El otro muerto del collar bomba

Jairo Hernando López falleció el 15 de mayo de 2000 intentando desactivar los explosivos que delincuentes instalaron en el cuerpo de Elvia Córtes, una campesina de 53 años. Crónica del antes y el después de una familia marcada por la violencia en Colombia.

David Leonardo Carranza Muñoz
14 de mayo de 2016 - 03:34 p. m.
El subintendente Jairo Hernando López falleció cuando su hijo tenía cinco días de nacido. / David Leonardo Carranza Muñoz
El subintendente Jairo Hernando López falleció cuando su hijo tenía cinco días de nacido. / David Leonardo Carranza Muñoz

“Échele harto pollo, no es que le vaya a echar solo arroz ahí…”.

Era el lunes 15 de mayo de 2000. Lilia López hizo arroz con pollo para el almuerzo de esa tarde y siguió la recomendación que su hijo, el subintendente de la policía Jairo Hernando López, le había dado antes de salir de la casa.

A las 12:35 del mediodía, en plena hora de almuerzo, y a 77 kilómetros de distancia, el collar bomba que Elvia Cortés de Pachón tenía en el cuello explotó. La detonación la mató instantáneamente. A Jairo, que había sido el encargado de desactivar el artefacto, le quedaron heridas mortales. Murió horas después, cuando era trasladado en un helicóptero al hospital de la policía en Bogotá.

Los López llevan el apellido de la madre porque su papá los abandonó cuando eran niños. Toda la familia vivía en la misma casa. Estaban atentos a la salud de Angélica, la esposa de Jairo, y de su hijo que había nacido 5 días antes en la Policlínica de Tunja. Esa mañana despertaron y esperaron que Lilia tuviera listo el desayuno. El aroma de la comida invadió la casa y el sonido que se oía de los utensilios en la cocina fue interrumpido por el timbre del teléfono.
Jairo atendió la llamada, colgó y le dijo a su familia:

- Me voy para Chiquinquirá que salió un chicharrón.

- Desayune, marica, y después se va - le respondió su hermano Fernando. Jairo no le hizo caso. Le contó que ya una patrulla estaba yendo a recogerlo.

Lo llevaron a la vereda Palestina, en el municipio de Chiquinquirá. Sentada en un pequeño andén de una carretera que circunvala la ciudad estaba Elvia Cortés de Pachón, una campesina de 53 años, con un tubo de pvc que le envolvía el cuello. Cuatro hombres entraron en la madrugada a la casa de la familia Pachón; previamente habían desconectado el fluido eléctrico de la vereda y envenenado a los perros. Amedrentaron a Elvia y a su esposo con armas y les exigieron 15 millones de pesos en un plazo máximo de 10 horas. Instalaron una sofisticada y pesada bomba alrededor del cuello de Elvia, dejaron un casete con instrucciones y se fueron.

Desde ese día hasta hoy no se ha esclarecido quiénes fueron los responsables del hecho. Sólo una persona se encuentra en la cárcel, pero la familia López desconfía de la veracidad del juicio y de su culpabilidad.

***
Lilia ya no vive en la misma casa donde vio por última vez a su hijo. La fachada de su casa actual está pintada de verde hasta donde comienza la azotea. De ahí para arriba son ladrillos pegados con cemento que están al desnudo y culmina la pared con un montón de vidrios rotos que sirven como seguridad ante cualquier pícaro que quiera acceder a ella por la parte más alta. Lilia tiene 70 años, acaba de volver a su casa junto con Marlén, su hija, luego de esperar por varias horas la entrega de unos resultados médicos.

En esta casa vive actualmente Lilia, la mamá del uniformado. / David Carranza

- De ahí para acá yo me enfermé, claro que nadie dice nada de lo mío pero yo me enfermé desde ese momento.

Se le atropellan las palabras antes de ser dichas. Hoy a Lilia se le evidencian las arrugas que hace 16 años apenas nacían. Tiene ojos oscuros y el párpado izquierdo levemente caído. Cuenta su historia y la de su hijo con gestos firmes que contrastan con la mirada acuosa.

- Yo sentía la voz de mi hijito por aquí. Salía la voz y de pronto me hablaba algo. Aunque no crea la gente que los muertos hablan pero sí, es verdad que hablan.

En la sala de la casa de Lilia cuelgan dos fotos grandes. Uno de los marcos es de madera y se lo ve a Jairo con el uniforme impecable; corbata verde, insignias alineadas y un prendedor con su apellido; en el fondo y adelante hay una bandera colombiana ondeante y se lee en la inscripción: En homenaje a un héroe de Colombia, Intendente Jairo Hernando López.

En la otra foto también aparece Jairo y en esta lo acompaña Angélica. Están de civil, él con una camisa a cuadros azul y blanca; ella con una chaqueta y una bufanda blanca con rayas azules oscuras en sus extremos. Se conocieron en la policía, donde ella también trabajaba, y se casaron en Villa de Leyva. El 10 de mayo de 2000 tuvieron un hijo. Cinco días después Jairo, que a pesar de ser padre recientemente no le habían dado licencia, tuvo que salir por una orden directa y urgente. Antes de irse le dijo que estuviera lista porque cuando volviera, por la tarde, iban a ir a registrar al niño. Ese día, horas antes de oscurecer, se expidió un certificado de defunción con su nombre.

