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Hasta la última piedra

El escritor y sociólogo vuelve sobre la memoria violenta de esta importante región del norte del país y sobre la resistencia pacífica de la comunidad de San José de Apartadó.

Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador /
04 de agosto de 2012 - 09:00 p. m.
El fenómeno de los N.N. es permanente desde hace dos décadas en el cementerio de Apartadó.  / Archivo - El Espectador
El fenómeno de los N.N. es permanente desde hace dos décadas en el cementerio de Apartadó. / Archivo - El Espectador

A las 5 de la tarde del 12 de julio del 77, en la vereda Cabecera de Mulatos, el Ejército sacó de sus casas a 30 campesinos, incluyendo mujeres y niños, los interrogó y aterrorizó durante ocho días, al cabo de los cuales dejaron a tres muchachos muertos y a medio enterrar. Ese mismo día se llevaron detenidas a seis personas más y ninguna salvó su vida. Todos fueron torturados y asesinados a sangre fría. El Ejército dio equívocas y contradictorias explicaciones. Los responsables de los operativos fueron sumariados, y al poco tiempo el proceso se evaporó entre la IV Brigada, el Batallón Voltígeros y la auditoría de guerra.

Fueron los primeros nueve muertos de un total de 237 homicidios certificados, de los cuales 35 fueron ejecutados por la guerrilla y 202 por la alianza militares-paramilitares, entre 1977 y 2012, en la comunidad de San José de Apartadó.

Hay una historia detrás de tanta sangre, que contribuye a explicar la sevicia de la fuerza pública y la tenaz resistencia de un pueblo pobre y marginado. Urabá es una región de conflictos y enfrentamientos desde siempre. Ingleses y españoles se disputaban el río Atrato, llave del oro del Pacífico; los indígenas fueron sometidos por unos y otros. La explotación brutal de las minas por esclavos negros forzó a muchos a buscar la libertad, enmontándose y desplazando comunidades indígenas que a la larga, sin mezclarse, terminaron conviviendo. Hasta fines del siglo XIX la región era una gran selva en la que comenzaron a explotarse maderas finas: tagua, caucho, ipecacuana. Urabá era una selva muy húmeda, casi impenetrable, de caminos de agua. A comienzos del siglo pasado, por el norte —la zona más seca— entraron los costeños a pescar y sembrar plátano y fundaron Arboletes y San Pedro; por el Occidente, cruzando la Serranía de Abibe, entraron campesinos —chilapos— a explotar las maderas del río Mulatos; venían de Córdoba, donde la gran hacienda ganadera se expandía. Por el sur, sobre el lomo de la Carretera al Mar, llegaron los paisas: ganaderos, comerciantes y rebuscadores. El cuadro general ha sido turbulento: los negros sacaron a los indios, los campesinos a los negros, los ganaderos a los campesinos y por fin, en los años 60, los empresarios bananeros desplazaron a los grandes ganaderos.

La Carretera al Mar se había comenzado a construir en los años 20, cuando la colonización antioqueña al sur de Aburrá se había detenido. Antioquia tenía ya bancos, industria manufacturera y ferrocarril al Magdalena. Las riquezas acumuladas en las minas de oro y el mercado abierto por la colonización habían creado un capital fuerte y expansivo: las tierras planas, fértiles y con salida al golfo de Urabá quedaban al alcance de sus manos y, para completar el cuadro, la zona bananera de Santa Marta, arruinada por la sigatoka, vendavales y el movimiento sindical, tocaba a su fin. La frutera de Sevilla, capital financiero, empresarios nacionales y extranjeros realizaron grandes inversiones en titulación de baldíos, construcción de drenajes, trochas, albercas, y toda la infraestructura para el cultivo de banano a gran escala, incluyendo un puerto de aguas profundas en el golfo. Las tierras sobre la carretera Chigorodó-Apartadó-Turbo se convirtieron en un eje bananero en expansión. Los colonos que luchaban contra la selva fueron desalojados a las buenas y a las malas con el concurso abierto de la fuerza pública y de las notarías y las oficinas de registro. Hacia mediados de los 70 la transformación del paisaje era completa. Los colonos migraban hacia el Atrato, las serranías del Darién y Abibe y el nudo de Paramillo. Muchos de los abuelos de los pobladores de San José de Apartadó fueron trabajadores de obras públicas que las compañías contratistas engancharon en Dabeiba, Cañas Gordas, Peque e Ituango. Muchos habían vivido la Violencia de los 50, particularmente sangrienta en esas regiones; otros buscaban tierras fértiles y todos necesitaban trabajo para establecerse en Urabá, de donde fueron también expulsados por la economía del banano.

