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¿Bombardear a las mafias en armas?

Después del último paro armado del clan Úsuga, el Gobierno decidió coger el toro por los cuernos ante una situación que se mostraba insoportable.

Antoine Perret Frédéric Massé *
12 de mayo de 2016 - 04:35 a. m.
La Defensoría del Pueblo calcula que hay bandas criminales en 27 de los 32 departamentos del país. / AFP.
La Defensoría del Pueblo calcula que hay bandas criminales en 27 de los 32 departamentos del país. / AFP.
Foto: (EPA) EFE - Luis Eduardo Noriega

La semana pasada, el Gobierno anunció “la aplicación de toda la fuerza del Estado, sin excepción, a los grupos armados organizados o los grupos que tengan mayor capacidad hostil contra las instituciones y la población, a quienes tengan campamentos, a quienes tengan armas largas, a quienes tengan uniformes y presencia en el territorio” nacional.

Para muchos, esta declaración sonó como una verdadera declaración de guerra en contra de estos grupos armados ilegales, que hace todavía muy poco eran considerados meras bandas criminales por el Gobierno. ¿Qué pasó? ¿Será una confesión de que la política de lucha contra esas bandas fracasó? ¿Y qué consecuencias trae este giro de 180 grados?

Desde que se empezó a luchar seriamente contra los grupos armados ilegales posdesmovilización, el Gobierno se había negado a considerarlos parte del conflicto armado. En varias oportunidades el Estado había reiterado que estaba dispuesto a negociar el sometimiento de estas estructuras armadas herederas de los grupos paramilitares (y de hecho lo hizo a finales del año 2011, con los integrantes del Erpac en los Llanos), pero siempre se negó a iniciar cualquier proceso de negociación que hubiera podido equiparar estos grupos con las guerrillas, aún más desde que se inició el actual proceso de paz con las Farc en La Habana. Así, la lucha contra estos grupos criminales seguía principalmente a cargo de la Policía Nacional.

Ahora bien, a pesar de dar de baja y de capturar a miles de sus integrantes, la política actual no parecía poder parar la consolidación y expansión de estas mafias armadas a lo largo y ancho del país.

Que el Gobierno haya decidido coger el toro por los cuernos ante una situación que se había revelado insoportable, sobre todo después del paro armado de abril pasado, es entendible. Frente a unos grupos criminales organizados, fuertemente armados y anclados en muchas regiones del país, se necesitaba tomar acciones rápidas y contundentes.

Para justificar o acompañar su evolución, el Gobierno decidió cambiar la denominación de estos grupos. Desde hace algunos meses ya no los calificaba de bandas criminales, sino de grupos armados organizados. Sin embargo, aunque dice que su decisión no tiene efecto sobre el “estatus jurídico ni político de quienes intervienen en las hostilidades”, lo cierto es que este cambio de política deja muchos interrogantes.

Primero: al pasar de negarles la condición de actores del conflicto armado a la decisión de combatirlos con toda la fuerza, siguiendo las normas del derecho internacional humanitario, el Gobierno les está declarando de facto la guerra, abriendo de hecho un nuevo conflicto armado. Al referirse al DIH, el Estado reconoce implícitamente que existe un conflicto armado con estos grupos organizados, pero, ¿puede el Gobierno aplicar el DIH a grupos que considera “bandas criminales dedicadas al narcotráfico y la minería ilegal” sin reconocerlos como actores y partes del conflicto armado? El problema es que, si se reconoce a estos grupos como parte de un conflicto interno, no les otorgaría automática ni necesariamente el carácter de actores políticos, pero probablemente le sería políticamente más difícil al Gobierno rechazar unas negociaciones de paz con ellos.

Segundo: la otra opción es que el Gobierno haya decidido usar su fuerza militar sin reconocer que sea en el marco de un conflicto armado, como lo hace, por ejemplo, México en su lucha contra las organizaciones narcotraficantes. En este caso, el DIH no aplica, pero la decisión de autorizar el bombardeo a estos grupos armados organizados es una medida bastante extrema que puede terminar en contra de las obligaciones internacionales del Estado colombiano de respetar el derecho a la vida de sus ciudadanos.

Desde un punto de vista más político, esta decisión no hace más que suscitar interrogantes. Recurrir a las Fuerzas Militares para combatir a las bacrim podría tener resultados muy limitados, porque aunque estos grupos armados organizados tienen una fuerte capacidad militar, son un problema de naturaleza esencialmente criminal-militar, que necesita una respuesta criminal-militar, en este orden de prioridad.

Existe una filiación evidente entre los grupos paramilitares y las bandas actuales, pero varias lógicas del fenómeno parecen haber cambiado y la naturaleza de esos grupos es diferente. En la actualidad, esos grupos ya no son contrainsurgentes ni paramilitares, en el sentido etimológico de la palabra, sino más bien mafias en armas o el brazo armado de los poderes mafiosos. Del pasado mantuvieron una lógica y heredaron una fuerte capacidad militar, pero se quedaron al margen del conflicto armado interno. De allí que, si bien estos grupos mostraron que no habían perdido su capacidad de controlar amplios territorios tanto rurales como urbanos, sus estructuras y sus modus operandi evolucionaron hacia un trabajo en red, menos visible, fenómeno al que las Fuerzas Militares no son necesariamente las más idóneas para afrontar.

Pensar en estas estructuras armadas más bien como mafias en armas debería también ayudar a entender que no sólo sirve conocer quiénes son, sino quiénes están detrás de ellas. Al no comprender que existen intereses políticos y económicos detrás de muchos de esos grupos, no se atacará el problema de raíz, por lo que muchos de estos grupos seguirán intactos.

* Antoine Perret, Ph.D., posdoctoral fellow en la Escuela de Derecho de Columbia University. Frédéric Massé, Ph.D., director del Centro de Investigaciones y Proyectos Especiales (CIPE) de la Universidad Externado de Colombia.

Por Antoine Perret Frédéric Massé *

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