¿Puede Colombia decirle no a la minería y al petróleo?

Ocho consultas populares se han realizado y el No a la actividad minera ha ganado rotundamente. Hoy, en Sucre (Santander), se hará la novena. Pero en esta discusión hay mucho más en juego que una polémica.

Sergio Silva Numa / @SergioSilva03
01 de octubre de 2017 - 02:00 a. m.
La consulta más trascendental se hizo en marzo de este año, en Cajamarca (Tolima), que le dijo no al oro.  / Óscar Pérez
La consulta más trascendental se hizo en marzo de este año, en Cajamarca (Tolima), que le dijo no al oro. / Óscar Pérez

La pregunta con que se titula este artículo se la formulamos a diez personas. Unas se rieron. “Hay evidencia, pero hay que mirarla con cautela”, nos dijo una de ellas. Otras prefirieron no meterse en un tema tan espinoso. “Es mejor, como aseguró una, no enredar más esa telaraña”. Pero la telaraña hace mucho está enredada y hoy se enredará un poco más. Los más de 6 mil habitantes de Sucre, un municipio de Santander, decidirán si quieren explotación de minería e hidrocarburos en su territorio. Será el noveno en hacerlo. El noveno de una lista de 44 que vienen en camino. (Lea la segunda parte de este artículo: "Consultas populares, ¿por qué el malestar?")

Para unos las consultas populares son el remedio a la degradación ambiental del país y una reorganización del poder desde las comunidades. Para otros, una amenaza a la economía y la autosuficiencia energética del país. Los interrogantes detrás de este asunto son muchos y en juego hay diferentes variables que esconden profundas discusiones ambientales y económicas. “Lo que quieren es resolver un asunto filosófico”, nos dijo una de las personas con quien hablamos. “Lo que quieren”, apuntó otra, “es cambiar el sistema”.

Parece, a veces, que unos están pensando en defender un modelo que hasta cierto punto funcionó en el pasado, pero ha venido perdiendo vigencia; que otros están con los pies en el presente y que otros más están pensando en un futuro más deseable.

Carbón, ¿el futuro?

En abril de este año, Londres hizo un experimento. Entre las 11 p.m. del jueves 27 y las 11 p.m. del viernes 28 apagó la única planta térmica de carbón que tenía en funcionamiento. Las autoridades querían comprobar qué sucedía en la red de electricidad si esa central dejaba de suministrar energía. El resultado fue claro: el país que precisamente había puesto a funcionar la primera planta con carbón en 1882 ya parecía preparado para una nueva era. Era la primera vez desde la Revolución Industrial que Reino Unido no usaba ese mineral durante 24 horas continuas para generar vatios. Plantas de gas, turbinas eólicas, centrales nucleares, paneles solares y biomasa serían en adelante las fuentes que les permitirían a los ingleses prender la calefacción y los microondas.

Equipararnos con Reino Unido no tiene mucho sentido. Son dos realidades completamente diferentes y sus ritmos de crecimiento han sido distintos. Sin embargo, su intención de dejar de usar carbón para 2025, fecha límite que se trazaron para cerrar del todo la planta que apagaron, contrasta con los planes de Colombia. Para autoabastecerse de energía el país echará mano de este mineral y de otros sistemas que hasta ahora parecen seguir siendo incipientes. La idea es hacer una mezcla de renovables (sol + viento + biomasa), hidroeléctricas y carbón que les permita a todas las regiones ver luces navideñas por las próximas décadas.

Si dejáramos de lado (sólo hipotéticamente) los malos manejos que ha habido en algunas termoeléctricas, la probable intensificación del fenómeno de El Niño y los impactos sociales y ambientales que trae consigo la construcción de una hidroeléctrica, la fórmula no sería descabellada. La razón, dice el ingeniero Ricardo Ramírez, director encargado de la Unidad de Planeación Minero-Energética (UPME), es que si en algo es rico Colombia es en carbón. En 2015 las reservas probadas del país sumaban una cifra de muchos ceros: 6 mil millones de toneladas. El Empire State de Nueva York, por varios años el edificio más alto del mundo con 381 metros y 102 pisos, pesa 330 mil.

