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El altiplano de ruana

El Espectador viajó por los puntos más álgidos del paro agrario. Encontró bloqueos, relatos y esperanzas. La radiografía de la dignidad campesina en el altiplano.

Camilo Segura Álvarez
01 de septiembre de 2013 - 10:04 a. m.
 En Albarracín, campesinos bloquearon la doble calzada en ambos sentidos / Gustavo Torrijos
En Albarracín, campesinos bloquearon la doble calzada en ambos sentidos / Gustavo Torrijos

Amanece en la sabana. El Sol ilumina los campos que rodean una carretera desolada. Es miércoles. En la radio suenan relatos de periodistas que dan cuenta de enfrentamientos de la Policía con manifestantes. Daños en negocios e infraestructura pública, el centro de la noticia en Facatativá (Cundinamarca). Llegamos al pueblo. En la plaza el alcalde Orlando Buitrago en medio de 20 señoronas del pueblo, funcionarias, que le gritaban vivas. Detrás de él un hombre que cargaba una sombrilla para proteger al burgomaestre de los rayos solares. A dos cuadras la gente limpiando sus negocios, los restos que la noche anterior había dejado una marcha que, según los uniformados que acordonaban el lugar, “no fue concertada”. Allí sólo transeúntes, vecinos de Facatativá asombrados por el resultado de un evento extraordinario. Todo, resultado de un mentado paro agrario. Pero allí, lo agrario, era invisible.

El rumbo fue Zipaquirá. Por la vía que conduce de Facatativá a Cota, y de allí a Zipaquirá, pocos carros transitaban. No había bloqueos, pero sí mucha Policía. Muchachos disfrazados de hombres-máquina se apostaban sobre las bermas. Sin cascos, charlaban entre sí. Algunos elevaban sus pulgares a los carros, como si acabaran de ganar una guerra. Una guerra que apenas era visible en los arcos que adornan la puerta de Zipaquirá. Asfalto quemado y un par de troncos sobre el separador central eran los vestigios de un bloqueo que los conductores de transporte público habían establecido por 12 horas.

Ya en el pueblo la cotidianidad era incuestionable. Sin embargo, no en la periferia. Por un lado, una reunión de taxistas trataba de definir si entraban al paro. “Si no paramos, sólo le van a bajar el combustible a los camioneros y, además, nos exponemos a que nos rompan los carros”, decían. A cinco minutos, sobre la vía que va de Zipaquirá a Ubaté, los camioneros, sin sus máquinas, a un lado de la vía. Al otro, los hombres-máquina del Escuadrón Móvil Antidisturbios. Una tensa calma sin resolver. Cuatro días antes, en ese mismo punto, en el cruce que lleva a Nemocón o a Ubaté, el uniformado Luis Mauricio Torrado había sido asesinado con arma de fuego. “Quieren venganza. Nosotros no sabemos quién disparó, pero ellos nos echan la culpa. Estamos esperando qué negocian en Tunja. Pero en cualquier momento, si el Gobierno nos ‘mama gallo’, volvemos a atravesar las mulas”, decía un conductor de 21 años.

Nunca las atravesaron. Los 45 agentes del Esmad salieron hacia la concentración de taxistas. Allí, usando tasers (máquinas de choques eléctricos “no letales”), detuvieron a tres conductores. Fue súbito. “El operativo” no duró más de cinco minutos. El pueblo quedó en calma, los campesinos eran invisibles, pero llegaron los rumores: la fiesta del paro era en El Boquerón. Un alto sobre la carretera que lleva a Tausa, Sutatausa, Ubaté y Chiquinquirá. Campesinos, mineros y transportadores de esos cuatro municipios mantenían un carnaval desde el 19 de agosto, el día en que comenzó el paro. La multitud hace orillar al carro de este diario. Con acompañamiento de la Policía impiden el paso de cualquier vehículo que pueda llevar carga. Las multitudes buscan a los más viejos, los que mejor pueden explicar por qué están en paro, se los presentan a la prensa. Por fin, el paro, toma rostro.

La multitud enloquece de alegría. Se sienten más, se sienten mayorías. Mujeres, hombres y niños llegan por la oscura carretera. Con cacerolas y cucharones en mano gritan contra el gobierno de Juan Manuel Santos. Junto a ellos las cámaras de televisión. El periodista posa frente a la cámara, les pide a los labriegos que lo rodeen. La mitad de la manifestación se aposta frente al único televisor que hay en el paraje. “Vamos a salir en el noticiero”, “Mire mijo que su papá va a salir”. Desde Bogotá nunca le dan el cambio al reportero que había llegado al lugar. Los crespos hechos. El paro de las ruanas no fue transmitido. Pero les queda la alegría. Con ella se despiden. El reportero, y este medio, se alejan del lugar, es la una de la madrugada.

Y nos fuimos tras la semilla de la solidaridad con el paro: Boyacá. En la radio las noticias de una Bogotá convulsionada. Los disturbios y bloqueos ponían los reflectores en la capital. Llegamos a Briceño. De allí a Tocancipá. Luego a Chocontá. Todos, en calma. En las carreteras el mismo paisaje. Pocos carros, poca gente, mucha Policía. Sin embargo, al llegar a Albarracín, el peaje, las caras de los uniformados cambiaban. “¿Cómo está la vía?”, pregunta el soldado bachiller. “Tranquila”, responde el periodista. “Háganle hasta donde puedan”, advierte el muchacho. Ese punto, “hasta donde se pudo”, estaba a cinco minutos en carro. Junto a barandas de metal arrancadas de las divisiones del separador central y árboles quemados, cerca de 50 campesinos pararon el carro. Debemos quedarnos ahí por media hora. Los campesinos sugieren una vía alterna. Salimos de nuevo a la principal.

