El médico que vio morir a Gaitán

A sus casi 94 años, Hernando Guerrero Villota, médico nariñense que recibió herido de muerte a Jorge Eliécer Gaitán, aún recuerda esos momentos infaustos.

Mariela Guerrero Serrano* - Especial para El Espectador
13 de abril de 2017 - 03:06 p. m.
Jorge Eliécer Gaitán, líder liberal asesinado el 9 de abril de 1948. / Archivo
Jorge Eliécer Gaitán, líder liberal asesinado el 9 de abril de 1948. / Archivo

El 9 de abril de 1948, a sus 22 años, el médico Hernando Guerrero Villota se encontraba de turno en la Clínica Central de Bogotá. No había terminado de almorzar cuando fue alertado para atender un paciente herido de gravedad. Sin pensarlo dos veces corrió a atender al recién ingresado.

Lo primero que hizo fue intentar controlar una fuerte hemorragia cerebral para evitar que se desangrara, producto de uno de los tres disparos mortales que había recibido. Le puso un apósito y vendaje compresivo en la frente. Los otros dos se alojaban uno en cada pulmón, provocando una hemorragia interna que sólo fue identificada luego en la autopsia, a la que el mismo médico asistió poco después.

Ya para entonces, a menos de cinco minutos de haberlo recibido y pese a presentar aún moderados reflejos pupilares, sabía que no había nada que hacer. Los esfuerzos por salvarle la vida fueron inútiles. Sus signos vitales ya no respondían. Pero cuál no sería su sorpresa cuando pudo reconocer que en sus manos tenía nada menos que al dirigente liberal más importante del momento, Jorge Eliécer Gaitán, a quien daban segura su victoria como futuro presidente de Colombia. Iban a ser las dos de la tarde del ingratamente recordado día.

Mientras insistían en hacer lo imposible, la noticia del atentado a Gaitán ya se había regado como pólvora por la radio por lo que, sin saber a qué horas ni cómo, irrumpió abruptamente en la sala de cirugía un individuo desconocido y, con una hoz en la mano, amenazó enardecido a los médicos que lo atendían, sentenciándoles que, si lo dejaban morir, los mataba.

El desconcierto para todos fue indescriptible pues sabían que el caudillo del pueblo estaba clínicamente muerto. Así que mientras su amigo personal que lo llevó a la clínica, el también médico Pedro Eliseo Cruz, se asomaba a una ventana del segundo piso para anunciar el lamentable suceso, en medio de la confusión, el personal de la clínica se vio forzado a resguardar a los galenos en una pieza contigua a la sala de cirugía por temor a la reacción de los seguidores de Gaitán.

Ríos de gentes entraban, salían, vociferaban, lloraban, lanzaban gritos desgarradores. Iban con la esperanza de que la noticia que acababan de escuchar no fuera cierta. Al corroborarla, su dolor se confundía con una rabia infinita. Salían sin rumbo fijo buscando culpables y alguien sobre quién descargar su frustración. Entre las muchas imágenes que vienen a la memoria, el doctor Guerrero recuerda la de una mujer humilde que entró sin que nadie pudiera detenerla y, en medio de un doloroso silencio, sólo atinó a sacar un pañuelo que delicadamente enjuagó con la sangre de su amado líder y la guardó como un último recuerdo de quien se había convertido en su esperanza fallida.

La Bogotá de entonces escasamente llegaba a 600 mil habitantes y tenía vestigios aún semirrurales, por lo que era tradicional el uso del machete o peinilla al cinto para el ejercicio de trabajos agrícolas. Y como la confrontación entre los liberales y conservadores se mantenía viva desde la Guerra de los Mil Días, en medio de esa rivalidad que se solucionaba en un duelo a muerte, los primeros señalaron a los segundos de ser los responsables del asesinato de su líder inmolado.

Así que los ataques se sucedieron con todo lo que tenían a la mano: machetes, cuchillos, escopetas, rifles, pistolas o hachas, según el sector social al que se pertenecía. La capital se había convertido en un campo de batalla.

El tiempo para el personal de la clínica corrió a tal velocidad que de atender a un personaje de la talla de Gaitán se vieron desbordados por miles de heridos que llegaban sin cesar. La población enardecida, entre la rabia y el dolor, salió desbocada a las calles, saqueando almacenes, incendiando locales y hasta el tranvía con el que entonces contaba la ciudad. Sin saber en qué momento, miles de francotiradores, apostados en los techos de las casas, disparaban a todo lo que se movía. Varias licoreras asaltadas hicieron correr ríos de alcohol que agravó aún más la situación. En medio del desorden, los estragos por el consumo descontrolado de licor produjeron más caos aún. La ciudad fue incendiada y esos días caóticos que se vivieron luego del asesinato de Gaitán pasarían a ser ingratamente recordados como El Bogotazo.

Entre tanto, la Clínica Central era un mar de confusión. Eran tantas las personas que seguían llegando malheridas, que el lugar estaba a reventar. Llegó un momento en que, a falta de camillas, tuvieron que atender en los pasillos, en las salas de espera y hasta en el garaje. Se acabaron las suturas, las gasas, las agujas de cirugía y los medicamentos y había que improvisar con lo que se pudiera.

Echaron mano de lo que sirviera. Incluso, alguien suministró hilo y aguja de sastre que se convirtió en algo muy útil para las circunstancias. Fueron más de 24 horas sin descanso, en las que era imposible saber qué pasaba afuera, sólo atender sus letales efectos.

Como los incendios se acrecentaban, de repente se vieron sin servicio eléctrico. Debían acudir a linternas y hasta velas. Cuando estas también se acabaron, alguien acucioso, de la nada, se ofreció a conseguir algunas. Y en efecto, lo logró. Llegó con ellas en la mano y una vez las entregó, se desplomó mortalmente herido. Al caer, pudieron observar que le habían dado un machetazo en la cabeza volándole la mitad del cráneo.

Aún no salían del impacto de esta imagen, cuando se abrió paso en medio de los incontables heridos graves, confundidos con un creciente número de cadáveres que abarrotaban la clínica, una madre que con una expresión de horror les entregó a su pequeño hijo herido. En medio del ‘shock’ de este y sin terminar de entender qué pasaba ni qué le sucedía, les decía entre asombrado y curioso “miren, miren” y señalaba con el dedito su pecho del que algo esponjoso asomaba a cada respiración. Había recibido un balazo y lo que se veía era parte de su pulmón. Murió a los pocos minutos sin darles tiempo de atenderlo.

Las imágenes se sucedían una a otra, cada una más escalofriante que la otra, mientras seguían intentando dar prioridad a los más graves. No daban abasto.

El doctor Guerrero, luego de más de 24 horas sin parar de enfrentar la muerte ocasionada por el desafuero producido ese aciago 9 de abril, debió ir a buscar medicamentos con qué seguir atendiendo una emergencia de las magnitudes que enfrentaban. Salió en la ambulancia a un hospital cercano, a pocas cuadras y casi no puede regresar. Los incendios, ataques generalizados, francotiradores, la multitud enardecida sin rumbo fijo que dejaban destrozos y muerte por doquier impedían el paso de la ambulancia, por lo que no supieron cómo lograron regresar con vida a la clínica. Pero lo lograron al apostarse en el piso de la ambulancia con lo que esquivaron los disparos perdidos.

Entonces pudo darse una tregua de unos minutos para darle un parte de tranquilidad a su joven esposa quien, con su bebé de escasos días de nacido, se debatía en medio de la angustia por el horror que pasaba en las calles de la ciudad y no tener noticias de la suerte de su marido, ni menos imaginar que había tenido una responsabilidad de semejantes proporciones. 

Este año se cumplieron 69 años del magnicidio de Gaitán y los colombianos seguimos sin terminar de reponernos de sus efectos. El doctor Hernando Guerrero Villota cumplirá 94 años luego de haber ejercido la medicina como ortopedista hasta sus 91, de pertenecer a la primera promoción de médicos que se graduaron de la Facultad de Medicina de la Universidad Javeriana, de haber trabajado en el Instituto Franklin Delano Roosvelt de Bogotá por más de 50 años, donde fue su director, y de ser el único médico sobreviviente que atendió, herido de muerte, al dirigente liberal, en la Clínica Central.

Cada aniversario recrea estas y muchas más historias escabrosas y dramáticas que han sido escuchadas incansablemente por sus hijos, nietos y conocidos, tratando de entender qué habría sido de Colombia si Gaitán no acude a la cita con la muerte ese día que partió la historia de Colombia en dos: el 9 de abril de 1948.

Por Mariela Guerrero Serrano* - Especial para El Espectador

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