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Colombia según los japoneses

La lectura que hace de nuestro país esta cultura oriental está encajonada en lugares comunes y llena de anécdotas.

Gonzalo Robledo / Especial para El Espectador Tokio
27 de julio de 2014 - 02:00 a. m.
El primer ministro de Japón, Shinzo Abe, el viernes en Ciudad de México. Su gira latinoamericana incluye a Colombia, Chile y Brasil.   / EFE
El primer ministro de Japón, Shinzo Abe, el viernes en Ciudad de México. Su gira latinoamericana incluye a Colombia, Chile y Brasil. / EFE
Foto: EFE - Alex Cruz

Los textos escolares japoneses o las guías turísticas más básicas sintetizan a Colombia como un país de café y esmeraldas, y ese es el bagaje que tiene el joven promedio si en su vida no se cruza una mala noticia en la televisión o en la universidad no le piden consultar un libro como Guerra civil en Colombia, escrito por Hiroaki Idaka, excorresponsal en América Latina de la agencia de noticias Kyodo.

Idaka visitó Colombia tres decenas de veces durante momentos álgidos de nuestra historia reciente, cuando denominaciones como “la guerra de la cocaína” y espectaculares episodios como el rastreo de Pablo Escobar producían material mediático suculento y de obligada publicación.

El periodista, hoy retirado y dedicado a la docencia, describe a Colombia como uno de los países más accesibles para la prensa extranjera y enumera una larga lista de entrevistados oficiales que incluye al general Gustavo Rojas Pinilla y los presidentes en funciones Turbay, Barco, Gaviria, Samper y Pastrana.

En agosto de 1989 acordó una cita con Luis Carlos Galán, pero cuando su avión despegaba de Río de Janeiro, donde tenía su corresponsalía, supo que el futuro candidato presidencial acababa de ser baleado en Soacha. Idaka recuerda su visita al Cementerio Central de Bogotá para rendir tributo y “saludar el alma” del político y periodista asesinado.

Para las nuevas generaciones de japoneses educados en la abundancia y en la casi total ignorancia de los movimientos sociales de mitad del siglo pasado en Occidente, el análisis de Idaka sitúa en contexto nuestro prolongado estado de guerra y dibuja un país convulso donde la palabra “violencia” ocupa un lugar protagónico en su cultura.

Y la literatura y el arte colombianos que se consumen en Japón ayudan a fortalecer esa idea. La portada de uno de los títulos colombianos más recientes publicados en japonés, Los ejércitos, de Evelio Rosero, ha sido ilustrada por los editores nipones con un cuadro de Fernando Botero, cuya escena de matanza en medio de un jolgorio refuerza la impresión de que en Colombia la muerte violenta lo espera a uno a la vuelta de la esquina.

El insistente llamado de Doris Salcedo para recordar la violencia colombiana fue reconocido a mediados de este mes con el Premio Hiroshima de Arte, que concede el Museo Contemporáneo de la ciudad japonesa, víctima del holocausto nuclear.

Las canciones de Juanes y Shakira están en los karaokes de Japón, pero pocas personas que entonan sin entender la letra de Tengo la camisa negra o corean Waka waka conocen el origen de ambos cantantes.

No sería arriesgado afirmar que ningún aficionado japonés al fútbol desconoce el asesinato de Andrés Escobar después del desafortunado autogol de 1994. A comienzos de este año muchos preguntaban, sin asomo de malicia, si los integrantes de nuestra selección pagarían con su vida un error parecido en Brasil.

Pero la sonrisa beatífica de James Rodríguez y el buen desempeño colombiano en Brasil dejaron un buen sabor y contribuyeron a borrar ese mal recuerdo. Y pese a que Colombia fue el verdugo de Japón, o tal vez gracias a ello, decir que en Colombia se juega fútbol de calidad es ya un lugar común entre los comentaristas deportivos locales.