La elección del nombre del niño fue un debate familiar. Jairo los convocó a la sala para hablar sobre el asunto; su mamá y su hermana querían que el bebé llevara el mismo nombre del papá por un asunto generacional. Jairo quería nombres como John o Alexander. La decisión se resolvió salomónicamente. El niño fue bautizado con el nombre John Jairo Alexander López Mejía.

***

Lilia López, mamá del subintendente Jairo Hernando López. / David Carranza

Desde una de las ventanas de la casa de Lilia se puede ver Tunja en toda su extensión. En otra, que es la más grande y está del mismo lado de donde se encuentra la puerta principal, se ve la montaña que está llena de casas como la de ella; levantadas con esfuerzo, con partes aún por terminar y con alguna superficie sin pintar. Las calles en ese sector no están pavimentadas, son muy empinadas y desde allí, en lo alto, es posible ver como se expande la ciudad en ese pequeño valle que deja la cordillera.

- Él se fue inconsciente … pero inconscientemente se fue a trabajar ese día – dice Lilia mientras mueve las manos como si todavía no lo pudiera creer - fue un lunes. Lo llamó el capitán de la policía a decirle que le tenía ese trabajito.

- Él no estaba prestando servicio - dice Marlén, que está sentada del otro lado del comedor - estaba por ahí en la casa cuidando a la mujer y lo llamaron a decirle que tenía que ir. No era justo porque a él no le correspondía, pero tenía que cumplir su deber.

La familia López pasó la mañana sin saber cuál había sido la misión para la que Jairo había sido encomendado. El mediodía llegó sin traer noticias; el arroz con pollo estaba casi listo y Lilia sólo esperaba que estuvieran todos para servir el almuerzo.

A eso de las 12:45 de la tarde, Fernando, el hermano de Jairo, recibió la llamada de un capitán de la Sijin.

- Oiga lopecitos, pilas que su hermano tuvo un accidente yendo para allá pero está bien.

Aproximadamente una hora después recibió otra llamada.

- Se le explotó algo a Jairo y perdió un dedo.

Para este momento la noticia del collar bomba ya era transmitida a todo el país. Entre las 3:30 y las 4 de la tarde de ese 15 de mayo de 2000 le pidieron a Fernando que se acercara al comando de la policía y que fuera solo. En el camino se preguntó que sería lo que estaba pasando y se atrevió a pensar que Jairo se había metido en algún problema. Cuando llegó le comunicaron la noticia sin darle tiempo para más conjeturas.

- Su hermano se mató.

Fernando expresa menos sentimentalismo, pero cuando habla uno se puede dar cuenta que el dolor jamás pasa.

- En Boyacá somos gente pacífica. Creíamos y teníamos la mentalidad que Jairo iba a morir pensionado y de vejez. ¿Un explosivo acá en Tunja? De pronto desactivar una mecha que no quedó reventada en una cancha de tejo. Eso sería lo más que le iba a tocar hacer.

En Medellín, la mamá de Angélica vio la noticia pero no reconoció que había sido Jairo el involucrado en los hechos. Solo sintió lástima por la viuda y por los hijos del policía muerto.

- Esa viuda era yo y ese hijo era su nieto – dice Angélica, con los ojos clavados en el piso y con las lágrimas al borde de caer.

Del comando central de la policía en Tunja salieron dos camionetas rumbo a la casa de los López. Cuando llegaron las patrullas, Fernando se bajó de una y un par de personas de la otra, atravesaron la puerta en medio de las lágrimas y la familia les indicó cuál era la habitación a la que debían entrar. Dentro de ese cuarto estaba Angélica, todavía convaleciente por su reciente parto. Esas dos personas eran psicólogos de la Policía.

A ella se le mantuvo al margen de lo que estaba pasando. En la casa, cuando vio a Lilia llorando, le preguntó qué era lo que pasaba. La mamá, que derramaba lágrimas por su hijo, no pudo hacer otra cosa que mentirle a la mamá de su nieto.

El impacto psicológico para la familia fue como si la detonación que se llevó a Jairo hubiera llegado hasta sus cabezas.

- Yo gritaba como una loca. Yo no sé si fue que me volví loca – dice Lilia - pero gritaba que ojalá nos pusieran una bomba en la casa para que acabaran con todos.

- La vida le da una vuelta a uno que uno queda en ceros – dice Marlén.

Lilia termina diciendo:

- Llorar no es derramar lágrimas. Derramar lágrimas no es el cuento. Es algo que está fuera del control de uno.

Jairo llegó a Bogotá a eso de las 3 de la tarde. La policía se encargó de su cuerpo, que estaba destrozado. A Lilia la llamaron para avisarle que le iban a mandar el cajón sellado. Al otro lado de la línea ella les respondió con un tono certero que no iba a aceptarlo y les exigió que le enviaran a su hijo tal como ella se los había entregado.

