El Salado, la masacre que se repitió

Este corregimiento de El Carmen de Bolívar sufrió dos masacres en tres años; la mayoría de las víctimas fueron ajusticiadas en la plaza central del pueblo. En la última matanza los paramilitares tuvieron apoyo de helicópteros.

César A. Marín Cárdenas*
18 de febrero de 2019 - 10:30 a. m.
Entre el 16 y el 22 de febrero del 2000, 450 paramilitares al mando de “Juancho Dique” asesinaron a 60 personas de El Salado. / Gustavo Torrijos
Entre el 16 y el 22 de febrero del 2000, 450 paramilitares al mando de “Juancho Dique” asesinaron a 60 personas de El Salado. / Gustavo Torrijos

Después de tres años de la matanza del 23 de marzo de 1997, en la que cincuenta paramilitares asesinaron a cinco personas en la plaza central del pueblo, nadie en El Salado imaginó que era solo el comienzo de una tragedia de espantosas proporciones: entre el 16 y el 21 de febrero del 2000, 450 paramilitares dieron muerte a sesenta personas.

Tras la masacre se produjo el éxodo de la comunidad. La mayoría de los habitantes del corregimiento donde ocurrió la masacre, ubicado en El Carmen de Bolívar, se dedicaban a la producción de tabaco, yuca, ñame, maíz, ajonjolí y leche, como en casi todos los Montes de María. Entre los agricultores asesinados en la masacre del 2000 estaba don José Irene Urueta Guzmán.

“Tengo unos recuerdos muy lindos de mi papá durante mi infancia y la de mis hermanos: era una persona muy especial con nosotros. Nos consentía mucho; jamás nos levantó la mano para castigarnos y nunca se escuchó una grosería de parte de él. No pasa un día de mi vida sin que lo tenga presente”, cuenta Ruth Esther Urueta Sánchez, hija de don José Irene.

Era un hombre con una generosidad sin límites, les enseñó a sus siete hijas y un hijo el amor por la vida campesina. “Nosotros vivíamos en ese tiempo en una finca no muy distante del pueblo, y mi papá nos inculcó las cosas del campo, como montar a caballo y en burro, echar agua, cortar leña o arrancar una mata de yuca”, recuerda Ruth Esther.

Cuando ocurrió la primera masacre, en 1997, toda la familia se desplazó a una finca muy cercana a Ovejas, Sucre. Don José Irene también se llevó para ese lugar más de cincuenta cabezas de ganado y unos cerdos de su propiedad, pero solo duraron allá como siete meses y se devolvieron para El Salado. Tres años después ya tenían más de ochenta vacas.

La masacre de febrero del 2000

“Yo estaba en Ovejas cuando ocurrió la masacre, pero mi mamá nos contó lo que pasó ese día. Dijo que a mi papá lo tenían los paramilitares encerrado en una casa y que se había escapado hacia los lados de la montaña, donde está ahora la antena de celulares. Es una cima cerca de la entrada del pueblo, y que a la mayoría de la gente la asesinaron en la plaza central del pueblo”.

Con la esperanza de que esa huida hubiera cosechado su fruto, la esperanza germinaba; sin embargo, el paso de los días sin ningún indicio de supervivencia, luego de la salida de los paramilitares de El Salado, comenzó a sembrar el mal agüero.

“Como a los 15 días de ocurrida la masacre, el cuerpo de mi papá fue encontrado en esa montaña cerca a la antena. Finalmente fue enterrado en una bóveda en el cementerio de El Salado, junto con el cuerpo del marido de una sobrina de mi papá, a quien también asesinaron”.

La muerte de don José Irene trajo consecuencias nefastas para el hogar: “Mi mamá se enfermó, la familia quedó completamente rota y la economía se dañó, porque buena parte de los bienes de su papá se perdieron”, agrega Ruth.

Recuerda que desde hace 15 años comenzaron a llegar fundaciones y entidades para acompañar a la comunidad en su recuperación luego de la masacre, aunque cree que ha faltado más articulación de estas para que, de la mano de la gente saladera, se logre dejar atrás esos hechos que llenaron de tristeza a la comunidad.

“Acá llegaron la Fundación Semana, el Incoder, Acción Social, después la Unidad para las Víctimas y otras entidades a trabajar con la gente que perdió familiares y su tranquilidad. Sabemos que ya han indemnizado a algunos y otros faltamos, pero reconozco que el acompañamiento de esas entidades ha sido valioso”.

Ruth también rescata el proceso de paz con las Farc. “El desarme de esa guerrilla ha generado bastante tranquilidad en esta región. Hasta hace unos años la situación era bastante tensa y hoy sin ese grupo armado la cosa está mejor”.

Sobre el perdón asegura que “no puedo odiar a nadie. Si algún día las personas que mataron a mi padre me piden perdón, pues se los daré, porque el que no perdona y odia no tiene tranquilidad en su vida”.

Hoy, mientras el marido de Ruth trabaja en labores del campo, ella todos los días le saca punta a la enseñanza optimista de su padre: “Cuando llegue la cosecha nos va a ir bien”, así, con la fe siempre en alto, se rebusca el sustento remendando ropa a sus vecinos y amigos saladeros, y cosiendo con la esperanza de un futuro mejor.

*Periodista de la Unidad para las Víctimas.

Por César A. Marín Cárdenas*

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