Beto Jamaica, exalbañil y primer rey vallenato cachaco que quiere repetir corona

Es uno de los acordeonistas profesionales que aspiran a la corona en la 50ª edición del Festival de la Leyenda Vallenata y la cuarta versión del concurso Rey de Reyes. También es, hasta ahora, el único músico del interior del país que se ha impuesto en Valledupar.

César Muñoz Vargas ( @Sde177segundos) / Especial para El Espectador
28 de abril de 2017 - 08:56 p. m.
Foto: César Muñoz Vargas
Foto: César Muñoz Vargas

Dice Alberto Jamaica Larrota que la prueba más contundente de la experiencia con su divina majestad fue el cuerpo ileso, que no se rompió un solo hueso aquel día en que se descuajaringó el andamio donde estaba montado y él cayó al pavimento de una altura de doce metros. Al contrario de la leyenda, Beto Jamaica no se encontró con el diablo, ni le cantó el credo al revés, como pasó con Francisco El Hombre; la entrevista fue directa con Dios, cuando quiso pedirle cuentas anticipadamente.

Su experiencia, aunque también increíble, fue portentosa, algo de lo que solo pueden dar fe quienes han estado en el umbral del más allá y retornan gracias al poderío de sus razones para seguir caminando entre los mortales. Beto Jamaica sobrevivió, y emprendió luego una tozuda lidia contra los obstáculos  que le impidieran alcanzar el éxito soñado y que se antojaba remoto en ese entonces.

Beto fue maestro de obra, antes de serlo en la música. Un paciente albañil que al tiempo que edificaba casas, fabricaba tambores con latas de aceite, guacharacas con tubos de pvc y sueños de acordeón con la guita que juntó de sus largas faenas con pala y palustre  en el cemento, la arena y los ladrillos. El primer acordeón se lo compró a José Pedraza, y le costó setenta y cinco mil pesos, fortuna que completó con varias pañetadas y la venta de una colección de casetes, su ropa y una patineta.

El indetenible trajín comenzó luego de que Beto escuchara Alicia adorada, de Juancho Polo Valencia; tema hecho son y lamento por Alejo Durán. Fue una conexión inmediata  e indisoluble con la expresión comarcal del Magdalena Grande, una obsesión que años después lo llevaría a retar a los más diestros de Valledupar y sus alrededores, donde los niños cambian carros y pelotas por acordeones y berrinches por melodiosos ¡ay hombe!

Una tierra que Jamaica quiso conquistar desde el día en que se voló con  su amigo Wilson Ibarra rumbo a La Guajira, porque ambos querían aprender a tocar vallenato en el propio territorio de los cantos. La travesía terminó en Bucaramanga; la Policía se dio cuenta de que eran menores de edad y los reportó a sus familias. Los bajaron del bus, pero Beto siguió montado en el sueño de hacer parte de la historia vallenata.

Viendo a su amigo Wilson aprendió a tocar, pues en un  bisoño conjunto, también integrado por John Bernal, Beto Jamaica fue la voz líder hasta convencerse de que ─él mismo lo sentencia─ cantaba más un zapato en una jaula. Pero era afinado, y su buen oído le ayudó a pulirse y ganar el arrojo para empezar a tocar serenatas, en bazares, sitios nocturnos, fiestas patronales y concursos en Cundinamarca y Boyacá.

Y apareció Valledupar en el horizonte, por allá hacia 1992 y en cada uno de los concursos subsiguientes. Algunos críticos no le auguraban un primer lugar, mientras que otros eruditos, como Arminio Mestra y Ernesto Mc Causland, le tuvieron sincera fe. «Tú vas a ser el primer rey cachaco», lo anticipó el cronista, que en cada edición del Festival  de la Leyenda Vallenata lo sentía tocar mejor.

Casi tres lustros pasaron antes de la madrugada festivalera del primero de mayo de 2006. El jurado anunció su nombre en la tarima Colacho Mendoza del parque de la Leyenda: Alberto Beto Jamaica, primer lugar. Se rompió la hegemonía, se profanó el templo, más que en 1991, cuando el sanandresano Julián Rojas, con acordeón prestado por su contendiente, derrotó al gran favorito Juancho Rois.

Ese día, Beto Jamaica ─que en fin de semana suele guardarse temprano para madrugar a jugar fútbol─; con justa razón se emparrandó y siguió tocando. Y se rodeó de los vallenatos que siempre lo han acompañado, no solo en la caja y la guacharaca, sino brindándole cobijo y alimento, y  solares para los ensayos  con su decena de acordeones Tres Coronas. Y no es que los «arrugados» se recalienten, es que cada aire y cada canción requieren su tono preciso; y Beto, místico alumno de la escuela clásica, no le huye a la tradición.

Esa corona de 2006 le dio a Beto Jamaica el derecho a presentarse en el concurso Rey de Reyes que, desde 1987, se celebra cada década, exclusivamente con los ganadores en todas las categorías del festival. Lo  intentó sin mayor fortuna en 2007 y lo intenta ahora en 2017, respaldado con una pródiga rutina de acordes bien pisados; para estar al nivel de la élite de acordeonistas del Caribe. La competencia ha empezado, con el aura triste del gran Martín Elías y los ecos nostálgicos de un pueblo que lo llora, pero que en virtud de la fiesta, tiene que cantarlo y homenajearlo.

En 1987 el rey fue Nicolás Elías Colacho Mendoza; en 1997, Gonzalo Arturo el Cocha Molina; en 2007, Hugo Carlos Granados. Ahora, cual la jerga gallera, la pelea está muy reñida entre los gallos del valle de Upar ─incluido Wilber, el hijo de Colacho─  y este pollo blanco del barrio Ciudad Montes de Bogotá.

Como el día en que Dios tomó su mano vapuleada de tanto echar pañete y lo levantó del guachapazo; como la madrugada sublime del primero de mayo de 2006 y su luz se filtró por la ventana y volvió a hablarle: «Has cumplido tu sueño, pórtate bien y no te pierdas en los vicios». Como en tantas jornadas de brega y noches de gloria, Beto Jamaica quiere estar iluminado, fajado en la tarima, y digitar pitos y bajos igual y mejor que cuando esa puya que lo catapultó a la corona: Toca cachaco.

Por César Muñoz Vargas ( @Sde177segundos) / Especial para El Espectador

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