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Un gigante llamado Ceiba

Recorrido histórico por la literatura y cosmogonía indígena del Amazonas para describir este majestuoso ser de la naturaleza.

Rodrigo Bernal
31 de marzo de 2016 - 02:11 a. m.

En el principio de los tiempos, el universo era oscuro porque la luz estaba oculta tras la copa gigantesca de una enorme ceiba. Para sacar el mundo de las tinieblas, según cuenta el mito de creación de los ticunas de la Amazonia colombiana, Yoi e Ipi, los héroes mellizos, derribaron el árbol con la ayuda de los animales de la selva. Al caer, el grueso tronco se convirtió en el río Amazonas y las largas ramas en todos sus tributarios.

Esta es una de las muchas leyendas tradicionales de los pueblos aborígenes, desde México hasta la Amazonia, en las que la ceiba juega un papel central en la concepción del universo. Para los mayas, por ejemplo, el mundo estaba compuesto de tres niveles, el cielo, la tierra y el inframundo, conectados entre sí por una enorme ceiba, a través de la cual fluía la vida. Trece dioses moraban en las ramas del gran árbol, que formaban el cielo, y nueve en sus raíces, que constituían el inframundo. La desaparición de la ceiba significaría el fin de la vida. Nuestro propio fin.

Y no es inmerecido este papel central de las ceibas en las cosmogonías indígenas: con alturas que sobrepasan los 60 metros, la ceiba no sólo es el más corpulento de todos los árboles del trópico americano, sino que es, de hecho, el más majestuoso de todos sus seres vivos. Cuando el cronista español Gonzalo Fernández de Oviedo describió, en su Historia general y natural de las Indias, las ceibas que había visto en Nicaragua hacia 1526, sabía que iba a presentar al mundo un árbol tan colosal que nadie le creería. Así que, antes de hablar de él, se apresuró a aclarar: “si yo hablase estas cosas sin haber tantos testigos de vista, con temor lo diría”. Y no era para menos: Oviedo conoció ceibas de tallos tan imponentes que quince hombres tomados de las manos no lograban abarcarlos. Gigantes que en su base medían más de ocho metros de diámetro, el ancho promedio de una calle de barrio en cualquier ciudad.

Oviedo relató que a la sombra de las ceibas se reunían los indígenas de Nicaragua para sus mercados y que tres o cuatro de ellas bastaban para dar sombra a dos mil personas. Este uso del enorme árbol como sitio de reunión se perpetúa hasta hoy: grandes ceibas son el centro en los parques de muchos de nuestros pueblos y bajo ellas se llevaban a cabo, hasta no hace muchos años, los mercados semanales.

La más famosa de nuestras ceibas de plaza es la de Gigante (Huila), sembrada, según se dice, el 5 de octubre de 1851 por orden del presidente José Hilario López para conmemorar la abolición de la esclavitud. Este árbol, símbolo del municipio, tiene una copa de 30 metros de diámetro y cubre la mayor parte del parque principal. Muchas otras ceibas son árboles importantes en diversos pueblos y ciudades del país. En Cali es famosa una que ha sobrevivido en el centro de una avenida junto al río, atravesada en medio del tráfico como un enorme dinosaurio extraviado. Su preservación en ese sitio, ante el avance arrollador del automóvil, es testimonio de que nuestra ancestral veneración por esta especie no desapareció con la Conquista.

Al igual que sucedió con muchas otras plantas americanas, los conquistadores conocieron la ceiba en La Española y tomaron para ella el nombre con el que la designaban los taínos que habitaban esa isla. Por su belleza, su porte imponente y su rápido crecimiento, la ceiba fue llevada en poco tiempo a otras regiones tropicales que estaban en pleno proceso de conquista europea. Cien años después de la llegada de Colón a América ya era un árbol común en cultivo en los trópicos de Asia. Tan familiares se hicieron el árbol y su nombre que en 1753 el botánico sueco Linneo, cuando concibió el sistema de nombres científicos que usamos en la actualidad, denominó Bombax ceiba a un árbol emparentado, nativo de la India.

La ceiba pierde su follaje durante la estación seca y las gigantescas copas desnudas que sobresalen del bosque se pueden reconocer incluso desde el aire, cuando se sobrevuela una región. Durante esta misma época el árbol se cubre de flores blanquecinas y poco vistosas, que producen 200 litros de néctar, un manjar para los animales, en particular murciélagos, zarigüeyas, monos nocturnos, colibríes y polillas. Los más importantes para el árbol son los murciélagos, que al libar el néctar terminan con sus hocicos embadurnados de polen, el cual dejan en otras flores que visitan, efectuando de esta manera la polinización que dará lugar a los frutos.

La fructificación de la ceiba es uno de los más bellos espectáculos que se pueden presenciar en los bosques secos. Al abrirse los frutos, miles y miles de semillas pequeñas y livianas, envueltas en una fibra de color blanco puro, son dispersadas por el viento como copos de nieve. La lluvia de semillas de una ceiba es como una nevada en medio del bochornoso calor del trópico. La blanca fibra algodonosa de las semillas es un producto comercial de importancia en algunos países del sureste de Asia, donde se usa para rellenar almohadas y cojines.

La madera de la ceiba, en cambio, es de poca utilidad, pues es demasiado blanda. Sin embargo, los gigantescos tallos del árbol, debidamente labrados y ahuecados por los aborígenes americanos, se convertían en enormes piraguas que podían transportar hasta 130 personas. De esta manera, los indígenas completaban el ciclo cósmico, navegando en embarcaciones de ceiba por los caudalosos ríos que se crearon cuando Yoi e Ipi derribaron la primera ceiba del universo.

Por Rodrigo Bernal

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