- No quisiera ni recordar ese momento pero igual viene a mi memoria. Porque una madre que entrega su hijo a la policía; a la ley a trabajar, un muchacho joven, libre, caminando parado, hablando con impulso… para que le entreguen a uno después lo que me entregaron a mí… eso era un recorte. Un recorte en un cajón.

El personal de la policía tuvo que reconstruir el cuerpo de Jairo. Unieron lo que quedaba, le intentaron reponer lo que le hacía falta y lo pusieron en el féretro. El entierro fue el jueves 18 de mayo de 2000.

- Yo me paré ahí y no lo conocía porque todo era maquillado.
Lilia siguió hablando y se acarició suavemente el pómulo izquierdo.

- Solamente tenía un pedacito aquí de piel suya.

Su tumba fue la 233. En la placa decía su nombre completo y abajo, en otro renglón, su período de vida: Ago. 4 – 1971 Mayo 15 – 2000.

Decoraron la tumba con flores blancas y amarillas, también con plantas de las que brotaban unas florecitas moradas más pequeñas, dos arreglos florales grandes con rosas y aves del paraíso, y una cinta azul celeste que delimitaba su espacio.

- Me fui un día a morirme allá en la tumba – dice Lilia – me acosté en la tierra y me agarró un dolor de pierna. Me fui a morir allá, ya no resistía más.

El dolor de pierna pudo más que su voluntad de morir encima de la tierra donde estaba enterrado su hijo. Cuando no soportó más el sufrimiento físico tuvo que ceder al sufrimiento mental de la pérdida.

A Lilia ese dolor de alma le retorció el corazón y la razón. Sentada en el comedor de su casa, con la mirada un poco gacha y tratando de justificarse, me contó que guardó un resentimiento profundo por quien hubiera sido capaz de matar a su hijo y a esa señora campesina a través de ese método infame, el más salvaje dentro de la categoría de la salvajada que son las bombas.

Un día, cuando iba en un bus en la carretera que de Tunja se dirige a Sogamoso, creyó ver al presunto implicado en la muerte de su hijo. Había visto por televisión la cara del acusado que el gobierno presentó a la opinión pública, y sin quererlo se grabó su rostro en la memoria.

Desde el asiento donde estaba y mientras pasaban los paisajes boyacenses por su ventana quiso acercarse y ahorcarlo. Cobrarle la vida que perdió y descargar su ira con la fuerza de sus manos para quitarle la respiración.

-Los nervios se lo comen a uno.

Lilia y Marlén guardan en una caja las fotos de Jairo. Algunas están sueltas y otras organizadas en álbumes.

-Ayyy Dios mío Jairito por favor… – dice Lilia entre un suspiro mientras Marlén escarba la caja.

- Para una cosa de esas es mejor que acaben con toda la familia. Es mejor eso y no quedarse uno sufriendo.

***
John Jairo fue bautizado en Tunja. Tres meses después de la muerte de Jairo, Angélica y el niño se fueron para Medellín, donde vivía la familia de ella.

Para los López fue muy difícil separarse de John Jairo.

-A nosotros nos sacó adelante y nos ayudó muchísimo el hijo que él dejó – me dice Marlén mientras mira las fotos de John Jairo recién nacido – es una lucecita que nos alumbró.

Lilia se aferró tanto a su nieto que cuando llegó el momento no lo quería dejar ir. Ella lo sentía como propio; lo veía como una extensión de Jairo y daba por sentado que era ella la persona que se tenía que quedar con él para cuidarlo, criarlo y educarlo.

Fue una trabajadora social quien la hizo entrar en razón. Le explicó lo que para el resto de la gente es una obviedad, pero a ella en ese momento le sonó como una revelación: el niño es de la mamá.

A sus 4 o 5 años John Jairo fue por primera vez a la tumba de su papá.

-Mire, papito, acá está su papá – le dijo Lilia.

El niño la pateó con fuerza, no lloraba con tristeza sino con rabia, quería sacarlo de la tierra. Miró a su abuela materna y le gritó exigiéndole la verdad; el por qué su papá estaba enterrado bajo el piso si era ella misma quien le había dicho que él estaba en el cielo.

-Poco a poco ha conocido la verdad – me dice Lilia mientras intercambiamos las fotos que Marlén nos va alcanzando – echa mucho de menos al papá.

Marlén saca la única foto que está laminada.

En la imagen aparece Jairo con la mirada perdida. Tiene puesto un traje de corbata, saco negro y camisa azul. A su lado está Angélica con una blusa blanca. Él a la izquierda y ella a la derecha. Angélica pasa su brazo por detrás de la espalda de Jairo para reposar la mano sobre el hombro derecho de él. En la mitad, cargado por los dos, se encuentra John Jairo a los pocos meses de nacido.

Esa única foto donde aparecen los tres juntos es un montaje. A Jairo no le alcanzó la vida para retratarse junto a su mujer y a su pequeño hijo.

Por David Leonardo Carranza Muñoz

 

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