¿De qué posconflicto hablamos?

El investigador experto en el análisis del fenómeno del paramilitarismo, analiza la coyuntura política y social que ha generado la dejación de armas por parte de las Farc.

Manfredo Koessl* / Especial para El Espectador, Alemania
19 de julio de 2017 - 11:26 p. m.
¿De qué posconflicto hablamos?

En los últimos años llamaba la atención la insistencia con la que los colombianos hablaban de la realidad del país en términos de “posconflicto”, como si la violencia que Colombia sufrió por décadas ya fuera una cosa del pasado, y se hubiera resuelto por completo en La Habana. No era algo que se hacía con intención de engañar o de mala fe, simplemente se expresaban así las grandes expectativas que se tenía en estas mesas de negociación y la esperanza de que, de una vez por todas, se pudiera dar vuelta la página de este largo y desagradable fenómeno de la violencia en el país e iniciar un camino más fructífero hacia el futuro.

Los problemas, las discusiones y los retrocesos del proceso fueron soportados por la población, el Gobierno y la guerrilla con un estoicismo, que es realmente notable -que sirve como un ejemplo a nivel internacional-. Esa necesidad de que todo saliera bien, también provocó que no se quisiera ver algunos indicios que señalaban problemas, en especial de la permanencia de prácticas violentas por parte de diversos actores armados ilegales y, específicamente, la persistencia y crecimiento de los grupos paramilitares en todo el país que, aprovechando la coyuntura, fueron ampliando su presencia en todo del país. Las noticias de amenazas, persecuciones y asesinatos de líderes sociales, sindicalistas y universitarios, se fueron escuchando con más frecuencia, hasta que se llegó a plantear si este resurgimiento de la amenaza paramilitar no significaba un real y concreto peligro para el proceso de paz con las Farc.

Así, en los últimos meses, se denota en la población una fuerte tensión, también se observa esto en las noticias de los periódicos y las declaraciones políticas: ¿Tal vez el conflicto aún persiste? ¿Tal vez la reducción de la presencia guerrillera, en amplias zonas del país, fue aprovechado por los paramilitares para aumentar su pie de fuerza? ¿Tal vez un “mero” acuerdo de paz, aún con aval internacional  –¿Premio Nobel incluido–, no alcanza para lograr el objetivo de manera definitiva?

Esta situación hace resurgir en los colombianos las dudas y complejos en sus diversas variantes que se pueden resumir en dos preguntas: ¿Es el colombiano un ser biológicamente violento no podemos hacer nada frente a ello? y ¿Existe una maldición sobre este país que compensa sus virtudes con la violencia endémica?

Sabemos que estas nociones están muy erradas. El colombiano no es ni más ni menos violento que el resto del mundo. Pero se ha subestimado algo muy importante: la importancia de la práctica de la violencia inscripta en el “habitus” (las prácticas cotidianas) de los colombianos, en las formas de relacionarse con los demás, la forma en que se ha organizado la sociedad. 

La violencia ha resultado, producto de la larga duración del conflicto, no sólo un problema para el Espacio Social Colombiano, sino que también una práctica que se incorpora a las estrategias y que permite sobreponerse a los problemas estructurales en Colombia. Esto hace que el Estado colombiano tenga características tan particulares, que enredan y llevan a la locura a muchos investigadores europeos y americanos: el Estado en Colombia es un jugador muy importante, pero no un jugador hegemónico que defina por sí mismo la situación, esto explica que Colombia sea una rara avis en la política latinoamericana con tan sólo un golpe militar para tomarse el poder en el siglo XX.  Entonces, un acuerdo firmado por el Estado y uno de los actores armados, no puede ser suficiente para garantizar la paz en el país. Eso es algo que el M-19 y la Unión Patriótica sufrieron en carne propia. El Gobierno necesita que los demás actores estén dispuestos a participar y garantizar el proceso y mientras eso no suceda, las probabilidades que estos Acuerdos desemboquen en una frustración son altas.

De esta manera, en Colombia, la violencia resulta una práctica que muchos individuos tienen en cuenta para solucionar o, por lo menos, intentar morigerar las consecuencias de los problemas ya sea económicos, sociales y políticos. El abismo social, la debilidad de las instituciones, la resistencia a los cambios, la debilidad del sistema político, la mal llamada “ausencia” o “debilidad” del Estado, los problemas con la justicia internacional, los derechos humanos y el raquitismo del sistema económico, ofrecen “oportunidades” para que la violencia los “resuelva” o los morigere. Problemas que, en muchos casos, esa misma violencia ha engendrado.

Por ello, será una difícil tarea hacer que la violencia deje de ser una de las prácticas más importantes (sino a veces la única) para afrontar los problemas sociales, políticos y económicos de los colombianos. No hay magia respecto a los cambios en el habitus, incluso en muchas ocasiones la resistencia de la adaptación del habitus a una nueva realidad genera el fenómeno del “síndrome del Quijote”, como el que afectó a las AUC en el Pacto de Ralito: no eran conscientes de que los tiempos habían cambiado. Por eso, el cambio de las condiciones y de las prácticas resulta algo que debe ir de mano en mano y armoniosamente, esto es ineludible, los demás actores importantes de Colombia deben acompañar activamente el proceso.

Al final de cuentas, un proceso de paz es precisamente eso: un proceso que se caracteriza por ser algo largo, arduo y engorroso, que demandará mucha paciencia y repetir la palabra “posconflicto” una y otra vez no lo va a cambiar, pero al mismo tiempo, no creer que, encontrar la paz es posible, tan sólo eterniza el problema.  

*Autor de: Violencia y Habitus. Paramilitarismo en Colombia. Siglo del Hombre Editores. Docente Corporación Universitaria Remington

Por Manfredo Koessl* / Especial para El Espectador, Alemania

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