Ese número, que se esconde en los suelos de La Guajira (57 %) y Cesar (26 %), principalmente, es para Ramírez una gran fortuna de la que no todos los países pueden gozar. Su explicación es la siguiente: las energías renovables que se están planeando para Colombia necesitan el respaldo de un combustible firme que puede ser hidrocarburo o carbón. Y el nuestro, por ser tan abundante, es el que nos permitirá hacer una transición hacia una energía más limpia que combine todas esas fuentes. ¿Cuándo la vamos a ver? “En los próximos 15 años”, dice “Además, nuestras centrales de generación carboeléctrica tiene una eficiencia muy alta y cumplen de sobra con los niveles de emisión fijados internacionalmente”.

El ingeniero Ramírez es optimista. Dice que si la sabemos utilizar, esa mezcla permitirá que con el tiempo los buses y los carros abandonen la gasolina y empiecen a andar con electricidad. ¿Cuándo? El cálculo aún no está hecho. Noruega ha sido uno de los pocos que ha puesto un límite a esa tarea: 2025.

De manera que si hasta acá nos preguntáramos si podemos decirle no a la minería, la respuesta, teniendo en cuenta la estrategia para producir energía, sería no; habrá minería por un buen rato, con la gran paradoja que ello implica. Mientras los acuerdos por el clima invitan a los gobiernos a disminuir el uso del carbón, Colombia tiene una reserva que podría explotar por 70 años al mismo ritmo que lo ha venido haciendo. Eso, en números, quiere decir entre 85 mil y 90 mil toneladas de mineral anuales.

¿Podrían, entonces, los municipios que han hecho consultas populares poner en vilo la autosuficiencia energética? Santiago Ángel, presidente de la Asociación Colombiana de Mineros, reconoce que la mayoría, salvo Cajamarca (que no guarda carbón sino mucho oro), no tiene mucha relevancia. “Casos como el de Jesús María (Santander) ni van a cambiar la vocación del país ni van a mover la aguja minera de Colombia”.

Y en el caso hipotético de que incidieran en la explotación de carbón, ¿cuál sería la respuesta? Moverse en un terreno de probabilidades puede no ser muy saludable, pero es poco posible que interfieran. De las casi 90 mil toneladas que se extraen anualmente de La Guajira, Cesar y otros departamentos como Cundinamarca, Boyacá y Norte de Santander, Colombia sólo consume el 3 %. Eso quiere decir que el 97 % se exporta a varios países. Los principales: Turquía, Países Bajos, España, Chile y Brasil.

Cuando se refiere al tema, a Guillermo Rudas, máster en economía ambiental y de recursos naturales, le gusta hacerse una pregunta: “¿Y qué tal si nos quedamos sólo con el carbón que necesitemos para consumo interno? ¿No es más sostenible?”.

Aunque sin duda a lo largo del siglo XX parte de nuestro bienestar y crecimiento económico fue posible a esos minerales, el interrogante de Rudas le suma otro ingrediente a esta discusión, pues muestra que ya no sólo está en juego un tema energético. En el medio hay mucho dinero.

Y Colombia hizo “boom”

A finales de la década del 50 Holanda tuvo un golpe de suerte. En Slochteren, un pueblo al noreste que hoy no llega a los 16 mil habitantes, encontró una fortuna a 3 mil metros de profundidad. Tras haber hecho dos intentos para buscar petróleo en esa área, dio con una reserva inimaginable de gas; la más grande de Europa. Cuatro años después de descubrirla (en 1964) el pozo empezó a producir a un ritmo tan frenético, que fue el inicio de un verdadero boom gasífero. Pero el efecto del ingreso de tanto dinero fue el opuesto. La economía se desplomó. Las otras industrias perdieron relevancia, las exportaciones dejaron de ser competitivas, el desempleo se multiplicó y la moneda se revaluó. Años después, la revista The Economist bautizó ese mal con un término hoy popular entre los economistas: la “enfermedad holandesa”. The Dutch disease.

