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“Colombia no concibe su Caribe más allá de las costas del Atlántico y Bolívar”

El politólogo Christian Chacón analiza cómo está perdiendo Colombia diversas posibilidades culturales, biogeográficas y económicas por el racismo y el olvido a las comunidades raizales del Archipiélago de San Andrés.

Christian Chacón Herrera, Especial para El Espectador, San Andrés
17 de agosto de 2016 - 03:30 p. m.
El Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina podría ser la bisagra de un mundo, el del West Caribbean. / Cristian Garavito - El Espectador
El Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina podría ser la bisagra de un mundo, el del West Caribbean. / Cristian Garavito - El Espectador

En una de esas tardes soleadas en la Isla de San Andrés, mientras escuchaba ‘Fisherman Money’, una de las canciones del disco Puro Calypso que me obsequió Samuel Robinson, cónsul honorario de Jamaica en Colombia, por mi ventana pude observar un grupo de personas en frente al lugar en el que me hospedo, sumidos en una partida interminable de ‘daminoe’, mientras hablaban y debatían en creole, una hermosa lengua inteligible para muchos continentales, apelativo de los colombianos llegados a la Isla. 
 
Tan ininteligible como lo es el Caribe insular para muchos de nosotros, pero con el que conviven y han convivido miles de isleños, sanandresanos y providencianos. Un Caribe que ha sido cercado, fragmentado por la insistencia de los gobiernos (Managua (Nicaragua) y Bogotá los más recientes) que instalan en el mar las barreras que irrumpen en la unidad cultural, histórica y vital que allí existe.
 
Para comprender la realidad del Caribe emprendí algunas entrevistas que terminaron en amenos diálogos con personalidades isleñas como Kent Francis (exembajador de Colombia en Jamaica), Fidel Corpus (abogado e historiador), Enrique Pusey Bent (pastor bautista y autoridad raizal), Corine Duffis (veedora ciudadana). En dichas conversaciones se va tejiendo sin dificultad, como lo hace la araña de los cuentos de Anancy, una estrategia que no es tenida en cuenta de lado y lado de la difusa frontera del extinto Meridiano 82 y que resulta en una apuesta clave para el mejoramiento de las relaciones bilaterales entre Colombia y Nicaragua, además de la puerta abierta hacia el ‘West Caribbean’, ese espacio geográfico anglófono, afrocaribeño que se extiende desde Trinidad a Jamaica pasando por Sotavento y Barlovento. 
 
Dicha estrategia, no es ni más ni menos que reconocer la importancia de la cultura 'Creole’, que tiene sus cimientos en una lengua de base inglesa con sus propias formaciones gramaticales, pero además en un profundo protestantismo representado por iglesias como la Adventista, la Morávica y la Bautista. 
 
En nuestras conversaciones, a cada una de estas personalidades, se les deslizaba sin esfuerzo sus vínculos con otros países. Familias en Bluefields, en Corn Islands y Puerto Cabezas en Nicaragua; Colón y Bocas en Panamá, Limón y Cahuita en Costa Rica, la planísima isla de Grand Cayman. Allí, donde los Gordon, los Livingston, los Corpus, los Henry, los Forbes, los Hooker, entre otros son también estirpes comunes y heredadas de diásporas del otrora amplio y libre mar del Caribe Occidental. 
 
Cleotilde Henry, lideresa de la Asociación de Posadas Nativas, -con emoción- me contaba sobre lo que considera su Caribe, el de los ‘Creole’ y apurada busca un documental llamado ‘Black Creoles’ con el cual intenta darle sentido a esa relación de la que tanto me habla.
 
En el documental se muestran esos lugares en los cuales el rondón (Run Down) un sancocho a base de leche de coco, el Palo de Mayo (Maypole) un evento de danza y fiesta alrededor de un palo y cintas, el Bonga Car, los Cat Boats, venidos de Grand Cayman y usados por los providencianos para sus carreras en el mar, el mento y el calypso devienen en una identidad diseminada, con un ‘creole’ que, con algunas variaciones, se habla de la misma forma y tiene la misma significación cultural, como una resistencia a los procesos de “castellanización” (en el archipiélago se conoce como colombianización) junto con esa potencia protestante de las iglesias bautistas y moravas, las cuales no han sido entendidas por los centros de poder, españoles por estirpe y necios por ignorancia. 
 
