Publicidad

De Boyacá en los campos

Manuel Libardo es ya un torero hecho y, lo más importante, derecho. En Cali, en Manizales y el sábado en Duitama ha demostrado que conoce su oficio y que sabe hacerlo con temple, lentitud y goce

Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador
26 de enero de 2014 - 06:03 p. m.

Salir de Bogotá es un tormento por los trancones, por la estrechez de las vías, por los huecos en que se hunden carros y tractomulas. Bogotá está de hecho incomunicada con las principales ciudades cercanas: Honda, Villavicencio, Tunja –todas a menos de 100 kilómetros– porque hay embudos o pasos restringidos en los que se gasta el mismo tiempo esperando el que falta por recorrer. De Bogotá a Gachancipá se anda paso entre paso porque los propietarios de los predios que se necesitan para construir los indispensables cuatro carriles se niegan a venderlos y el Gobierno agacha la cabeza ante la sagrada propiedad privada. Pero una vez se deja la que fue la bella Sabana de Bogotá, se abre un lomerío de verdes y de ocres trabajadas al centímetro que nos acompañó a quienes íbamos a ver los toros hasta Duitama. Papa, alverja, duraznos y hasta trigo se están cultivando con verdadera temeridad dada la vigencia de los TLC.

Hay algo de principios y sin duda de dignidad en esa obstinación. Es la misma naturaleza quijotesca de Osmal Roa, que ha perdido mucho dinero como empresario de la plaza César Rincón trayendo figuras del toreo ya legendarias –y costosísimas– como Pablo Hermoso, el Juli, Castella. O como don Alfonso Salamanca, que transformó la casa de la hacienda de sus antepasados en un amable hotel con palmeras y pájaros en medio de una ciudad en pleno crecimiento. O como los toreros que comienzan, pese al signo de los tiempos, y apuestan su vida y su destino a la fiesta.

El sábado torearon sólo jóvenes colombianos, Manuel Libardo, Ricardo Rivera y Juan Solanilla, con toros de Garzón, Andalucía, Fuente La Peña, Achury Viejo, Juan Bernardo Caicedo y César Rincón. Hubo sol y un amago de lluvia. La plaza, con algún cemento visible, estuvo alegre y colorida. La gran virtud de las plazas menores es que los aficionados intervienen: hacen comentarios en voz alta, dan consejos a las espadas, protestan, opinan y saltan los miedos. Que fueron muchos: un par de banderilleros salieron caminando pese a que el respetable en un instante los dio por muertos. Y es que sin esos miedos, la fiesta de los toros se convertiría en una feria ganadera o en una pasarela. El miedo entra a la plaza porque en ella se burla a la muerte; los toreros son figuras heroicas –y en su momento casi divinas– porque se enfrentan a la muerte y sobreviven a ella.

Manuel Libardo es ya un torero hecho y, lo más importante, derecho. En Cali, en Manizales y el sábado en Duitama ha demostrado que conoce su oficio y que sabe hacerlo con temple, lentitud y goce. Es serio de cara y aplomado con los trapos. En su segundo sacó lo que tiene: clase. Hizo una faena a base de redondos obedeciendo a un espontáneo que le gritó: “Lleva el toro tu sabes a donde”. Ese sitio es el sitio de los toreros, al filo de los terrenos del toro, donde se engancha al animal con la muleta, se lleva con ella y se manda sobre él. No es más lo que hace un torero, pero es suficiente. Sobre todo, cuando la suerte le ayuda con la espada y mata como mató Manuel a un encastado de Achury Viejo al que dieron vuelta al ruedo por su nobleza. El torero paseó dos orejas.
Ricardo Rivera es un torero formado en México. Tiene personalidad y la hace sentir en el ruedo; está atento a todo lo que hacen los subalternos, oye al público y se comunica con él. Su primer toro salió suelto, andaba de lado a lado sin entendimiento. Rivera tampoco entendió a Macareno, que, amorcillado, murió barbeando el estribo. En su segundo, un encastado astifino de Juan Bernardo, casi mata a Efraín Bernal –el Diablito– en banderillas. Rivera lo toreó con lentitud por naturales ligados; pocos, pero virtuosos; cargó la suerte y sacó de Diplomático todo lo que tenía: una oreja a ley. Es un torero inspirado que cumple lo que promete. Se verá en Medellín.

Juan Solanilla recibió por verónicas acompasadas a Gladiador, un toro de Fuente la Peña de cabeza altiva y pitones de enfermería. En la pica peleó, tumbó al caballo y al picador. Un par de chicuelinas sacaron aplausos. En la muleta, el viento molestó al torero, que, voluntarioso, quiso sacar naturales de donde solo había calamocheos. Mata entre angustias. A su segundo, un Prisionero de César Rincón, lo recibió con dos cambiadas de rodillas muy toreras que levantaron la plaza. También –y casi de la misma manera– este toro anovillado tumbó caballo y picador. En los quites, un extraño puso en aprietos a Juan. Brindó al público; toreó de muleta adelantada; logró naturales limpios, aguantando a un toro quedado y peligroso. Un revolcón sin consecuencias. Cortó la oreja de un toro que retrocedía tan pronto Solanilla armaba la espada.

La nueva ley contra borrachos al volante y el mano a mano del domingo entre Bolívar y Castella obligó a muchos aficionados a dormir al abrigo del cerro Pan de azúcar.

Por Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar