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Destierro de nativos en Cartagena

La valorización se ha convertido en el arma para sacar a los pobres de allí, dice denuncia.

Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador
10 de marzo de 2012 - 10:00 p. m.

En plata blanca, el heroísmo de Cartagena se contaba en maravedíes, en reales o en escudos. La lucha contra los piratas ingleses y franceses tenía como objetivo verdadero la defensa del monopolio comercial que España impuso sobre sus colonias. Después, la resistencia contra Morillo tuvo la misma razón: administrar ese monopolio con independencia de la Corona. Los negros y los mulatos pusieron la sangre sin ganancias. Hoy, la ciudad está en venta. La han maquillado, al punto de que cuando se caminan las calles cantadas por el Tuerto López uno se siente más andando entre bastidores de un rodaje que en una ciudad tropical.

La aristocracia cartagenera —la de las casonas emblemáticas de balcón de madera y eslabón de bronce— se fue a vivir a la isla de Manga en los años 20 y a Bocagrande en los años 50, y abandonó sus caserones. El cascarón se mantenía más por los blasones que por el cariño que podían tenerles a los zapatos viejos.

De El Cabrero y de Bocagrande sacaron a los negros y a los indios que tenían allí rancherías, para construir mansiones. Cuando yo conocí Cartagena, a fines de los 50, el “recinto amurallado” parecía un pueblo atrapado en una telaraña de cables de energía eléctrica, también cayéndose. Los reinados de belleza se hacían en el hotel Caribe y a las niñas las paseaban en balleneras porque ya no existían los coches.

Quizá con la filmación de la película Quemada y la presencia de Marlon Brando, las grandes empresas turísticas internacionales voltearon a mirarla. Y a codiciarla. Veinte años después, cuando los turistas se cansaron de Acapulco y Cancún, Cartagena comenzó a ser reconstruida y los negocios de bienes inmuebles a mostrar altas tasas de rentabilidad especulativa. La Heroica se volvió la plaza para lavar dólares.

El fantasma de Chambacú

Los primeros desterrados fueron los cables de luz; después, las casas de inquilinato y las casas de putas; luego las ratas y los pequeños almacenes. La perspectiva puso en la mira a Chambacú, un “corral de negros” que afeaba la ciudad al mostrar la pobreza. Zapata Olivella escribió: “Quieren destruirnos. Temen que un día crucemos el puente, y la ola de tugurios inunde la ciudad”.

Chambacú es hoy el sello de una estafa millonaria hecha a la ciudad y a los negros por un combo de políticos millonarios, denunciada en su hora por El Espectador e investigada penalmente por los procuradores Gómez Méndez y Bernal Cuéllar. En el caso de Chambacú se puede mirar el futuro de la Cartagena negra y mestiza.

La excepcional situación de la ciudad, construida entre las ciénagas y el mar, rodeadas sus calles —tiradas sin cordel— por murallas de calicanto, ha disparado la voracidad de los urbanizadores criollos y extranjeros. Hoy, el metro cuadrado en la ciudad vieja cuesta entre 12 y 15 millones de pesos.

La valorización se ha convertido en el arma para sacar a los cartageneros pobres de su ciudad nativa. Los antiguos barrios de San Diego y Getsemaní, antes populares, están siendo comprados, y su gente acorralada por los impuestos de valorización y las normas de conservación. Zonas demasiado bellas y costosas para que vivan los pobres.

Ola de desplazamiento I

No sólo de la vieja ciudad amurallada están siendo desalojados los pobladores. La demanda de vivienda lujosa, de hoteles, de apartamentos; la construcción de grandes centros comerciales, de avenidas amplias y anillos viales, terminarán empujando a los habitantes de La Boquilla, Torices, Lemaitre, Pie de la Popa y Olaya a buscar nuevos sitios para vivir.

La ciudad rica crece hacia el norte y tiene como eje la carretera de la Vía al Mar, hacia Barranquilla (RN 90 A); la ciudad pobre crece por la carretera de La Cordialidad, vía Bayunca (RN 90), hacia las sabanas.

La Cartagena blanca se expande hacia suroccidente. La base naval, hoy en Bocagrande, será trasladada toda a Tierrabomba, donde ya ha se han adquirido terrenos que pertenecieron a las comunidades nativas. Se repetirá el proceso de Bocagrande: primero la base y, a la zaga, las urbanizaciones. Inversionistas japoneses hacen ofertas para construir el viaducto entre Bocagrande y Tierrabomba.

Se rumora también la construcción de una nueva vía entre la avenida San Martín y el Pastelillo, para desembotellar Bocagrande, donde crecen rascacielos como hongos en invierno. Para redondear el lucro, los especuladores quieren una gran marina para veleros y botes de turismo en el fondo de la bahía interior, frente al Centro de Convenciones.

La bahía grande será objeto de mejoras para unos y de empeoras para otros: el nuevo canal de Varadero, que tiene en ascuas a los pescadores porque la obra no sólo disminuirá la pesca, sino que también pondrá en peligro los botes al paso de los gigantescos buques petroleros.

La expansión de la gran Cartagena hacia el suroeste compromete las ya ocupadas islas de Barú y del Rosario, de donde han sacado a los pobladores nativos, la mayoría negros, hacia el continente.

Al mismo tiempo, hacia el suroriente nacen barrios como Nelson Mandela y El Pozón, y urbanizaciones populares como Colombiatón, Flor del Campo y Ciudad Bicentenario, construidas por acuerdos entre la empresa privada y los gobiernos nacional y municipal, en las que pretenden albergar a 30.000 familias en un área de 600 hectáreas. El esfuerzo, hecho por María Mulata, es ejemplar. No obstante, la zona fue un humedal que las aguas no olvidan.

Ola de desplazamiento II

En Cartagena el desplazamiento urbano debido a la valorización es extremadamente grave. A la invasión de las islas de Tierrabomba, Barú, el Rosario, hay que sumar la vulnerabilidad de los barrios ubicados entre el caño de Juan Angola y el cerro de la Popa, desde Torices hasta Canapote. Esta zona es un mirador privilegiado hacia el mar, del que recibe la brisa, dos factores que persiguen los urbanizadores. La existencia del Edificio Inteligente como centro administrativo y la pretensión de construir una gran torre en Chambacú –supermercados, teatros de cine, consultorios, oficinas y apartamentos–, dispararon el valor de la tierra en el sector y algunos inversionistas y lavadores de dólares se frotan los bolsillos con la perspectiva.

Sucede lo mismo en la zona suroriental con la apertura de la Vía Perimetral, que podría ser el camino para que la construcción de edificios alrededor de la ciénaga de la Virgen, iniciada en La Boquilla, se prolongue. En esta zona de 51 barrios viven los más pobres y quienes se identifican más con la raza negra. Sobra decir que son también los más rebuscadores.

Las obras de limpieza y renovación de vida en la ciénaga han contribuido a que sus orillas sean valoradas como un futuro sector residencial. Gentes de San Francisco, El Paraíso y La María están vendiendo sus casas o siendo trasladados por ser zonas de alto riesgo a barrios como San José de los Campanos, Revivir y Boston.

La quinta ciudad del país en cantidad de desplazados

Cartagena es hoy una ciudad de un millón de habitantes, con un crecimiento superior al de Barranquilla (3,0), pero inferior al de Bogotá (4,6). Bajo la línea de pobreza sobrevive el 47% de la población. En 2005, el 27% había nacido en otro municipio y el 35% se consideraba, como dicen ahora, afrodescendientes. Entre 1999 y 2005, 43.000 personas habían sido desplazadas de sus tierras; si este ritmo no varió, hoy el 10% de los habitantes está en tal condición. Cartagena es la quinta ciudad del país en cantidad de desplazados. Es muy posible que un gran número de ellos provengan de la guerra que desangró los Montes de María, la depresión momposina, la cuenca del río Atrato y el sur de Bolívar, donde tuvieron lugar las más violentas masacres ejecutadas por los paramilitares. Habría que sumar a esta cantidad los campesinos que emigraron hacia la ciudad debido a la crisis de sus economías y a la atracción del desarrollo comercial.