Los lugareños sí lo han entendido. Un buen ejemplo es lo realizado por los integrantes del Archipielago Movement for Ethnic Native Self Determination (AMEN-SD) que se fueron buscando su familia en Bluefields y allí firmaron un acuerdo de colaboración en aspectos económicos, culturales, de intercambio, radiales y demás que, de cristalizarse, sería un avance positivo para el reconocimiento de siglos de historia compartida. 
 
El apoyo de los gobiernos nacionales para llevar a buen puerto es vital pero para ello se requiere suprimir esa ceguera que empaña la visión de un Caribe gigantesco que sigue siendo tan ininteligible para éstos y para muchos de nosotros, los continentales.
 
Una tarea pendiente
 
Colombia no concibe su Caribe más allá de las costas del Atlántico y Bolívar. Por ello, siempre ha sido displicente con su frontera más extensa hacia el ‘West Caribbean’.  Panamá se embolató iniciando el siglo XIX porque era una frontera bárbara a la que Miguel Antonio Caro (como representante de la misma) se rehusaba a visitar. 
 
Luego la Mosquitia fue cedida sin más a Nicaragua, como una tajada justa con el tratado Esguerra-Bárcenas y ahora hace malabares para mantener una estabilidad en el Archipiélago ante las torpes y no programáticas estrategias de Estado para defender el maritorio y la subsistencia de los pescadores y quienes viven por y del mar en San Andrés, Providencia y Santa Catalina con todos sus bancos y cayos; estrategias que ni siquiera incluyeron a quienes son los dueños del espacio, su historia y sus costumbres. 
 
Más allá de esto, Colombia ha desconocido (de manera racista para mi gusto) todo ese espacio rico en cultura, en donde los grandes navegantes ingleses, holandeses, irlandeses surcaron, algunos temporalmente, otros en forma de asentamiento. En donde se emprendieron luchas de independencia distintas a la del 20 de julio y del 7 de agosto, que se vociferan comúnmente. 
Con una historia en la cual los apellidos no son nada hispanos: Thomas O’Neille, John Bligh, Louis Aury y tiene otras fechas como el marzo de 1806, julio de 1818. 
 
Un territorio desde el cual zarparon los hombres que encabezaron la Armada Nacional para ser los héroes de la Guerra del Perú en la década del 30 y donde hoy han sido ignorados para defender su propio espacio geográfico, incluidos a destiempo para redefinir el camino y sin opciones de perfilar una nueva forma de concebir su espacio Caribe, más allá de la geopolítica de los Estados para transformarla a una geopolítica de los pueblos. 
 
Algunos lo llaman miedo, otros lo llaman ignorancia. Cualquiera sea, el Gobierno nacional y el Estado colombiano no han podido leer la rosa de los vientos y sin brújula, han equivocado el devenir de los ‘raizales’, como se le conoce a la comunidad étnica del Archipiélago desde la Constitución de 1991 y que se ha convertido en un mote identitario para los Isleños, con una política de colonialidad blanda, arrinconamiento cultural, desconocimiento de sus capacidades políticas y ahora cercenando todos sus lazos con ese mundo que se les extiende en el inmenso mar, que para el continental parece el fin del mundo.
 
Las posibilidades del Caribe
 
El Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina podría ser la bisagra de un mundo, el del West Caribbean, pero apenas es un tapón, por el cual se está filtrando inexorablemente una frontera no deseada para los isleños, una frontera que silencia su lengua, que separa a sus familias y que está al acecho del apetito de ambos Estados, que parecen no estar satisfechos y, por momentos, estar hastiados de tener tanto mar, aunque no sea de ellos. 
 
Give me Back Mi Land suena en el disco, las palmeras no cesan de bailar veleidosamente, el creole sigue inundando mis oídos, sigo sin entenderlo, pero soy un intruso que lo intenta. 
 
 

Por Christian Chacón Herrera, Especial para El Espectador, San Andrés

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