A lo que se refería la revista inglesa era que, al crear dependencia de una sola fuente de ingresos, que suelen ser recursos naturales (petróleo, por ejemplo), la economía se resiente. Como los precios de estas mercancías varían, en cualquier momento pueden caer en picada. Y cuando eso sucede, si no hay atrás una industria fortalecida que actúe como soporte, la economía puede derrumbarse.

Durante varios años en Colombia se habló de una posible enfermedad holandesa. Aun hoy varios analistas la mencionan como una probabilidad. En la revista Harvard Review of Latin America, el economista y experto en asuntos de política energética Francisco J. Monaldi lo advertía en 2014. Colombia, escribía, empezó a sufrir síntomas de ese mal tras el aumento en la entrada de rentas mineras. En palabras más prácticas, para usar los términos de Guillermo Rudas, el país (o su Gobierno, mejor) se engolosinó con las materias primas (minería y petróleo, esencialmente) luego de que en los primeros años del siglo XXI los precios se dispararan.

El boom de las materias primas permitió que América Latina tuviera el mejor desempeño económico en décadas, ayudando a aumentar su gasto público, reduciendo la pobreza y expandiendo la clase media”. El boom incluso trajo popularidad a la mayoría de presidentes en la región y, quienes tuvieron la oportunidad, fueron fácilmente reelegidos”, escribía Monaldi.

En números, ese gran auge de la minería y de la industria de hidrocarburos, le dejó ingresos notables a Colombia. A medida que los llamados extractivismos empezaron a impulsarse con fuerza, desde el mandato de Álvaro Uribe, su protagonismo en el Producto Interno Bruto fue cada vez más notorio (en 2002 representaban el 7 %). Fue un porcentaje que se mantuvo más o menos constante en medio de unos precios internacionales muy ventajosos. Eso hizo, por ejemplo, que la explotación de carbón y oro se disparara. Entre 2001 y 2011, la extracción del primero creció 95 %. La del segundo, 156 %.

Algo similar sucedió con el petróleo. Pese a que el sector se estancó entre 2001 y 2007, a partir de ese año tuvo una tasa de hasta nueve veces mayor que el resto de la economía colombiana. En 2012 se acercó a la cima. Le dejó al Estado $30,7 billones y produjo, en promedio, 944 mil barriles de crudo por día. En los 90 no sobrepasaba los 440 mil. Por esos años, de hecho, apenas representaba el 20 % de las exportaciones. En 2014 su participación ascendió al 55 %.

Una cifra más resume los párrafos anteriores. De acuerdo al Minminas, entre 2010 y 2016, todo el sector (minería y petróleo) generó, entre impuestos, regalías y dividendos, $140 billones. Fueron años en los que “extractivista” fue el mejor adjetivo para definir a Colombia y a América Latina. Pero como toda bonanza, ésta, de crudo, oro, carbón, níquel y esmeraldas, llegó a su fin. Si los precios del petróleo sobrepasaron los US$130 por barril en 2008 y se acercaron a los US$120 en 2012, hoy fluctúa entre US$50 y US$60. Los ingresos que nos dejó son innegables, pero vistos un poco más de cerca muestran que, pese a los recursos monetarios que generó, algo no andaba del todo bien. En términos de Monaldi, “los logros macroeconómicos y sociales no pueden ocultar los significativos desafíos y algunos efectos negativos”.

El primer municipio en dejar claro que no quería evitar esos efectos fue Piedras, Tolima. En julio de 2013 hizo una consulta popular en la que sus habitantes anunciaron su oposición a la minería de oro. Fue el campanazo de lo que vendría después y que alteraría los ánimos del Gobierno, que durante este mes seguro estará inquieto. ¿La razón? Entre el 5 de noviembre y el 3 de diciembre, el Peñón (Santander), Granada (Meta) y Córdoba (Quindío) también irán a una consulta popular.

(Lea la segunda parte de este artículo: "Consultas populares, ¿por qué el malestar?")

Por Sergio Silva Numa / @SergioSilva03

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