Feria de Cali, tercera de abono

El periodista Alfredo Molano Bravo asiste a la Feria de Cali para retratar la fiesta brava.

Alfredo Molano Bravo
28 de diciembre de 2012 - 07:44 a. m.

Algún día –“y el día esté lejano”– la gente no volverá a los toros, ni siquiera a Nîmes, la ciudad hermana de Barcelona, donde fueron declarados patrimonio cultural. Se acabará la fiesta como se acabaron los caminos de herradura, los barcos a vapor, el pesebre en Navidad enterrados por las autopistas, los petroleros Panamax y por el gordo y sudoroso Santa Claus. Pero, a juzgar por la corrida de ayer en Cali, que apenas tenía un par de ojos pequeños en cemento, la afición defiende la fiesta. Torearon Sebastián Vargas, el Juli, e Iván Fandiño, toros de las Ventas del Espíritu Santo, hierro de César Rincón.

Las banderillas de Sebastián encendieron los tendidos; es un torero valiente, decidido y preciso en la suerte. Pese a que Azuceno, de 480 kilos, salió distraído, puso un buen par al quiebro. Con la muleta no ligó; en su favor se podría argüir que el toro era faltón. Podría decir casi lo mismo con su segundo, Piragua, al que tocó muy bien Clovis con su vara seca y justa. Sebastián puso un par de banderillas que parecieron bajar del cielo. Toreó pendiente de la galería y así se pierden las distancias. El toro se sentó al final, aburrido.

La expectativa por lo que hace –y deja de hacer– el Juli crece desde el momento en que mira su toro desde el burladero. Ayer se llamaba Bailarín, de 440 kilitos, bien hecho como sus hermanos y, como todos ellos, hechos para figuras ya consagradas. Dos verónicas cerradas, un par de chicuelinas, unas buenas banderillas de Chiricuto y a mirar el mismo repertorio de siempre: perfecto y, de perfecto, pese al toro, monótono. Al Juli se le ve cuando deja salir ese niño de 12 años que no sabía lo que hacía porque lo sentía. De todas maneras casi ningún torero puede hacer lo que le hizo a un toro sin recorrido. Menos mostró con el quinto, Dulcero, un toro lento que entraba a tornillazos cuando el Juli, con su sabiduría a cuestas, lograba hacerlo arrancar.

La tarde fue de Fandiño. Con Fandiño la fiesta comenzó en Cañaveralejo. Intuitivo, enmorrillado de otros 440 kilos, salió alegre y el torero lo fijó con un par de verónicas de las que recuerdo un brazo arriba, muy arriba, y un brazo abajo, muy abajo, guiándolo con dulzura hacia la salida. Remató con una media metiendo la pierna y arropándose con la capa. Con la muleta citó a 20 metros no para pasárselo por la faja, sino para torearlo. Y para no dejar duda, repitió. Sacó a la banda del silencio y florecieron los olés en las graderías.

El toro quedó muerto sin que lo supiera. Su primero fue un prólogo a su obra, el segundo, sexto de la tarde, Berraquito, de 480 kilos, un toro que dio lo que tenía y le dio un respiro a César. Fandiño es un torero que no corteja. Lo vi el año pasado en Medellín sudando sin quejarse; optó por la rechifla antes que por la venia. Sale a lo que sale y si sale bien: torea. Ayer toreó a lo vertical, sin enmiendas.

Recibió con seis o siete verónicas a pie junto, sin moverse del sitio. El toro pasaba y regresaba como enamorado. Y remató con un par de gaoneras cargando la suerte que se guardarán para siempre en los aires de la plaza. Torea, lleva templado el toro al caballo, y el picador, Rafael Torres, también lo torea hasta obligarlo a entrar perpendicular, por donde se debe. De las banderillas ni me acuerdo porque lo que volvimos a ver fue a Fandiño en la mitad del ruedo citando a 20 metros, provocando la embestida con un toquecito de muleta coqueto y retador.

El toro cumplió el compromiso y se arrancó para que Fandiño lo atara a la cintura. Cuatro –o cinco– derechazos dejaron una estrella con las zapatillas en la arena. Tomó distancia solo para subrayar lo hecho, y lo hizo: 20 metros y a la cintura los 480 kilos de Berraquito, que lo fue. Con la izquierda citó de frente con la cadera y con la mano en la mitad del palillo, toreando en esa delgada línea que separa a los valientes de la muerte. ¡Qué limpieza! Seis manoletinas, cambiando solo de horizonte, sin mover los talones. Y para rematar, una estocada perfecta. Dos orejas. Fandiño es un torero apasionado y lo es porque expone, se juega la vida y se la gana a la muerte en cada pase. Algún día lo veremos en la Santamaría porque lo verdadero perdura y lo malo se caerá de su peso.

Por Alfredo Molano Bravo

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