El gran desfile de la cultura nariñense

El carnaval de Pasto llega a su punto más alto el 6 de enero con un monumental desfile de carrozas y colectivos coreográficos. Esta es la historia de las personas que engrandecen y hacen posible la fiesta en la capital de Nariño.

Mateo Guerrero Guerrero
06 de enero de 2017 - 04:06 a. m.
Uno de los 112 músicos del colectivo coreográfico Indoamericanto. / Juan Pinzón
Uno de los 112 músicos del colectivo coreográfico Indoamericanto. / Juan Pinzón

Hace un año, la carroza dedicada a transportar a la reina y su séquito por la senda del carnaval avanzaba lentamente y entre nubes de talco por el último tramo del desfile del 6 de enero. Mario Fernando Chávez Salazar pasó la noche anterior en vela, tratando de pulir los detalles de su obra que ese año, al tratarse de la Carroza Real, aliviaba un poco la preocupación de tenérselas que ver en competencia con el resto de artesanos. Al menos en esta ocasión y al tratarse de una carroza especial, el maestro Chávez no tendría que apostarle a ganar uno de los premios para pagar las deudas que, en otras ocasiones, y al igual que la mayoría de sus colegas, habría tenido que contraer para poder financiar su obra.

El 8 de enero, en el barrio Chambú, la Carroza Real encendió sus motores para hacer un recorrido atípico. En el lugar que antes ocupaba la soberana de la fiesta se veía el féretro del maestro Chávez cuya última obra avanzaba con rumbo al cementerio. Un infarto lo fulminó justo en el momento en que empezaba a festejar la certeza y el orgullo de haber logrado que su carroza atravesara sana y salva todo el recorrido del desfile.

Para Juan Carlos Conto, catedrático de la Universidad de Nariño y jurado del carnaval en varias ocasiones, el 6 de enero en el carnaval de Pasto tiene un marcado rasgo de epopeya. En el desfile magno, los pastusos celebran los materiales de los que está hecha su cultura y los héroes que la han ido forjando bien sea desde la leyenda, como los caciques Tamasagra y Capusigra, desde la historia de resistencia contra la campaña republicana, como Agustín Agualongo, desde la música con Maruja Hinestroza de Rosero o desde el oficio cotidiano del campesino y el artesano que, como el maestro Chávez, participan de la fiesta con una entrega que desconoce cualquier tipo de reserva.

Cada año, los preparativos empiezan un par de semanas después del último carnaval. Los ensayos y la investigación que sustenta cada detalle de la propuesta que los colectivos coreográficos sacan a la calle el 3 de enero requiere meses de trabajo colectivo y no remunerado que, además, por si fuera poco, apenas representa el primer escalón para competir por un hueco en la programación del desfile magno del 6 de enero.

La tarde del primero domingo, en el auditorio del Colegio Heraldo Romero, en los suburbios de Pasto, los más de 200 miembros del colectivo coreográfico Indoamericanto esperan a que caiga el telón para ver, completo y por primera vez, el vestuario que van a llevar puesto en el desfile del Canto a la Tierra.

Uno de los miembros de la junta directiva repasa punto por punto el significado de la indumentaria y las piezas musicales que escogieron este año. A sus espaldas se ve un estandarte con el arcángel San Miguel. En 2002, tras años de haber representado al país en las fiestas patronales de Ibarra y de haber ganado allí, en varias ocasiones consecutivas el honor de regresar a casa con la escultura del protector de esa ciudad ecuatoriana, el gobierno de la localidad decidió que la estatua le pertenecía al colectivo nariñense y desde entonces lo hicieron su patrón.

El público está ansioso. Se escuchan risas y algunos asistentes empiezan a aplaudir antes de tiempo para tratar de acelerar el discurso. Cuando cae el telón cae, pocos pueden evitar el llanto. Después de la entrega del vestuario y antes de salir para empezar a visitar los talleres en los que los artesanos arman sus carrozas, uno de los miembros del colectivo nos despide con estas palabras: “Lo nuestro es una minga por la paz, es trabajo comunitario que tiene como fin la vida. Nos organizamos como un ejército y somos soldados trabajando por la vida a través del arte”.

De regreso al centro de la ciudad, los artesanos nos empiezan a contar sobre su primer encuentro con la fiesta. “Mi historia con el carnaval empieza cuando era niño. Medir poco menos de un metro de estatura y estar ante la imponencia de las carrozas hicieron que me enamorara”. Como muchos colegas suyos, el maestro Augusto Zarama empezó a hacer carrozas con la complicidad de un grupo de amigos que con los años se fue complementando con miembros cada vez más jóvenes de su familia.

El dinero que reciben por parte de las autoridades apenas les sirve para cubrir la mitad de los costos de la carroza. El resto del dinero sale de sus bolsillos o lo piden prestado con la esperanza de que esa inversión vuelva con la venta de puestos en la carroza y con el premio que al final del desfile reciben las mejores. El agobio de las deudas está al acecho y algunos bromean con la posibilidad de que se destine al carnaval el mismo presupuesto que se usa para comprar jugadores en el Deportivo Pasto.

Las difíciles condiciones de trabajo han hecho que muchos artesanos del carnaval se hayan desperdigado por el país, embelleciendo con su trabajo las ferias y fiestas que pululan por el territorio. Encontramos al autor de la mejor carroza del año pasado esculpiendo un dragón de icopor en una bodega a las afueras de la ciudad. Alex Ortega nos dice que a veces se cansa de esa vida itinerante que le impide ver a su hija durante gran parte del año. Cuando preguntamos por qué seguía haciéndolo, no dudó en responder lo mismo que sus otros colegas: “lo hacemos por amor y por el aplauso de la gente”.

Por Mateo Guerrero Guerrero

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