Desde Ventaquemada nos encontramos con cinco grupos campesinos de por lo menos 80 hombres cada uno. Todos hacen orillar el carro, bromean, hacen el “amague” de dispararle al vehículo con una cauchera. Suena en el fondo “la prensa pasa” y, con un par de golpes en la parte trasera, se despiden. Luego de pasar un bloqueo en Tierranegra las puntillas dejadas por los manifestantes se clavan en los neumáticos. El carro se pinchó. Buscamos un montallantas. Aparece el de Paco, después del Puente de Boyacá. “Estoy en el paro, pero les ayudo. Así me cuadro porque no he ganado nada desde el 19”. Faltan 30 kilómetros a lo sumo para llegar a Tunja, el epicentro de las negociaciones entre campesinos y Gobierno. El recorrido dura dos horas. Hacemos el conteo. Hemos atravesado más de 25 bloqueos sin ser agredidos, de ninguna forma. Un trayecto que dura una hora y media en condiciones normales (de Briceño a Tunja), es una travesía de ocho horas.

Son las siete de la noche. Tunja, la cuna del ‘cacerolazo’ en solidaridad con los campesinos, se nota cansada. Muchas viviendas y negocios tienen letreros pegados por sus propietarios: “Aquí apoyamos el paro agrario”. A la espera de una manifestación colorida y diversa nos encontramos con que sólo los jóvenes protestaban. Mil quinientos estudiantes, aproximadamente, emulaban lo que había sido masivo en los días anteriores. Lo que había desencadenado un respaldo popular inusitado hacia un grupo social particular: el ‘cacerolazo’ nacional.

Ya es viernes. Los medios radiales le exigen al Gobierno que actúe frente a los desmanes presentados en las capitales. Connotados periodistas editorializan sobre lo que “se salió de las manos”. El presidente Juan Manuel Santos hace una alocución. “Vamos a dialogar con los verdaderos campesinos” y que el movimiento político Marcha Patriótica quería imponer “su agenda” para llevar al país a una “sin salida”, frases que retumban en la mesa de negociaciones. En la curia de la capital boyacense, donde se realizan los diálogos, el pánico se apodera de los colegas. El gremio corre de un lado a otro buscando declaraciones explosivas. Monseñor Luis Augusto Castro es llamado por los campesinos. Le piden que impida que la comitiva gubernamental se vaya. Aurelio Iragorri, secretario presidencial, y Fernando Carrillo, ministro del Interior, ceden.

Media hora después baja una fuente ministerial. Se para en medio de los periodistas. Cuando todos sacan sus micrófonos y grabadoras advierte que las declaraciones serán “off the record”. Dice que la prueba que tiene el Gobierno de las presiones de la marcha es una cartilla, que estaría circulando por Tunja, que hace peticiones como la derogación de los tratados de libre comercio. Nunca la muestra. Ninguno de los tres asesores de este funcionario, a los que fue remitido este periodista, lo tiene. La fuente “off the record” dice que reconoce en los campesinos que están en la mesa a los interlocutores del Gobierno, que el presidente debió ser más preciso. Que si los campesinos ordenan el desbloqueo, seguirán las conversaciones. Que, de todas las maneras, volverán a Bogotá, como lo ordenó Santos.

Los campesinos, una vez salen de la lectura del comunicado en el que invitan al Gobierno a continuar los diálogos el sábado y a los manifestantes a desbloquear las vías, hacen lo mismo. Cuentan su versión de los hechos. “Ellos supieron negociar. Nos cansaron. En la mañana nos amenazaron con el cierre de la mesa y, con lo ocurrido en Bogotá, cambiaron el radar de las noticias. Vimos que se sintieron con el poder en la mano”, dice uno de los negociadores. Wálter Benavides, de Dignidad Papera, hace una llamada. Aparentemente es a alguien que está en las concentraciones campesinas de Turmequé: “Estamos cansados. Fueron 60 horas de negociación. Dígale a la gente que si levantamos los bloqueos es por solidaridad con la población afectada, no porque el Gobierno nos intimide. Que se hagan al lado de la vía. El paro continúa. Que si no nos cumplen en tres días volvemos a los bloqueos”.

 La noticia, entonces, estaba en si, efectivamente, los bloqueos se habían terminado. La salida de Tunja estaba desolada. Esta vez sí había carros, pero no campesinos, la alegría del paro. Más adelante, en el sector conocido como Las Palmas, labriegos entraban cortes de carne a una tienda. Venían de Ventaquemada. Contaron que fue el Ejército el que comenzó con la labor de despeje y afirmaron “el paro se acabó”. La carretera era transitable, como quería el Gobierno. En Bogotá los medios hablaban del paro en pasado, como si el fin de los bloqueos significara que la protesta había concluido. El escenario es indescifrable. Sin embargo, las presiones, o las noticias, o el cansancio, no acabaron con la dignidad campesina.

hcsegura@elespectador.com

 

@CamiloSeguraA

Por Camilo Segura Álvarez

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