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La corraleja en las densas sombras del yo

Una mirada al espectáculo taurino nacional, a propósito de la decisión de la corte constitucional de que regresen las corridas de toros a la Plaza de Santamaría de Bogotá.

José Luis Garcés González*
08 de febrero de 2015 - 02:00 a. m.
La corraleja en las densas sombras del yo

Aunque parezca insólito, las corralejas inicialmente se dieron en Bogotá. Así lo asegura el cronista Cordovés Moure cuando afirma que las corralejas capitalinas eran ambulantes: empezaban en Las Nieves, pasaban a Santa Bárbara y luego se trasladaban a San Victorino. Después emigraron a la costa Caribe. Las primeras se dieron en Valledupar, Sincelejo y Ayapel en el siglo XIX. En la década del 60 al 70 del siglo XX tuvieron su apogeo. Más tarde, diversas causas la condujeron a su lenta degradación.

El final de la corraleja, en Montería, por ejemplo, ocurrió en enero de 1966, cuando se celebraba la fiesta tradicional. Anochecía y un grupo de exaltados tumbó un toro, lo sacrificó, lo destazó y se llevó su carne. Desde los palcos podía verse, salpicado por la luz mortecina de los mechones de las fritangueras y los guaraperos, un improvisado fandango cuyos bailadores enarbolaban, como velas, los huesos carnudos del toro recién muerto. Una mujer, desesperada, pedía a gritos que le regalaran la cabeza para hacer un jugoso sancocho. Santo remedio. Nunca más hubo corraleja en la capital de Córdoba.

No faltó el sociólogo o analista que dijera que el acto de matar al animal era un gesto de rebeldía popular, pero el transcurrir del tiempo no le dio crédito a esa interpretación. Fue un hecho violento, impulsado por el consumo de alcohol y por alguna oscura fuerza anidada en el subconsciente. Tres semanas después, en el mismo año, en Cereté se produjo la muerte de otro animal. Se pensó por parte de la autoridad que había conexión entre los dos casos y que se gestaba un complot contra ganaderos y corralejeros. Inclusive, alguien habló de elementos subversivos nutridos de doctrinas foráneas. Exageración. Si había algún desquite era una revancha alocada, impulsada por las expresiones íntimas de un yo sombrío y desordenado. No había nada organizado. Conclusión inicial: había operado en el caos de la gente el ya conocido principio freudiano del placer.

Por esa época algunos manteros intentaron crear una organización para valorar sus destrezas y exigir un dinero por sus presentaciones en las corralejas. La idea podría ser viable, pero no avanzó demasiado. Los dueños de los toros continuaron tirando billetes y botellas de ron desde el palco de la junta y los manteros y espontáneos se peleaban por agarrar algunos. La multitud se abalanzaba y en esas soltaban el toro. El alcohol ayudaba a dar coraje. Algunos propietarios ofrecían una cuantía de dinero al mantero que se atreviera a enfrentarse a uno de sus toros, el más bravo, el más peligroso.

Consigné en un escrito de la época las palabras del popular mantero que llamaban El Pescao, por lo rápido, por lo resbaloso, pues nunca se dejaba coger del toro que desafiaba muy cerca de sus cuernos: “¿Usted qué quiere, qué uno siempre salga perdiendo con el toro? Siempre el toro ha matado al hombre, pero nunca el hombre ha matado al toro, en la corraleja es así. El toro arranca, embiste y quien cayó, cayó. Uno siempre pone la papaya. Pendejo que es uno. Pero ya parece que tanta pendejada se va a acabar. Ahora la cosa será a otro precio. Si hay muertos, que sean de parte y parte. Esa es la justicia, ¿no cree usted?”.

Turbaco

En pocas horas empezaría enero de 2015, el sol a plenitud inundaba de candela toda la tierra visible y eran las cuatro de la tarde en Turbaco, un municipio cercano que gira en torno a Cartagena. La gente, dicharachera, metida en la corraleja, mantenía su guachafita. Los manteros sacaban trapazos y los banderilleros dejaban sus espuelas como flores de sangre encima del lomo de los toros. En el redondel un toro de estampa criolla, algo rojizo, se dejaba mantear y, a la vez, soportaba la persecución de una multitud que con cartones, periódicos y panolas intentaba enfrentársele. La gente fue cercando al astado. Sorpresivamente el toro resbaló y quedó extendido en cuatro patas. La turba se le vino encima. Decenas de espontáneos gritaban, brincaban encima de él y esgrimían vidrios y botellas partidas. Piedras y palos se estrellaron contra las astas del animal. Un garrotazo estalló contra las costillas de la res. El toro babeaba, raspaba el suelo, miraba desesperado con esas pepas acuosas que ya estaban casi cubiertas por las sombras del atardecer.

