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"Al menos vivimos"

Diego Jaramillo, uno de los sobrevivientes del terremoto de Popayán recuerda cómo este suceso dividió en dos la historia de la ciudad blanca.

Diego Jaramillo Salgado*
28 de marzo de 2013 - 10:30 a. m.
/Archivo El Espectador
/Archivo El Espectador

Desde lo más profundo del cerro, muy cerca de donde estaba ubicada mi casa, un rugido estrepitoso como de una manada de leones huyendo despavoridos se volcó sobre Popayán.

La imagen de un desbarrancamiento fue lo primero que pasó por mi cabeza y con ella la inexorable admonición de estar viviendo el último momento de mi vida. Por eso, cuando desde el primer piso escuché el grito desesperado de la madre de mi hijo pidiéndome lo protegiera salí de la ducha para buscarlo. Él estaba a salvo.

Desde ese momento no hubo más energía eléctrica, ni agua, ni teléfonos en Popayán. Cubierto solamente por una toalla me asomé a la ventana y en frente de mi casa, una ancha pared de la vieja edificación de Moscopán se desprendió totalmente y produjo una difusa polvareda que difícilmente permitía ver si seguía en pie.

Ubicada en una pequeña colina, otrora llamada del Azafate, cercana al barrio Santa Inés, era un punto de referencia de la ciudad porque allí se producía harina de trigo desde la década del treinta del siglo pasado -los historiadores afirman que en ese lugar vivió el cacique Payán en el siglo XVI-. Más tarde pude constatar que su armazón seguía en pie, pero inservible, como tantas otras vulneradas por la acción devastadora de la naturaleza.

Salí de inmediato para el centro histórico. Cada paso dado iba acompañado de un suspiro de sorpresa y desolación. Las calles quedaron reducidas a montañas de escombros y nubes de polvo. Uno que otro balcón permitía recordar, con sus arreglos, que en frente suyo se proyectaba esa noche el paso de una de las más solemnes procesiones de Semana Santa.

Paredes cuya aparente fortaleza impedía pensar, una hora antes, que pudieran ser fácilmente derribadas, ahora dejaban ver la amalgama de lo que estaban construidas. Su espeso grosor formado por adobe, ladrillo, tiestos dispersos entre el barro, paja usada como forma de amarre, hicieron parte de la catástrofe desplegada ante mis ojos.

La necesidad de caminar para seguir registrando desesperadamente cuán grande había sido la destrucción me puso ante la fragmentada torre de la Iglesia de Santo Domingo y, a su lado, los techos caídos de la Facultad de Derecho de la Universidad del Cauca. Luego, ante el Hotel Lindbergh. En su primer piso funcionaban dos espacios de grata recordación: para los bohemios, uno, y para los que ya buscábamos otros caminos de solución a problemas de salud.

Al asomarme para ver qué quedaba de ellos, escuché una exclamación pidiendo auxilio. Rápidamente intenté subirme por la puerta metálica. Al escalar unos tramos, comprendí que nada podía hacer, pues parte de la edificación pendía de frágiles paredes susceptibles de desprenderse en cualquier momento. La impotencia solo me permitió dar aviso a socorristas, quienes ya llegaban a atender a personas en sitios críticos. De uno de los balcones rescataron un niño, reportado luego como muerto. Su imagen recorrió el mundo.

Al llegar al frente de la catedral, mis fuerzas espirituales desvanecieron. Una larga fila de personas, en un esfuerzo desesperado por vaciar el apilamiento de materiales caídos sobre los cuerpos de un indeterminado número de fieles, daba cuenta de que allí se registraba los más duró del terremoto que acababa de pasar.
No fui capaz de ver más. Regresé despavorido a mi casa por la calle cuarta, por encima de todo tipo de escombros. Organicé de inmediato el viaje de mi hijo con su madre a la ciudad de Cali para poder ayudar en cuanto se pudiera. Disminuir la presión de la población sobre los pocos víveres y servicios era necesario para generar mejores condiciones de vida de quienes apenas comprendíamos que Popayán no sería como antes.

Poco a poco hacíamos conciencia de la magnitud de lo acontecido. Amigos, colegas, vecinos, hacían parte de esa lista de damnificados que a cada minuto se volvía interminable. Uno de ellos lo encontramos sentado sobre un taburete mirando ensimismado el larguero de una cama, únicos haberes rescatados de su apartamento, aplastado por los dos pisos superiores de uno de los edificios de los llamados Bloques de Pubenza. “Al menos vivimos”, fue lo único que alcanzó a musitar.

*Profesor jubilado de la Universidad del Cauca. Doctor y magíster en Estudios Latinoamericanos de la UNAM.

Por Diego Jaramillo Salgado*

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