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El amargo sabor del mango biche

El hambre, un arma silenciosa que tiene al borde de la extinción a dos comunidades indígenas del Casanare.

Ricardo Abdahllah
23 de marzo de 2015 - 02:30 a. m.
Uno de los 17 niños de la etnia tsiripu que viven en el resguardo. / Juan Pablo Gutiérrez, Derechos Reservados
Uno de los 17 niños de la etnia tsiripu que viven en el resguardo. / Juan Pablo Gutiérrez, Derechos Reservados

“Los niños se duermen al anochecer. Uno los ve sin más energía, pero unas horas después pareciera que todos se ponen de acuerdo para despertarse, llorando. Ese es un sonido que uno no olvida. Tantos niños llorando al tiempo allí en medio de la sabana. Una noche fui a preguntarle al capitán, que es como llaman al líder de la comunidad, por qué lloraban los niños. ‘Tienen hambre’, me contestó. Tranquilo. Acostumbrado. Como si uno pudiera acostumbrarse y aceptar que todos los niños de un asentamiento lloren de hambre”.

Ese llanto es uno de los recuerdos más vivos que el fotógrafo Juan Pablo Gutiérrez conserva de los nueve días que pasó como parte de un grupo de ocho profesionales vinculados a la ONIC (Organización Nacional Indígena de Colombia). En ocasiones confundidos con los “mariposos”, los tsiripus aparecen referenciados en algunos informes como “los que comen mango”.
El apelativo es exacto. Desde hace años, salvo raras excepciones, no comen otra cosa.

Los que están más mal

Según la agencia de la ONU para los refugiados, existen en Colombia 87 pueblos indígenas. Para la ONIC son 102. En sus autos 004 de 2009 y 382 de 2010, la Corte Constitucional colombiana ordenó la protección especial de 34 de ellos, que, como consecuencia del desplazamiento, la guerra y los numerosos proyectos de explotación, se encuentran en “grave peligro de extinción”.

El término puede tener dos connotaciones. Se habla de “extinción física” cuando los miembros de una comunidad se van reduciendo demográficamente sin que existan nuevos nacimientos y de “extinción cultural” cuando la dispersión de los miembros o la influencia exterior llevan a la disolución progresiva de las tradiciones y estructuras sociales de una comunidad.

Algunos pueblos enfrentan la amenaza de una doble extinción y 13 de ellos se encuentran en una situación que la ONIC califica como de “inminente riesgo de extinción”. Para la Organización, se debería hablar de exterminio o etnocidio para referirse a la situación que padecen los pueblos indígenas en Colombia.

Desde 2013 la ONIC lleva a cabo un proyecto de caracterización de dichas comunidades indígenas. En él participan sociólogos, antropólogos, geólogos, abogados y trabajadores sociales.

Fue una de las comisiones del proyecto de caracterización de la ONIC la que a finales de 2014 llegó al resguardo de Caño Mochuelo, en el que conviven ocho pueblos indígenas, entre ellos los tsiripus.

Un éxodo sin tierra prometida

A mediados del siglo XIX los relatos de los misioneros describían a los indígenas del llano como “salvajes, fieros e irracionales”. Ese discurso sirvió como justificación para las denominadas “correrías”. Los mayores de esta etnia hablan de centenares de tsiripus masacrados con la complicidad de los misioneros.

Hacia 1940, los tsiripus, que en ese entonces eran aproximadamente 600, vivían como nómadas en un vasto territorio en el departamento del Casanare. Salvo esporádicos encuentros con otros grupos indígenas, podían moverse libremente y subsistían gracias a la caza, la pesca y la recolección. A pesar del doloroso encuentro con los “blancos” un siglo atrás, los tsiripus ya eran ese pueblo del que el cronista José Navia Lame escribió que “viven de la naturaleza y siguen las enseñanzas de Nakoum, su dios, de una manera tan estricta, que son capaces de entregar lo poco que poseen en sus ranchos si otro se los pide de manera cordial”.

