La vida es un carnaval… La alegría es eterna

Dice la canción que no estaba muerto… estaba en un estado de embriaguez brutal. Un estado de delirio y aparente desconexión con la realidad como el ambiente de fantasía y sabor que se vive en el carnaval.

Sharon Nugent*
01 de marzo de 2017 - 04:35 a. m.
EFE.
EFE.

Dicen que si parte Joselito, parte el carnaval y la tristeza es grande. Pero no. No tanto. Aunque el viejo olvidó a su novia en el altar en medio de su nube etílica, las comparsas que acompañaban a la reina como si se tratara de una pandemia que se mueve y se riega incansablemente, desvanecieron la tristeza. 

La idea del fin del festejo no opaca las ganas de gozar el presente. Al contrario, pareciera potencializarlas. La gozadera sin fin muestra que Barranquilla es vida y la vida un carnaval. 

El martes de carnaval –y esto hace 365 días- almorcé un sandwich pues sabía que no había tiempo que perder. Debía exprimir el jugo del último día. A eso de la una de la tarde me dirigí a uno de los dos “entierros”. La energía de la calle se colaba en cada parte de mi cuerpo. Sin necesidad de Redbull, tenía alas al momento de dirigirme al desfile. 

Deseaba ver quién o qué tocaba la música que inundaba el azulísimo cielo que, en esta ciudad, suele ser un auténtico signo de lluvia. Una lluvia irreverente, como el carnaval, que emana de los poros. No obstante, gracias al cielo, pasó una ráfaga de las llamadas brisas de diciembre, llevando flores de roble rosado con aroma a chuzos de papa criolla y butifarra. 

Llegué con mi padre a unos toldos rojos que aún tenían puestos disponibles, un hombre empapado en sudor nos saludó.

- Vengan, por acá hay puestos.
- Buenas, ¿cómo estás? ¿Están libres esas dos de por allá?
- Claro patrón, a veinte cada una.
- Hombre, no. ¿En cuánto me las dejas?
- Veinte, patro. Eso es lo que valen.

De pronto, la mujer de al lado intervino con sus dientes amalgamados. 

- Éstas a diez.

Mi padre y yo nos leímos la mirada. Seguidamente, nos dirigimos a la carpa de la derecha donde, tras pagar y dar las gracias, nos sentamos en unas Rimax que, por cierto, eran idénticas a las de al lado. 

Fue entonces cuando por fin mi atención se concentró en la fantasía llevada por el ritmo de la gaita y la flauta de millo que acompañaban el coqueteo de la cumbia. Con pasitos y giros cortejaban los hombres con la simpleza de su vestuario a las mujeres, cuyo vistoso atuendo rojo exaltaba su juventud y belleza caribe. 

Mi panorama no era solo danza. Inevitablemente mi atención cambiaba su objetivo de vez en cuando hacia la curiosa gente que tenía al frente: dos parejas en sus tardíos sesenta. Delante de mí, un señor aparentaba haber robado la maleta mágica de Mary Poppins. Eso parecía explicar la ilimitada provisión de comida y bebida con que contaba. 

Entre risas de alegría carnavalera chiflidos, frases incomprensibles y Something Special, un hombre estiraba su mano regordeta por detrás de la silla de su mujer para pasar trago, queso gouda, crispetas, tocinetas Fred y De Todito a sus amigos. 

En la calle, las exultantes comparsas ofrecían sin excepción una maravillosa presentación: desde las más humildes, del corte del carnaval de antaño, hasta las más modernas, extravagantes e innovadoras. No sé qué hay en los colores chillones y en las lentejuelas que hacen todo tan festivo y emocionante, pero es un hecho. Es más, al recordar ese martes, pienso en color e inmediatamente mi ánimo se eleva. Debería patentarse pues, el carnaval como antidepresivo.

Los retorcijones de emoción, risas y la sensación de “echar pa’lante’” se evidencian con el carnaval, pero no se limitan a ese paréntesis de cuatro días, pues el ambiente barranquillero hace que la alegría trascienda el tiempo, el espacio y la magia que, según algunos, despega a finales de enero. 

En Curramba siempre hay motivos para ser feliz a pesar de las adversidades. Un incendio multicolor en el cielo al caer la tarde, el toque frenético de un tambor, los acordes armónicos de un acordeón, un humeante sancocho con la familia, unas “frías” con los amigos o disfrutar de esa descomunal luna llena –“la luna de Barranquilla ay hombre sí, qué maravilla”-, son algunos de las miles de razones que aquí se encuentran en cualquier época del año.
  
Y en el desfile de despedida, de nuevo, múltiples parodias que causan buenas carcajadas. Juan Manuel Santos y Timochenko con un cartel de “El 23 de marzo se firma la paz”; otra, de la que hacían parte hombres con alborotadas pelucas rojas -como la de la Sirenita de Disney-, y que desfilaban con pasos de pasarela llevados a la exageración, mientras que emitían gritos histéricos, llevando al cielo sus brazos contorneados con sombras para verse increíblemente musculosos. Ah… Sí, el epítome femenino.

“Aeaeaeee… rama de tamarindo…”

Por la calle, tapizada de confeti, al son de negro, revoloteaban y hacían divertidas muecas los conocidos niños de piel embetunada y labios rojos, protegidos del sol incandescente con sombreros de paja adornados con grandes y coloridas flores de papel. 

“Aeaeaeee… rama de tamarindo…”

Y la música, que impulsa el movimiento y alimenta la alegría. 

La muerte y el garabato se aproximan, reviviendo una lucha inmemorial en la que, como siempre, vence la vida.

Este martes, Adiós a Joselito... Sí, la vida es un carnaval y la alegría –vestida de rojo, amarillo y verde-, vuelve a ser eterna. Es una nueva lección que nos deja Barranquilla a quienes hemos llegado de otras partes.

 

*Universidad del Norte

Por Sharon Nugent*

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