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El cartel impune

Nunca ha habido una purga de los políticos del cartel de Medellín, debido a que Rodrigo Lara fue asesinado justamente por pretender iniciarla.

Rodrigo Lara Restrepo* / Especial para El Espectador
30 de noviembre de 2013 - 09:00 p. m.
Rodrigo Lara Restrepo.  / Andrés Torres - El Espectador
Rodrigo Lara Restrepo. / Andrés Torres - El Espectador

“Escribir sobre Pablo Escobar me obliga a plantear más interrogantes que afirmaciones y no puedo disimular mi preocupación de que el amarillismo nacional convierta esta fecha en una especie de conmemoración de la muerte de semejante persona. En todo caso, si se trata de reflexionar sobre el significado de Escobar y el cartel de Medellín 20 años después de su muerte, sólo una palabra me viene a la mente: impunidad.

La desmedida violencia con la que el cartel de Medellín azotó al país entre 1984 y 1993 tuvo como fin asegurar el goce impune de sus incalculables fortunas y la prevalencia en el negocio de las drogas. Asesinaron al ministro de Justicia en ejercicio y de ahí en adelante quemaron el Palacio de Justicia y asesinaron a sus magistrados, desplegaron el más ciego y vil terrorismo para arrodillar a la Nación entera, para rematar asesinando a los candidatos presidenciales que pudieran significar el fin de su impunidad.

Abatido Pablo Escobar en 1993, se desaprovechó el momento para desarticular las estructuras criminales y políticas del cartel de Medellín. Más allá de la baja de los sicarios de confianza de Escobar y del destierro de su familia, ningún jerarca de esa organización pagó por los crímenes que cometió con Escobar. Algunos de sus socios —los llamados “12 del Patíbulo”— se beneficiaron de una escandalosa negociación que les aseguró el goce a perpetuidad de sus fortunas y una especie de amnistía. Tras la muerte de Escobar, y con el remedo de justicia con el que el Gobierno benefició a sus socios, se pretendió cerrar el capítulo judicial del cartel de Medellín.

Como consecuencia del desinterés del Estado por buscar la verdad de esta época aciaga, las víctimas directas de los crímenes del cartel no han recibido justicia por la muerte de sus seres queridos. Más allá de simples ejecutores materiales, no ha habido justicia por la destrucción en pleno vuelo de un avión comercial de Avianca. Tampoco se conoce la verdad del asesinato del ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, como tampoco sabemos nada de los homicidios de Guillermo Cano, Enrique Low, Jaime Ramírez o Carlos Mauro Hoyos, entre otros muchos. En cuanto a los más de 600 integrantes de la Fuerza Pública asesinados por el cartel, o los civiles mutilados por las bombas, su memoria pareciera no importarle a nadie en nuestro país.

La impunidad de los crímenes del cartel de Medellín ha permitido que sus socios políticos sigan tranquilos como si nada hubiera pasado. En años recientes, el país ha realizado dos grandes purgas de políticos vinculados a la ilegalidad, como ocurrió con los políticos del cartel de Cali en el Proceso 8.000 y los políticos de los paramilitares en la parapolítica. En cambio, nunca ha habido una purga de los políticos del cartel de Medellín, debido a que Rodrigo Lara Bonilla fue asesinado justamente por pretender iniciarla con base en la información contable obtenida en los allanamientos de Tranquilandia. ¿Existe alguna investigación exhaustiva a Álvaro Uribe, entonces director de la Aerocivil, por la entrega de las pistas y los aviones que le permitieron al cartel de Medellín masificar su exportación de cocaína? ¿O por la presencia de un helicóptero de la sucesión de su padre en Tranquilandia? ¿Alguna vez han sido investigados los congresistas que a sueldo del cartel intentaron tumbar la extradición en repetidas ocasiones? ¿Alguien ha investigado los pagos hechos a algunos constituyentes para abolir la extradición?

La impunidad también les permitió a las estructuras del cartel de Medellín servir de plataforma a la expansión nacional del proyecto paramilitar. Una vez abatido Escobar, el aparato militar que organizó los Pepes sirvió de plataforma para expandir el proyecto paramilitar por todo el país. Personajes al servicio del cartel de Medellín, como los hermanos Castaño, se convirtieron en los principales jefes de los paramilitares. ¿Acaso podemos olvidar que Fidel Castaño fue en sus inicios el jefe de seguridad del complejo coquero de Tranquilandia? ¿Alguien le ha preguntado a los hermanos Ochoa Vásquez por la fundación del MAS o si aportaron dineros para custodiar sus centenares de miles de hectáreas de tierra? ¿Podemos obviar que el paramilitar Don Berna pasó de jefe de sicarios de un narco del cartel de Medellín a dirigir los Pepes y luego un bloque paramilitar?

A esa impunidad se suma ahora un fenómeno nuevo y es la banalización de la memoria de esa tragedia nacional mediante telenovelas basadas en literatura de dudosa calidad. Libros como La parábola de Pablo, de Alonso Salazar, se han convertido para algunos despistados en el sustituto de la memoria histórica de esa época, con relatos en donde la ficción y soterradas odas a su “genio y figura” se mezclan peligrosamente con la realidad; un libro conveniente para algunos, en donde se publica una verdad cómoda que borra la responsabilidad de los socios vivos y vigentes de Pablo Escobar. Una especie de memoria colectiva construida para llenar el vacío de verdad judicial de esa época y que contribuye sutilmente al anhelo de los socios y cómplices vivos de Escobar de enterrar la verdad de sus responsabilidades compartidas en su sepulcro”.

 

* Hijo del ministro Rodrigo Lara Bonilla.

Por Rodrigo Lara Restrepo* / Especial para El Espectador

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