Publicidad

El posconflicto: una apuesta sin dinero

En Viotá, la guerra acabó pero las heridas no han sanado. Para hacerlo, la Alcaldía tiene un presupuesto que no supera los $300 millones

Camilo Segura Álvarez
22 de agosto de 2013 - 10:00 p. m.
El colegio Bajo Palmar queda a cinco minutos del ‘cuartel’ que ocupaba el ‘Negro Antonio’ de las Farc./ Gustavo Torrijos
El colegio Bajo Palmar queda a cinco minutos del ‘cuartel’ que ocupaba el ‘Negro Antonio’ de las Farc./ Gustavo Torrijos

Viotá está en la provincia del Tequendama, suroccidente del departamento de Cundinamarca. Como pocos municipios en el país, tiene los tres pisos térmicos, una ventaja para la producción agropecuaria. Tiene conexiones comerciales fuertes con Girardot y con la provincia del Sumapaz, no tanto así con Bogotá. En sus 58 veredas y 14 barrios hay 13.400 personas, 7.000 de ellas víctimas. Una proporción inusitada. Por eso, y por su historia, la Gobernación ha denominado a este municipio laboratorio de posconflicto. Sin embargo, pareciera que del dicho al hecho hay mucho trecho.

Hasta 1920, Viotá vivió el feudalismo. Quince hacendados dominaban la producción, la mayoría de la mano de obra era itinerante y cada gran propietario manejaba incluso su propia moneda y operaba el derecho de pernada (el hacendado o su capataz tenían relaciones sexuales con sus siervas antes de que ellas contrajeran nupcias). Pero comenzó la lucha agraria. La mano de obra que venía de Caldas, Tolima, Antioquia o Meta a trabajar para los hacendados comenzó a invadir terrenos y a consolidar la pequeña propiedad. En un proceso que duró cerca de 20 años, el latifundio se convirtió en minifundio.

Posteriormente se consolidó, en épocas de bipartidismo (liberal y conservador), una opción diferente: el Partido Comunista. Las co munidades fueron apadrinadas por un movimiento que, mediante movilizaciones y gestión política, logró que la capital cafetera del departamento tuviera vías, colegios, puestos de salud y una forma democrática de autogestión. Hoy, todavía, se ven placas de escuelas y vías construidas por el partido y la Federación Nacional de Cafeteros durante aquellos años. Pero entre 1975 y 1985 el café se llenó de broca y de roya; la gente, que no había ahorrado durante la bonanza, no supo de qué vivir y, con el declive, comenzó el ocaso de la influencia comunista.

Y llegó el conflicto. Sin presencia del Estado, con la crisis económica y las organizaciones campesinas debilitadas, la guerrilla encontró un caldo de cultivo. Las Farc, una vez apropiadas del territorio, formaron el frente 42 y mantuvieron su imperio en el municipio hasta 2003. Hacia 1990, “aquí no se movía un lápiz sin que ellos lo aprobaran. Los alcaldes eran puestos por ellos, el presupuesto era consultado. A las señoronas del pueblo se les veía a manteles y en danzas con los comandantes”, dice María Castillo, una campesina doblemente víctima. Fue desplazada y en 2011 la ola invernal acabó con su casa.

Entonces, en 2003, en plena época de la seguridad democrática, llegaron los paramilitares. Importados desde el Casanare, escuadrones de la muerte “masacraron a todo lo que les ‘oliera’ a guerrilla. Desaparecieron a centenares de personas, casi 300. El miedo reinaba en las calles. Con la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), se fueron. Llegó el Ejército y, desde 2006, no tenemos grupos armados ilegales en el municipio”, dice Óscar Quiroga, actual alcalde.

Blanca Rodríguez, rectora del colegio Bajo Palmar, es un ejemplo en medio de las secuelas de esa horrible guerra. En una construcción que queda a cinco minutos a pie del que fuera el cuartel del guerrillero conocido como El Negro Antonio (capturado en febrero de 2009 en el Sumapaz), educa a cerca de 200 niños. “Muchos son víctimas. Sabemos que no les podemos dar atención focalizada porque no tenemos los recursos. Pero con lo que tenemos, controlamos y trabajamos para mitigar actos de violencia o desórdenes psicológicos que traen los muchachos por ese pasado. Aquí el papá de uno mató al del otro. Hay hermanos que tienen padres de diferentes bandos. Situaciones muy difíciles de manejar”, dice. También afirma que “la solución no es que les den todo regalado. La gente se acostumbró a que de vez en cuando aparecen funcionarios con un mercado o un cheque. A las víctimas hay que repararlas integralmente”.

Y es que, según cuenta el mismo alcalde, las atenciones a las víctimas son, sobre todo, de emergencia. “Del presupuesto que tengo disponible cuento con $300 millones para programas de atención a víctimas y de la ola invernal. No alcanza para nada. Somos un laboratorio de posconflicto, en eso coincido con el gobernador Álvaro Cruz. Pero si a este municipio no se le trata de manera diferencial, no vamos a poder superar la miseria que nos aqueja”, dice Quiroga.

Ahora que la Gobernación y el Gobierno han anunciado la creación de un centro regional para la atención integral a las víctimas en Viotá, los recursos para salir de la guerra seguramente serán mayores. Pero, mientras llegan, la dignidad de las víctimas pasa por el asistencialismo esporádico y el discurso de la hora de la paz. El discurso que promete un futuro con el que los viotunos sueñan hace rato.

 

 

csegura@elespectador.com

@CamiloSeguraA

Por Camilo Segura Álvarez

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar