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“Armero ha marcado mis noches los últimos 30 años”: rescatista voluntario

La historia de Guillermo Londoño, un hombre que estuvo como rescatista voluntario en Armero el trágico 13 de noviembre el 1985.

Carlos Eduardo Manrique
16 de noviembre de 2015 - 09:17 p. m.

Guillermo Londoño Jaramillo es un antioqueño que vive hace 18 años en Santa Marta. En la ciudad es muy conocido por la ardua labor que ha venido realizando en favor del medio ambiente. Varias veces se ha tirado en una llanta a limpiar las aguas del río Manzanares, ha pasado la Navidad con el batallón de alta montaña de la Sierra Nevada, en cerro Kennedy, y realiza la muy conocida cabalgata de caballitos de palo donde niños de escasos recursos salen por las calles. Dice que su amor por la naturaleza lo heredó de su padre, Juan de Dios, quien era avaluador de fincas en su natal Sonsón y un conocido activista ecológico.

Es el menor de 12 hermanos y buscando una mejor fortuna salió de su pueblo hacía la capital, donde pasó gran parte de su vida. Es así como en 1985 mientras se desempeñaba como funcionario de Colmotores recibió capacitación como rescatista y en prevención de desastres. Consciente de su vocación de servicio y de la formación que ya tenía no dudó un instante en aceptar la invitación que su amigo Fernando Bendeck, por aquellos años trabajador de la Cruz Roja, le hizo para que se aventuraran a viajar y permanecer tres días ayudando y rescatando a los pobladores de Armero, víctimas de la erupción del volcán Nevado del Ruiz el 13 de noviembre de 1985. Una historia que cuenta visiblemente emocionado y haciendo un diáfano paralelo entre el pueblo próspero y algodonero, que conoció varias veces tomando aguardiente con sus amigos los Agudelo, y la ruina desgarradora que encontró aquella mañana cuando aterrizó junto a Fernando, Carrillo y los otros cuyos nombre no recuerda.

Lo primero que refiere es que la tragedia también se dio en dichas proporciones porque se irrespetó el cause original del río Lagunilla y, según sus propias palabras, los ríos tienen memoria y los pobladores habían desviado su cauce original. Varias veces había estado en la plaza del pueblo tomando trago en las tiendas que había en el lugar, comenta que hasta en las heladerías se conseguía aguardiente. Versión confirmada diez años atrás por el profesor de historia Jorge López, natural del Líbano y quien durante mis clases en la secundaría decía sin vacilaciones que Armero era un pueblo próspero y festivo. Al aterrizar, Guillermo tuvo la conmoción más fuerte que ha vivido en todos sus años al ver la torre de la iglesia casi cubierta en su totalidad por la avalancha, se tomó la cabeza con ambas manos y 30 años después con lágrimas repite lo único que pudo pronunciar ante aquella hecatombe: “Dios mío, aquí se ha acabado todo”.

Durante las primeras horas de rescate, sacaron más de tres decenas de niños pequeños que eran lavados y posteriormente trasladados en helicóptero a otras poblaciones para su atención. Varios de esos niños fueron entregados a familias equivocadas y nunca más pudieron ver a sus parientes. Esto sucedía porque al ser rescatados no se llevaba un registro de sus nombres ni había algún referente familiar, lo más importante para ellos era salvar vidas y lo demás resultaba poco relevante ante aquellas almas que clamaban ayuda en medio de la tragedia. Tuvo que utilizar el mismo par de botas durante casi 72 horas y ver cómo a varios pobladores se les desprendía la piel por el calor de aquella masa que había acabado la población, varios cadáveres con laceraciones notorias y la certeza de estar caminando sobre miles y miles de muertos. Confiesa que esta imagen lo ha perseguido durante años y que en varias ocasiones le ha tocado permanecer en vigilia porque no puede conciliar el sueño.

Aquellos tres días que estuvo colaborando para socorrer a las víctimas de Armero, solamente pudo alimentarse con sandwich, agua y gaseosa, y la mayor parte del tiempo gastaba horas sin probar alimento puesto que aquella vorágine de la naturaleza no daba lugar a reposo. Siempre de algún lugar alguna persona sacaba la mano pidiendo ser ayudado y comenzaba entonces una cadena humana y un conjunto de cuerdas establecidas para socorrer a los armeritas. Recuerda, por ejemplo, que luego de dejar a una pareja en manos de los paramédicos, vio un brazo levantado en medio de la lava volcánica, inmediatamente lanzó la cuerda y empezó a halar durante varios minutos hasta poder sacarlo. No recuerda su nombre, pero jamás olvidará aquellos ojos llenos de gratitud que lo miraron por algunos segundos para enmarcarse en su alma, porque, como dice, nada hay más gratificante que salvar la vida de un ser humano.

Guillermo es también miembro de la Sociedad Bolivariana del Magdalena, historiador y conocedor apasionado de la obra del libertador. Dice que la tragedia de Armero pudo haberse prevenido si se hubiese respetado el cauce del río y también si las advertencias se hubiesen tomado en cuenta. Bastante molesto asegura que nuestros gobernantes irrespetan la naturaleza y solamente sacan provecho.

Denuncia que varias de las ayudas que la comunidad internacional envío para las víctimas de Armero fueron hurtadas por funcionarios municipales e incluso por algunos rescatistas voluntarios. Agrega haber visto a tres miembros de la Defensa Civil mientras extraían elementos que habían sido donados y permanecían en el parque Simón Bolivar, dice haberlos denunciado con varios agentes de Policía.

Treinta años después acude a su memoria la imagen de Omaira Sánchez diciendo sus últimas palabras y también la de centenares de personas que vio perecer en aquella horrible noche, y que se proyectan en su mente como una imagen nefasta. Algunas personas le pedían no ser rescatadas, sino que se entregaban a la muerte sin oponer resistencia.

Por Carlos Eduardo Manrique

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