Otro lugar común, el de las colombianas hermosas, cobró fuerza en Japón en los años noventa, cuando un grupo de prostitutas colombianas empezó a desfilar cada tarde por un callejón en el barrio de Shin Okubo, que ellas mismas bautizaron “La calle del pecado”.

Muchas trabajaban controladas por la yakuza (la mafia nipona) y eran poco visibles durante el día y fuera de su entorno laboral. Aunque ahorradoras, las colombianas se permitían generosos gastos en fríjoles y aguardiente, y propiciaron el crecimiento de pequeñas empresas de importación de productos colombianos que iniciaban su camino en el difícil mercado japonés.

Los ocasionales reportajes de prensa o programas de televisión japoneses que se acercaban a informar sobre “La calle del pecado” concluían que, al igual que Filipinas y Tailandia, la incapacidad de Colombia de terminar con sus niveles extremos de pobreza, y el buen ver de sus mujeres, había agregado la oferta sexual a la lista de recursos para la exportación.

Lo que no decían esos programas era que el problema se agravaba por la ausencia de leyes para castigar el tráfico de personas en Japón. En 2004 Bogotá pidió apoyo a Washington para que incluyera a Japón en una lista negra del tráfico humano consiguiendo, además de un berrinche diplomático en Tokio, leyes específicas para castigar a sus proxenetas. Sin embargo, el flujo de mujeres no ha desaparecido y ningún ejecutivo japonés adepto a pagar por la compañía femenina ignora la fama de las trabajadoras colombianas de la noche.

Para entender mejor la belleza colombiana, el Asahi Shimbun, el principal diario liberal japonés, envió a Colombia a un periodista que aseguró que el canon de belleza de los reinados de belleza está dominado por el gusto de los mafiosos, los principales patrocinadores, según el informe, de esos eventos.

La imagen de Colombia en Japón registró sus indicadores más bajos en abril de 2006, cuando uno de los hijos del exembajador en Tokio entre 1999 y 2004, Ricardo Gutiérrez, abandonó el país tras cometer un escabroso homicidio en un céntrico parque, provocando elucubraciones en los medios locales sobre su hipotética conexión con un poderoso cartel colombiano de la droga. Antes de su cargo diplomático el padre del fugitivo (que finalmente se entregó a la justicia colombiana) había dirigido la representación de la Federación Nacional de Cafeteros en Tokio, entre 1987 y 1999, en un período durante el cual ayudó a sentar las bases para muchos de los productos de café que aún hoy se siguen vendiendo con éxito y forjó sólidos lazos con la élite de las empresas de importación, producción y distribución de bebidas en Japón.

La noticia del crimen fue ampliamente difundida por la prensa local y, además de empañar los diálogos empresariales de Japón con Colombia, sometió a un incómodo escrutinio social a muchos residentes colombianos en este país.

Tal vez por coincidencia o por designio la encargada de limpiar el aire enrarecido fue otra persona con fuertes vínculos con la Federación Nacional de Cafeteros, Patricia Cárdenas, hija de Jorge Cárdenas, gerente durante dos décadas de ese organismo. La expresidenta de la Asociación Bancaria, que acaba de ser trasladada a Brasil, llegó a Tokio como embajadora del gobierno de Álvaro Uribe, ocho meses después del sonado asesinato. Su misión central fue reactivar el diálogo para un acuerdo de libre comercio entre Colombia y Japón, una idea de los tiempos de Virgilio Barco que le permitió volver a sentar en una misma mesa y con cierta frecuencia a empresarios y funcionarios de ambos países.

Idaka, excorresponsal de Kyodo, sigue el pulso político de Colombia, está muy pendiente de las negociaciones del Gobierno colombiano y las Farc, y asegura estar convencido de que muy pronto los japoneses podrán dejar atrás la imagen de droga y guerrilla, y conocer definitivamente “la otra Colombia”.

 

Por Gonzalo Robledo / Especial para El Espectador Tokio

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