De súbito apareció un hombre de pantalón arregazado levantando los brazos como si festejara una victoria. El tipo traía en su mano derecha, casi escondido en la manga de su camisa, un cuchillo de filo blanco y hoja ancha, que brillaba desafiante ante los últimos rayos del sol. Lo primero que hizo, ya que al animal le habían atado con soga los cachos, fue inclinarse para enterrarle la hoja mortal en el nacimiento del cuello. Lo que en el toreo llaman el descabello. “Córtele las coyunturas”, gritó alguien. El sujeto, brioso, se acercó, se inclinó y acuchilló con furia cada una de las cuatro patas del animal. Así, lo dejaba inválido.

Luego, como vomitados por una tétrica magia, aparecieron machetes y un mozalbete de gorra al revés con un puñal que tenía el mango amarrado con tela negra. Un hombre con un suéter rojo y un sombrero blanco, se abrió campo hacia el astado y, con decisión, le introdujo la filosa hoja una y otra vez, intentando destrozarle el corazón. Sin más espera, aún vivo, comenzaron a desollarlo.

La sangre empezó a derramarse sobre la plaza. A teñirle de racimos rojos el cuero del animal, que ahora parecía de color barroso quemado. El astado intentó un último bramido y quedo desgonzado sobre la hierba pisoteada de la corraleja. Dicen los que estuvieron cerca que fue una queja larga, espeluznante, que chocó con las primeras sombras. Ebrios, con postas de carne en las espaldas, iniciaron el desfile. ¿Física hambre? ¿Revancha social? ¿Maldad atizada por el ron? Cada quien cogió lo que pudo. Un joven, borracho, de pañuelo amarrado a la mano izquierda en gesto de fortaleza, llevaba las vísceras del animal colgadas del cuello como un trofeo circular, hediondo y baboso.

Cuando entrevistaron al burgomaestre Myron Martínez, este le bajó el volumen al acto violento y respondió que todo lo que había sucedido era tradición y cultura. Quizá sin saberlo, el alcalde se acogió a la discutible concepción antropológica de la cultura. La que predica que toda práctica humana es cultura, sin importar lo atroz que sea o pueda llegar a ser.

Buenavista

Dos semanas después se produjo la muerte de un caballo en el pueblo de Buenavista, un municipio de Sucre que tiene corraleja y diez mil habitantes. Las redes sociales empezaron el 18 de enero a regar la noticia. Era un caballo barcino que fue corneado en la barriga por un toro y que cayó a la hierba de la plaza y no pudo levantarse más. Allí lo tomó por su cuenta una turbamulta multicolor, compuesta en su mayoría por jóvenes, que alzaban las manos como si hubieran obtenido una victoria colosal. Un hombre de camiseta azul, con guantes de caucho, cuchillo en mano, principió a cortarle la pierna izquierda, de la cual ya manaba una catarata de sangre. De pronto alguien gritó: “Degüéllalo, que todavía está vivo”. El matarife dirigió hacia el cuello del animal el enorme cuchillo y lo hundió con rabia. La bestia intentó mover la cabeza, pero cayó desgonzada. Los ojos del caballo se despernancaron por unos segundos; luego quedaron fijos, abiertos, vidriosos, viendo hacia la nada. Después lo destazaron, se repartieron la carne del animal sacrificado y todos se perdieron en la prima oscuridad. En la noche regresaron para bailar el fandango y para comentar la proeza cometida en el atardecer de ese día.

Cuando lo entrevistaron para un noticiero nacional, el alcalde, Quintiliano Tapias, afirmó que estaba en desacuerdo y se hallaban investigando el caso; que ya tenían identificado al hombre del cuchillo y que, además, el Código de Policía multa con 650 mil pesos a quien maltrate un animal. No se dijo más.

Más víctimas

El 29 de enero de 2015, informa un tabloide local, en la corraleja del corregimiento de Carolina, municipio de San Carlos, los toros que salieron a la plaza mataron a Miguel Gómez Suárez e hirieron por la espalda a Juan Carlos Vergara, mototaxista, y a Armando Avilés Martínez, un joven de 18 años que ya se había matriculado para cursar el primer semestre de matemáticas en la Universidad de Córdoba. San Carlos es un municipio antiquísimo, de calles arenosas y estacionado en el tiempo. Se cumplía así un indescifrable impulso que ataca a los hombres de estos pueblos tropicales cuando quieren demostrar machía y coraje, y se tiran a la plaza de una corraleja, empecinados en desafiar la muerte.

En la corraleja de San Pelayo, el sábado 31 de enero, un toro de la cría de los Hermanos Cumplido le destrozó los genitales a Luis José Nobles, quien fue atendido no en San Pelayo, ni en Cereté, sino en Montería. El joven, que terminó hace poco de pagar el servicio militar, también está afectado en la próstata. Así, en un sitio los cornean y en otro los atienden. Apenas empiezan las corralejas en los diversos pueblos del Caribe, lo cual indica que apenas empiezan los heridos y los muertos.

 

Especial para El Espectador

*Coordinador de El Túnel, de Montería. Catedrático de la Universidad de Córdoba. Cuentos suyos han sido traducidos al francés, al alemán, al eslovaco y al inglés. Su novela más reciente es ‘Fuga de caballos’.

 

Por José Luis Garcés González*

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