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Los indígenas también la hicieron santa

A un día de que La Madre Laura sea canonizada, El Espectador retoma su historia con las comunidades emberá-katío, en el municipio de Dabeiba Antioquia.

Fernando Gómez *
10 de mayo de 2013 - 09:27 p. m.
El legado de la Madre Laura sigue vigente en las comunidades indígenas de Dabeiba, Antioquia.  / David Schwartz
El legado de la Madre Laura sigue vigente en las comunidades indígenas de Dabeiba, Antioquia. / David Schwartz
Foto: Photographer: David M. Schwarz

Franquelina es una mujer rotunda como una figura de Botero, coronada por una cabellera blanca y motosa como el algodón, que ronda los 93 años y se ufana de ser uno de los pocos habitantes de Dabeiba que conoció en persona a la Madre Laura. Debía tener unos seis años cuando la vio por primera vez, robusta y bonita como en las fotografías que hoy se reparten por toda Colombia, ahora que está a punto de convertirse en la primera santa nacional. “Llegó a pelearse con los indios, que eran bravos y recios y no se dejaban amansar. Mi mamá me cuenta que el alcalde hasta la echó del pueblo porque decía que era una conseguidora. Pero ella volvió y se posesionó”.

Desconfiados tras cuatrocientos años de explotación, los indígenas embera-katíos se habían refugiado selva adentro, lejos del amparo del Dios, “en las cuevas del demonio”, según narra la Madre Laura en su Autobiografía. Y ella se propuso evangelizarlos, convenciéndolos de que también eran almas de Dios, y por ende, susceptibles de redención. Esa es la razón por la cual el símbolo de la congregación está cruzado por la palabra Sitio, “tengo sed”, la quinta palabra que Jesús pronunció en la cruz y cuya interpretación se refiere a la sed de almas de Cristo que la Madre Laura se empeñó en saciar lejos de la civilización, allá donde era más necesario obrar.

Llegó a Dabeiba a lomo de burro el 14 de mayo de 1914, acompañada de su madre y de otras cuatro jóvenes voluntarias, y allí fundó la primera casa de la congregación Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Sena, que hoy anda esparcida por 21 países, incluidos dos de África, y cuenta con más de 800 misioneras. Rosalba Domicó, una indígena de El Pital, en las afueras de Dabeiba, donde la Madre Laura levantó el primer noviciado, evoca así los relatos de su padre: “Cuando la Madre Laura llegó, todos tenían miedo, eran muy desconfiados, pero luego supieron que ella era buena. Los indios andaban desnudos y ella los vistió, les dio ropa y comida, y les enseñó a leer y a sembrar fríjol, maíz y yuca. Mi papá me contó que ella fue la que nos levantó a todos”.

Recelosos, los indígenas poco confiaron en las bondades de la extraña, y menos en sus propósitos evangelizadores. Pero la Madre los fue cautivando poco a poco. Al principio, valiéndose de prodigios sobrenaturales que se convirtieron en leyenda: que la madre había espantado la plaga de langosta, que curaba enfermedades, que había hecho un pacto con las fieras para librarlos de sus acechanzas nocturnas, que tenía el poder de calmar las tempestades. Pero sus virtudes terrenales surtieron mayor efecto: se mezcló entre las comunidades, aprendió de sus costumbres, comió de sus mismos alimentos y se ganó la confianza a fuerza de ser como ellos. Los sacaba de sus tambos ayudada de una vitrola que hoy es pieza de museo y a la que todavía se le pueden arrancar melodías oxidadas. Y luego regresaba con ellos a sus casas a pasar la noche.

Hoy ya no es necesario hacer prodigios ni atraer a los indígenas con vitrola, pero las hermanas Lauritas conservan con celo religioso las enseñanzas de su fundadora para continuar su obra. Cada semana, en grupos de dos o de tres, como en los tiempos de la iniciación, las misioneras visitan a los indígenas en sus tambos con el fin de asistirlos física y espiritualmente. María Nubia es una de las líderes indígenas del resguardo de Choromandó, ubicado selva adentro a pocos kilómetros de Dabeiba, cruzando el Río Sucio, en el cañón de Las Lloronas. Con ayuda de las Lauritas, ha levantado una precaria fábrica de jabón de cocina, que luego vende a mil pesos la unidad con el fin de conseguir fondos para construir una pecera de cachama. “Hemos aprendido mucho con ellas –afirma-, a organizarnos, a tener proyectos comunitarios. Lo que más nos gusta es que son como nosotros”. Sin embargo, sus medios de sustento siguen siendo precarios, sostenidos en una agricultura artesanal basada en la yuca, en el maíz, en la ahuyama y el tomate que parece no dar abasto.

Aun así, la obra de la Madre Laura en Dabeiba atiende a unas 33 comunidades indígenas, que suman unos 10.000 habitantes, y su trabajo no se restringe al apoyo social. Hay un colegio que ya sacó su primera promoción de bachilleres y un albergue para niños discapacitados. Muchos indígenas siguen reacios a recibir ayuda y las hermanas deben ir hasta los tambos a convencer a los padres de la necesidad de educar a sus hijos. La hermana Luisa, superiora de la casa de Dabeiba, afirma que uno de los principales beneficios del colegio ha sido salvar a muchas niñas de los embarazos prematuros; y a los niños, de dejarse tentar por los grupos insurgentes.

Porque Dabeiba no ha dejado de ser un lugar duro desde el punto de vista del orden público, al que le ha tocado sufrir más de una toma guerrillera, las arremetidas de los paramilitares y, más recientemente, la amenaza de la minería. En medio de este difícil panorama, las hermanas Lauritas forjan su camino de redención, apoyadas por el ímpetu de su fundadora.

Quizás uno de los mejores ejemplos del legado de la Madre Laura lo personifica la hermana Kelly Osorio. Nacida en San Andrés de Sotavento, Córdoba, pertenece a la etnia Senú y se vanagloria de saber tejer el famoso sombrero vueltiao. Siendo niña, fue testigo de la labor social y evangélica de la congregación de las Lauritas en su comunidad, y decidió unirse a ella por convicción y hasta contra la renuencia de sus propios padres. “Yo, como indígena que soy, me di cuenta de que podía ayudar de la misma forma a las otras etnias y culturas”.

Pocos como ella entienden la realidad de estas comunidades minoritarias. “El problema de los indígenas es la división que ha propiciado la política. Se han dispersado por miedo y por desconfianza. Nosotras hemos tratado de volver a unirlos para que recuperen sus costumbres y sus valores, que era lo que quería la Madre Laura. Hoy todavía tenemos que convencerlos de que tienen alma, de que no se tiren a morir. Es que si el emberá está enfermo, se deja morir como un animal. Hay que concientizarlos de que también son personas, de que somos iguales, de que solo en la forma de pensar somos diferentes, de que Dios entiende al emberá”.

La hermana Kelly simboliza la misión social que inició la Madre Laura y que hoy cierra su círculo con una indígena, atendida en su niñez por las Lauritas, convertida en una de ellas, realizando su misión en Dabeiba, donde todo comenzó, donde la que mañana será venerada como la primera santa colombiana, se entregó en cuerpo y alma a un apostolado insólito del que ahora todo el mundo habla.

Y sin embargo, paradójicamente, un siglo después de la fundación de su tarea, sigue existiendo la sensación de que todo está por hacer.

*Jefe de redacción Revista Cromos.

Por Fernando Gómez *

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