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El deber de cumplir y hacer cumplir

La propuesta de la Fiscalía de imponer penas alternativas a los jefes de las Farc y a los guerrilleros que quieran abandonar las armas, encendió las alarmas en La Haya. Si no hay cárcel para éstos, la fiscal de la CPI Fatou Bensouda podría abrir una investigación.

Augusto J. Ibáñez, Pedro Medellín/ Especial para El Espectador
06 de noviembre de 2014 - 02:19 a. m.
El deber de cumplir y hacer cumplir
Foto: EFE - ROBIN VAN LONKHUIJSEN / POOL

La fiscal jefa de la Corte Penal Internacional (CPI), Fatou Bensouda, hizo lo que debía. Notificarle al fiscal general de Colombia que, en caso de no persecución y castigo, de no hacer justicia, ella no tendría otro camino que hacer su trabajo. Ya hace varios meses, en una comunicación inusual para su cargo, había notificado al país en el mismo sentido. Era lo único que entonces podría hacer. Y es lo único que ahora puede decir.

Al fiscal Eduardo Montealegre se le debe reconocer su esfuerzo en la adecuación de la Fiscalía a las exigencias de la investigación de los delitos cometidos por las macroorganizaciones. Y, sobre todo, a pesar de los costos políticos, su empeño por asumir una pedagogía para hacerles ver a los colombianos —y que entiendan— que hay alternativas distintas a la cárcel para los jefes de las Farc, y en general para todos aquellos que, habiendo participado en el conflicto armado, quieren dejarlo y resarcir el daño. Se trata, de un esfuerzo genuino.

Sin embargo, en esta tarea, al fiscal general no siempre le ha acompañado la Fiscalía de la CPI. Primero, cuando propuso el mecanismo alternativo de suspensión de penas para la guerrilla, las alertas se encendieron de inmediato. La fiscal no aceptó que después de un proceso judicial, en el que luego de que todas las partes hubieran intervenido y el juez dictara sentencia, en aras de la paz, inmediatamente se declarara la pena suspendida. Para Bensouda, ese procedimiento no era más que un simulacro de justicia, frente al que la CPI debería actuar.

Y ahora, cuando plantea en La Haya la posibilidad de no cárcel para quienes quieren abandonar la lucha armada, las alarmas se vuelven a encender. Asumir ese camino para aquellos que cometieron delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra, no necesariamente es aceptado para proveer justicia. Quienes violaron las reglas de la guerra, por más justificación que quieran tener, deben asumir que hay un castigo, que deben pagar. Y si para algunas sociedades, como podría ser la colombiana, el único medio para pagar las penas de los casos más execrables es la cárcel, pues no hay otra salida. Otra cosa es el tiempo que acuerde estar allí. Eso se puede negociar, como se hizo con la Ley de Justicia y Paz. Es una de las cosas que debe tener claras el Congreso al reglamentar el Marco Jurídico para la Paz. Allí puede definir las formas y los tiempos. Pero si no hay cárcel y si las víctimas sienten que no ha habido justicia, que el recurso judicial no fue efectivo, a la fiscal de la CPI no le queda otro camino que iniciar la investigación, para que los miembros de la Corte decidan y dicten sentencia.

Es la regla de juego que Colombia aceptó cumplir cuando suscribió y ratificó el Tratado de Roma. Es el compromiso maximizado por la misma Constitución Política de 1991, cuando por el llamado “Bloque de Constitucionalidad” o, sencillamente a partir del artículo 93, establece que ese mojón ya es inamovible. Que no solo es jurídicamente atendible, sino políticamente existente e imposible de ignorar: allí está.

El marco está dado. No existe posibilidad a un segundo de exhalación: los compromisos internacionales se cumplen y se hacen cumplir. Más cuando se trata de un instrumento que ha de ser honrado por Colombia. Obligación que antes correspondía al presidente de la República, hoy constituye un imperativo para el Estado colombiano. Nadie está absuelto de su cumplimiento. Es el principio que llevó a que la Corte Constitucional tuviera que actuar como lo hizo en la declaratoria de exequibilidad del Marco Jurídico para la Paz, y antes con la Sentencia C-578 de 2002, en la que al controlar para poder ratificar el Estatuto de Roma, estableció que en éste no encontraba obstáculos a futuros procesos de paz; así como la Corte Suprema de Justicia lo tuvo que hacer, en el resalto del cumplimiento de deber de cumplir y hacer cumplir, en los fallos de 2007 (R. 24448) y 2009 (R. 31539).

Hay quienes, frente a la inquietud que produjo la declaración de la fiscal, han pretendido tranquilizar los espíritus, afirmando unos que la ineficiencia de la CPI es tal que no hay que preocuparse. Y otros, que Colombia tiene a mano el recurso de denunciar el Tratado. El aparente “éxito” en los conflictos con Nicaragua parece animar a estas voces que sugieren el retiro de Colombia de estas instancias.

Lo cierto es que la CPI sí tiene competencias y un margen de maniobra para intervenir. El procedimiento es sencillo y claro: cuando el Estado no puede (estado colapsado) o no quiere impartir justicia (por juicios simulados, leyes de punto final, indultos o amnistías que violan el DIH), por solicitud del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas o por iniciativa de la propia fiscal, si considera aplicable el principio de complementariedad, someterá a consideración de la Sala de Asuntos Preliminares de la CPI apertura de investigación y si la acepta, la actuación se iniciará. El expediente que Colombia ya tiene sobre gravísimas violaciones a los derechos humanos, de las que existen relatorías y observaciones de caso y situación, difícilmente ayudaría a que la Sala Preliminar no avalara el inicio de la investigación.

En este escenario, la otra alternativa de “denunciar el Tratado” resulta más que inocua. No sólo porque en caso de recurrir a este mecanismo entra en vigor tiempo después, sino sobre todo aun si se denunciara, Colombia debe responder, por poco, por los delitos de lesa humanidad cometidos desde 2002 y los crímenes de guerra cometidos desde el 1º de agosto de 2009, fecha en que nuestro país levantó la reserva de siete años pedida para estos delitos.

Asumir una postura que desborda los tratados internacionales implica una fractura jurídica e institucional que dejaría muy lastimada incluso nuestra propia Constitución Política. Todos y cada uno de los instrumentos internacionales han sido creados, como lo indica la Carta de Naciones Unidas, para el logro de la paz y garantizar su sostenibilidad.

Sería pues un contrasentido: ¿cómo poner en marcha tan delicado equilibrio?, ¿proceso de paz, instrumentos internacionales que reprochan la impunidad? La literatura habla de la denominada transición, de la justicia transicional: respeto total por los compromisos internacionales —legitimidad— y un esfuerzo imaginativo para la creación de figuras que van desde los “acuerdos operativos”, los “acuerdos especiales”, hasta las comisiones de la verdad; una ‘Zona de Transición’. No otro camino.

Próximo: Y los militares, ¿se pueden beneficiar de los acuerdos de paz?

 

 

Por Augusto J. Ibáñez, Pedro Medellín/ Especial para El Espectador

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