Los primeros campesinos que entraron a San José, lo hicieron sobre el trazo de una trocha que comunicaba —y comunica— a Apartadó con Tierralta, Córdoba, en el Nudo de Paramillo, remontando la serranía de Abibe. El camino era ruta de dos colonizaciones campesinas, la costeña —chilapa— y la antioqueña del norte. Fueron procesos solidarios que no entrañaron conflictos y que asimilaron sus diferencias. La lucha contra una selva agresiva y una fauna no menos peligrosa —abundaban culebras y tigres— desarrollaron una solidaridad entre colonos basada en formas de trabajo colectivo, como el brazo prestado, las mingas, la acción comunal, y aun la formación de colonias de familias extensas. Rasgos todos orientados por una meta común: hacer una finca, una vereda, un territorio. La telaraña de vínculos sociales requería autoridades aceptadas colectivamente, requisito que condujo a la democracia abierta. Toda decisión se tomaba en reuniones y se votaban las diferentes propuestas. Lo extraordinario fue que las minorías, no siempre las mismas, aceptaban la regla de oro de la democracia y colectivamente asumían trabajos y proyectos.

La región desconocía la violencia, por el mero hecho de que los colonos que la poblaron venían huyendo de ella. Julio Guerra, guerrillero liberal, se refugió en Juan José, en las cabeceras del río San Jorge, y no volvió a organizarse hasta que el Epl llegó a la región, a mediados de los 70. Pedro Brincos, liberal también, levantado en armas en el Tolima y luego reclutado por el Eln, fue muerto en Abibe en el 63. Las Farc llegaron un poco después, en los años 70, desde el sur, desde la región de Dabeiba, en cumplimiento de las directrices de la IV Conferencia Nacional.

Urabá fue poblado con una rapidez inusitada, gracias al acelerado crecimiento de la economía bananera. Entre 1993 y 2003, Turbo pasó de 30 mil a 50 mil habitantes; Chigorodó, de 29 mil a 55 mil, y Carepa de 11 a 25 mil. Apartadó tenía, en 1993, 56 mil habitantes; en 2003, 88 mil habitantes, y en 2009, 150 mil. El poblamiento de Urabá ha desbordado todas las previsiones y su ritmo ha creado importantes déficits de vivienda y de servicios públicos. La región ha recibido gente de todo el país en busca de trabajo, pero sobre todo de la cuenca del Atrato y de Córdoba, cuyas economías campesinas se han descompuesto al mismo ritmo —quizás mayor— que el fortalecimiento de un sector obrero empleado en las fincas de banano. Si bien, como queda dicho, la frutera de Sevilla trajo capital y tecnología, los sindicatos obreros de la zona bananera de Santa Marta también llegaron a impulsar organizaciones sindicales y agrarias. El Partido Comunista, fuerte en Antioquia y en el Magdalena, envió cuadros profesionales a desarrollar acciones políticas en el Urabá. El Partido Comunista ML, línea prochina, había organizado en las cabeceras del Sinú y San Jorge un destacamento guerrillero que buscó afianzarse sindicalmente en Urabá, de suerte que en los años 80 existían dos grandes sindicatos: Sintrainagro y Sintrabanano. No cabe duda de la convergencia ideológica de estas formaciones sindicales y los grupos armados. El Partido comunista tenía la ventaja sobre el ML de tener una trayectoria electoral mas sólida y, además, desde los Pactos de La Uribe entre el gobierno y las Farc en el 82, de adelantar campañas proselitistas contando con el respaldo de la guerrilla. La Unión Patriótica llegó a ganar casi todas las alcaldías de Urabá y a dominar los concejos, pese a ser en su conjunto una región liberal.

 

* Lea mañana la segunda parte de la historia.

Por Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador /

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