamorados del vehículo particular, igual que sus padres. Si algo no cambia en nuestras preferencias y en nuestra conciencia ecológica, va a ser muy difícil resolver el problema. Quería simplemente señalar, de manera un poco oblicua, que somos parte del problema y tenemos que ser parte de la solución.

En el mismo ensayo le dice a esa bisnieta imaginada que la humanidad fue incapaz de poner de acuerdo a las instituciones, las leyes y la moralidad. De estos tres elementos, ¿cuál cree que es el que más está fallando para resolver la crisis ambiental global?

Hay dos problemas traslapados: las instituciones globales como existen hoy en día son insuficientes, son muy buenas para redactar manifiestos grandilocuentes, pero muy malas para hacerlos cumplir. Las Objetivos de Desarrollo Sostenible, por ejemplo, son voluntarios. Si no se cumplen, nada pasa. Nadie paga.

El otro problema es la justicia climática: no hay un acuerdo global sobre quién debería pagar por los costos del ajuste. Nadie quiere ceder. Sabemos, eso sí, que el cambio climático afecta más a los países más pobres. El cortoplacismo político y la falta de legitimidad parecen conspirar contra la necesidad de una justicia climática. El caso reciente de Francia es ilustrativo: un conjunto de políticas ambientales terminó siendo rechazado por varios sectores sociales. (Podría leer: ONU pide "esfuerzo fiscal" a América Latina para acelerar el cumplimiento de los ODS)

En el ensayo que cierra el libro reflexiona sobre un lugar utópico creado por Aldous Huxley en su novela “La isla”. En el texto expone algunos de los puntos básicos de la educación en esa utopía, que incluye un rechazo a la especialización del conocimiento, enseñar a los niños a ser escépticos y cultivar en ellos el asombro y el autoconocimiento. De esas enseñanzas, ¿cuál cree que es más urgente que aprendan los colombianos?

Hay una frase de Huxley reproducida en el libro que dice así: “[debemos] enseñarles a los niños a no tomarse las palabras muy en serio, a analizar cualquier cosa que oigan o lean —eso es parte integral del plan de estudios. Resultado: cualquier hablantinoso, como Hitler o el coronel de la isla vecina, no tiene ninguna oportunidad aquí en Pala”. Esa frase es relevante en la Colombia de hoy.

En el epílogo del ensayo habla sobre lo efímero del poder de los políticos en contraposición a lo perdurable de las ideas que habitan en la literatura. ¿Cree que la literatura actual entiende su importancia y, en ese sentido, se pregunta por cuestiones vigentes como el cambio climático?

Creo que sí. Vivimos un momento de un gran contraste: la mediocridad e ineficacia de la política convive con una gran efervescencia creadora, con Margaret Atwood, Michel Houellebecq, Cormac McCarthy, T. C. Boyle, Samanta Schweblin y tantos otros que, de manera oblicua y sutil, nos muestran salidas o al menos nos permiten intuir las consecuencias de la inacción y la indiferencia. Por eso el libro se titula “Siquiera tenemos las palabras”.

En otro ensayo reflexiona de manera más incisiva sobre cómo la prensa suele ocuparse de los hechos que, en el fondo, no son realmente importantes. Sin embargo, hoy los medios deben cubrir el cambio climático, tal vez la batalla más importante que ha dado la humanidad. ¿Cómo cree usted que el periodismo debe cubrir una lucha de esta magnitud? En su opinión, ¿lo ha hecho bien?

De alguna forma todos hemos fallado. Hemos sido capaces de documentar el problema, pero los cambios han sido muy lentos. La inercia es muy grande, la situación empeora exponencialmente. Me gusta la insistencia de Borges en el pudor de la historia, esa idea de que los puntos de quiebre no debemos buscarlos en los estruendos del presente (en las frases de los políticos o en las leyes y sentencias), sino en asuntos en apariencia triviales: una novela inédita, un descubrimiento de garaje, el gesto de unos niños, un jeroglífico en una pared, etc. Hay que buscar las historias en todas partes. La sobreestimación de la política electoral es uno de los males del periodismo. Hoy y siempre.

En el ensayo “George Orwell en Colombia, circa 2084” usted imagina un futuro distópico para Colombia en el que se realizan controles de población. ¿Por qué elegir esta distopía puntual para nuestro país? ¿Qué observa en el carácter de los colombianos que lo lleva a imaginar ese futuro posible?

Ese ensayo llama la atención sobre los peligros del ecoautoritarismo, sobre las posibles tensiones entre los derechos humanos y la dignidad humana, de un lado, y las políticas de sostenibilidad, del otro. Quise que sucediera en Colombia por nuestro sesgo legalista, por la manía que tenemos de convertir los grandes dilemas sociales en discusiones legales, formalistas, instrumentales. Hay una ironía en ese ensayo, el lenguaje es el de los derechos humanos, pero todo apunta a lo contrario, a una solución terrible al problema del cambio climático, una solución que atenta contra la dignidad humana: la ley estatutaria de despoblación.

Por María Paula Rubiano / @pau-erre

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