El caso de La Boquilla

El caso más sonado de desplazamiento después de Chambacú es, sin duda, el de La Boquilla, un asentamiento de pescadores que data de comienzos del siglo XIX. Hasta mediados de los años 90, La Boquilla era un pueblo que se beneficiaba de la pesca de crustáceos y moluscos en la ciénaga, y de pescado de escama en el mar.

Los fines de semana los boquilleros abrían en la playa restaurantes populares que complementaban su economía. La construcción del viaducto sobre una parte de la ciénaga, cuyo objeto fue empujar la urbanización hacia el norte, facilitó la edificación de un gran complejo turístico que comenzó con el hotel Las Américas y continuó con otra decena de cinco estrellas.

La presión sobre el pueblo de La Boquilla ha sido desde entonces constante y agresiva. Desde 2007, Planeación Distrital ha autorizado 68 proyectos con más de 150.000 metros cuadrados de construcción en hoteles y edificios de vivienda. En este sector, las playas han sido prácticamente privatizadas mediante el arbitrario control de compañías de seguridad. Más aún, hay denuncias de apropiación indebida de una de las carreras de la zona por parte de los hoteleros.

El problema de la autoridad competente que regula la zona se ha convertido en un rompecabezas: la Dirección General Marítima (Dimar) apela al decreto 2324 del 84, que le da esas facultades de dominio sobre el terreno de bajamar, pero como Cartagena es Distrito Turístico, creado por la ley 768, el Municipio alega un manejo especial de la playa a favor de las empresas hoteleras. Se trata de una pelea entre clientelas políticas.

No sólo la invasión hotelera tiene sitiada a La Boquilla. La pesca ha mermado en forma alarmante debido a la disminución progresiva del agua dulce de los caños que alimentan la ciénaga y a la contaminación con aguas servidas que botan los barrios aledaños. El anillo vial ha empeorado las condiciones del espejo de aguas, pese a la existencia de la bocana de mareas, porque le roba espacio a la ciénaga y alienta la invasión de la zona de carretera. Las autoridades ambientales han asumido la defensa del manglar y de las playas con miras al desarrollo turístico y ven a los boquilleros como invasores de bienes públicos y depredadores del medio ambiente.

Por ser negros y pescadores, la comunidad es levantisca y se han parado en la raya para impedir los destrozos que entraña el desarrollo de la Cartagena blanca. La sentencia T-745-10 de la Corte Constitucional, que reconoce el derecho de las comunidades a establecer sus prioridades en cuanto a modelos de desarrollo económico, social y cultural, los autoriza a rechazar “un plan o programa envuelto en la idea occidental de desarrollo”.

La comunidad, basada en ese fallo, ha organizado un Consejo Comunitario como los existentes en pueblos ancestrales de Barú, Santa Ana, Arroyo de Piedra, Bocachica, Tierrabomba, Caño del Loro, Ararca, Tierra Baja, Zapatero, Manzanillo, Arroyo Grande, Pasacaballos, Punta Canoa, Puerto Rey, todos vinculados al cada día más poderoso Proceso de Comunidades Negras.

Su objetivo prioritario es el reconocimiento de los consejos comunitarios como comunidades ancestrales protegidas por la ley 70 de 1993, y, por tanto, el derecho a ser sujetos de consulta previa libre e informada. Un derecho que les da el poder de veto sobre obras como, por ejemplo, la doble calzada que pasaría por encima de la ciénaga desde el Centro de Convenciones hasta Tierra Baja, y que afectaría aún más las condiciones de vida y de cultura. Hoy los boquilleros poseen un título colectivo sobre sus tierras, gozan de valores culturales propios y acatan la autoridad del Consejo Comunitario.

Los descendientes de los negros y mulatos que defendieron en Getsemaní y en La Boquilla la Cartagena que se hizo llamar Heroica, de la que no han recibido sino exclusiones, han encontrado una forma de resistencia que les permitirá ser sujetos de derecho para trazar una frontera cultural e imponer un límite definitivo a los atropellos cometidos por una manera de entender la vida ajena a su tradición.

Por Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador

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