Como consecuencia de la Violencia partidista, la Violencia con mayúscula, a finales de los 40 comenzaron a llegar a la Orinoquia los primeros colonos blancos que iniciaron la deforestación de las tierras en las que habitaban los indígenas para fundar y luego expandir sus haciendas. El apoderamiento de estos territorios se dio bajo la práctica de las guajibiadas, verdadera “caza de indígenas por deporte, en las que los blancos atacaban los asentamientos que los grupos nómadas establecían como bases temporales, para asesinarlos, capturarlos y utilizarlos como trabajadores, o simplemente por el placer de verlos huir”.

Los testimonios recogidos por la ONIC señalan que con el tiempo, y ante el temor de un ataque, los tsiripus dejaron de improvisar chozas temporales y se acostumbraron a dormir a la intemperie, incluso durante las temporadas de lluvia. Tampoco encendían hogueras, cuyo humo los haría visibles para los colonos. Así comenzaron las epidemias de enfermedades pulmonares.

“No podíamos prender fuego de día porque los colonos veían dónde estábamos, nos tocaba comer crudo y no dormir en el mismo sitio más de una noche, el frío pegaba muy duro”, señala el testimonio de una de las más ancianas de la comunidad.

El desplazamiento que vivieron entonces nada tenía que ver con la vida nómada que llevaban desde siempre. Como cazadores–recolectores, los tsiripus se establecían por temporadas, se movían lentamente y se circunscribían a un territorio, por vasto que fuera. Ahora estaban obligados a huir sin posibilidad de aprovisionarse y de conocer el territorio por el que avanzaban.

“Una abuela tsiripu me contó que cuando escuchaban tiros y perros, todos salían corriendo para donde fuera. Una vez, cuando se bajó el cauce del río, encontraron los cuerpos de varios de los miembros del grupo que había sido dispersado semanas antes, pero muchas veces no aparecían nunca. O se perdían o los habían matado”, cuenta Gutiérrez.

A finales de 1970 el pueblo tsiripu había sido perseguido y masacrado por los colonos, al punto de reducirse a apenas 15 individuos. Su peregrinaje forzado los llevó hasta el resguardo de Caño Mochuelo, en el Casanare, donde se instalaron en el asentamiento Santa María del Irimene. En ese lugar se vieron obligados al sedentarismo y a cambiar sus patrones de vida nómadas para evitar ser asesinados. El exterminio de la mayoría de los miembros de este pueblo marcó tanto a sus integrantes, que incluso hubo años en que los indígenas decidieron no tener más hijos para poder escapar con facilidad en caso de que los colonos volvieran.

En Santa María del Irimene hubo nuevos nacimientos y allí permanecieron en relativa calma hasta 1998, cuando fueron nuevamente desplazados debido al hostigamiento de las Fuerzas Militares que los acusaba de ser cómplices de la guerrilla. El pueblo tsiripu terminó por instalarse en el asentamiento denominado Guafiyal, donde sobreviven en la actualidad.

Sopa de mango y mango asado

La violencia (esta vez con “v” minúscula, vaya uno a saber por qué) volvió a tocarlos a partir de 2010. Por un lado los combates entre la guerrilla y el Ejército les bloqueaban el acceso a las confluencias de los ríos; por otro, el crecimiento de explotaciones agrícolas a gran escala, en particular de palma, en zonas vecinas, empobrecía el suelo y cortaba las rutas de paso de los animales disminuyendo significativamente la caza. Ante la imposibilidad de moverse vino el enrareciemiento de las plantas comestibles. Los pocos animales que llegaban al territorio se habían alejado de los asentamientos y habían aprendido a evitar a los cazadores.

Lo único que sigue dándose en la zona es mango.

“Cuando yo digo mango usted puede imaginarse un mango amarillo, brillante y jugoso”, dice Gutiérrez. “Pero si los tsipirus se pusieran a esperar que los mangos maduraran se morirían de hambre”.

Así que lo que comen, lo único que comen salvo cada mes o cada dos cuando logran capturar un chigüiro extraviado o los actores armados les permiten acceder a los ríos, es mango. Como lo recolectan verde, lo hierven durante horas en una olla para que se convierta en una masa blanda y se lo dan a los niños envuelto en plantas. También hacen sopa de mango con pasto. En ocasiones lo asan en parrillas improvisadas.

Es por eso que los diecisiete niños, la tercera parte de los tsipirus que quedan en el mundo, lloran de hambre todas las noches.

Por Ricardo Abdahllah

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